– Mierda.
– Acabo de empezar a listar sus llamadas, no llama mucho. Nada nuevo desde hace nueve días, apagó el aparato la mañana de su huida. ¿Por qué lo habrá encendido otra vez? ¿Cómo se le ocurre señalarse? ¿Le ha dejado algún mensaje?
– Me ha enviado dos textos incomprensibles.
– Texti -corrigió maquinalmente Froissy, habiendo asimilado como los demás los tics eruditos de Danglard.
– ¿Puede localizármelo?
– Si no ha vuelto a apagar, sí.
– ¿Puede hacerlo desde su casa?
– Es más arduo, pero puedo intentar conectar.
– Inténtelo y hágalo deprisa.
Ella ya había colgado. Era inútil decir a Froissy que se diera prisa, expedía los trabajos con la rapidez de una mosca.
Adamsberg se vistió, recogió la cartuchera y los dos móviles. Se dio cuenta en la escalera de que se había puesto la camiseta del revés, la etiqueta le picaba en el cuello. Ya se la pondría bien más tarde. Froissy lo llamó cuando se estaba poniendo la chaqueta.
– En la casa de Garches -anunció Froissy-. Otro aparato emite desde el mismo sitio. Desconocido. ¿Intento identificarlo?
– Sí.
– Para eso tengo que ir a la oficina. Respuesta en una hora.
Adamsberg alertó a dos equipos, calculó. Serían necesarios treinta minutos como mínimo para que el primero se reuniera en la Brigada. Más el trayecto hasta Garches. Si salía ahora mismo, estaría allí en veinte minutos. Vacilaba, todo le decía que esperara. Trampa. ¿Qué coño hacía Zerk en casa del viejo Vaudel? ¿Con otro móvil? ¿O con el otro? ¿Arnold Paole? Y en ese caso, ¿qué buscaba Zerk? Trampa. Muerte segura. Adamsberg se subió al coche, apoyó los antebrazos en el volante. No lo habían conseguido en el panteón, y lo intentaban de nuevo allí, estaba claro. No acudir era lo sabio. Releyó los dos mensajes. Por, Qos. Giró la llave de contacto, pero luego apagó. Era una evidencia, el desarrollo coherente y normal. Con los dedos en la llave, trataba de comprender por qué otra certeza le recomendaba que fuera a Garches, una certeza desprovista de motivo que cautivaba su pensamiento. Encendió los faros y arrancó.
A medio camino, después del túnel de Saint-Cloud, se detuvo en el arcén. Por, Qos. Acababa de pensar -si eso podía llamarse pensar- en el uso por Froissy del ridículo término texti. Texti que le había llevado a por en un salto de pez. Estaba casi seguro. Había visto ese por en la pantalla de su móvil. Y era cuando tecleaba texti, cuando tecleaba la palabra «sms». Sacó el teléfono, marcó las tres letras, «s», «m», «s». Primero le salió Pop, y entonces hizo pasar las combinaciones: Por Pos Qos, Sos y por fin Sms.
Sos. SOS.
SOS que Zerk no había logrado enviar correctamente. Lo había intentado una segunda vez activando el aparato a ciegas, equivocándose de nuevo. Adamsberg colocó el girofaro y reanudó el camino. Si Zerk le hubiera tendido una trampa, habría escrito palabras comprensibles. Si Zerk no había sido capaz de teclear SOS era que no estaba en situación de ver la pantalla. Por lo tanto, había tecleado a oscuras. O con la mano en el bolsillo, a tientas, para no llamar la atención. No era una trampa, era una llamada de socorro. Zerk estaba con Paole, y hacía más de treinta minutos que había enviado esos mensajes.
– ¿Danglard? -llamó Adamsberg mientras conducía-. Tengo un SOS de Zerk escrito sin ver la pantalla. El asesino lo ha llevado al lugar del crimen, donde va a suicidarlo como es debido. Fin de la historia.
– ¿El padre Germain?
– Él no, Danglard. ¿Cómo quiere que Germain sepa que era una hembra? Es lo que dijo. No rodee la casa, no entre por la puerta. Le dispararía inmediatamente. Diríjase hacia Garches, le llamo luego.
Conduciendo con una sola mano, despertó al doctor Lavoisier.
– Necesito el número de la habitación de Émile, doctor. Es urgente.
– ¿Es Adamsberg?
– Sí.
– ¿Cómo me lo demuestra? -preguntó Lavoisier como el perfecto nuevo conspirador en que se había convertido.
– Joder, doctor, que no hay tiempo.
– Ni hablar -dijo Lavoisier.
Adamsberg sintió que el bloqueo iba en serio, Lavoisier se tomaba su misión a pecho. Adamsberg le había ordenado «ningún contacto», y el hombre seguía la consigna científicamente.
– ¿Qué tal si le digo el final de lo que murmuró Retancourt al salir del coma? ¿Todavía lo recuerda?
– Perfectamente. Le escucho.
– «Y morir de placer.» [7]
– De acuerdo. Le desvío la llamada porque el hospital se negará a pasarle con Émile sin mi intervención.
– Dese prisa, doctor.
Crujidos, timbres, ultrasonidos, y la voz de Émile.
– ¿Es por Cupido? -preguntó Émile alarmado.
– Está en plena forma. Émile, dime cómo se entra en la casa de Vaudel aparte de por la puerta principal.
– Por la de atrás.
– Me refiero a otro camino. Discreto, sin llamar la atención.
– No hay.
– Sí, Émile, hay uno. Tú lo has usado. Cuando ibas a husmear por la noche a ver si sisabas pasta.
– Nunca he hecho eso.
– Maldita sea, tenemos tus huellas en los cajones del secreter. Y nos importa una mierda. El tipo que masacró a Vaudel va a matar a otro esta noche, en la casa. Tengo que entrar allí discretamente, ¿entiendes?
– No.
El coche entraba en Garches, Adamsberg quitó el girofaro.
– Émile -dijo Adamsberg apretando los dientes-, si no me lo dices, me cargo al chucho.
– No lo harías.
– Sin dudarlo. Luego lo aplastaría con la bota. ¿Te enteras, Émile?
– Cabronazo de madero.
– Sí. Habla ya, hostia.
– Por la casa de al lado, la de la señora Bourlant.
– ¿Sí?
– Los sótanos se comunican. Antes, las dos casas pertenecían a un solo tío, tenía a la mujer en una y a la amante en otra. Había mandado hacer un túnel entre los dos sótanos para mayor comodidad. Cuando se vendió, se separaron las casas y la puerta subterránea quedó condenada. La señora Bourlant la volvió a abrir, a pesar de que no tenía derecho. Vaudel no lo sabía, nunca bajaba al sótano. Lo descubrí yo, pero prometí a la vecina no decir nada. A cambio, ella me dejaba usar el paso. Nos entendíamos bien ella y yo.
Adamsberg aparcó a cincuenta metros de la casa, salió, cerró la puerta sin ruido.
– ¿Por qué la mandó abrir?
– Tenía un miedo anormal del fuego. Es su salida de emergencia. Es una idiotez, tiene una línea de la suerte magnífica.
– ¿Vive sola?
– Sí.
– Gracias.
– No hagas el gilipollas con mi perro, ¿eh?
Adamsberg informó a los dos equipos. Uno estaba en camino, el otro salía. No se veía ninguna luz en la casa de Vaudel, las contraventanas y las cortinas estaban cerradas. Llamó varias veces a la puerta de la señora Bourlant. La casa era idéntica pero mucho más destartalada. No iba a ser fácil convencer a una mujer sola para que abriese la puerta de noche por la mera conminación de la palabra «Policía», que no tranquilizaba a nadie. Ya fuera por creer que no era la policía, o por creer que sí lo era, lo cual era peor todavía.
– Señora Bourlant, vengo de parte de Émile. Está en el hospital, tiene un mensaje para usted.
– ¿Y por qué viene de noche?
– No quiere que me vean. Es a propósito del paso subterráneo. Dice que, si se sabe, tendrá usted problemas.
La puerta se abrió diez centímetros sujeta por una cadena. Una mujer muy frágil, de unos sesenta años, lo examinó ajustándose las gafas.