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– ¿Y cómo sé yo que es usted amigo de Émile?

– Dice que tiene usted una línea de la suerte magnífica.

La puerta se abrió y la mujer echó el cerrojo cuando Adamsberg hubo entrado.

– Soy amigo de Émile y soy comisario.

– Eso no puede ser.

– Puede ser. Ábrame el paso, es todo lo que le pido. Debo ir a la casa de Vaudel. Dos equipos de la policía seguirán la misma vía. Y usted los dejará pasar.

– No hay ningún paso.

– Puedo desbloquear el acceso sin usted, señora Bourlant. No me ponga problemas, o todo el vecindario estará al corriente de lo de la puerta.

– ¿Y qué? No es un crimen.

– Podrían decir que usted iba a robar al viejo Vaudel.

La mujercita se apresuró en buscar la llave, refunfuñando contra la policía. Adamsberg la siguió hasta el sótano, y por el pasillo que lo prolongaba.

– Los policías, mucho ajetreo -dijo abriendo el cerrojo de la puerta-, pero para hacer tonterías son campeones. Mira que acusarme de robar… Hacerle la puñeta a Émile, y luego a ese joven.

– La policía tiene el pañuelo de ese joven.

– Tonterías. No se deja el pañuelo en casa ajena, así que ¿cómo se va a dejar en casa de alguien a quien se mata?

– No me siga, señora Bourlant -dijo Adamsberg rechazando a la mujercita que venía trotando detrás de él-. Es peligroso.

– ¿El asesino?

– Sí. Vuelva a su casa, espere los refuerzos, no se mueva.

La mujer trotó rápidamente en sentido inverso. Adamsberg subió en silencio los peldaños abarrotados del sótano de Vaudel, alumbrándose para no dar un golpe a una caja, una botella. La puerta de acceso a la cocina era corriente, la cerradura no requirió más de un minuto. Enfiló el pasillo, directamente hacia la sala del piano. Si Paole suicidaba a Zerk, allí es donde lo haría, en el lugar de su remordimiento.

Puerta cerrada, sin visibilidad. Los tapices que cubrían las paredes amortiguaban las voces. Adamsberg entró en el cuarto de baño contiguo, se subió a la cesta de la ropa sucia. De allí llegaba a la rejilla de ventilación.

Paole estaba de pie, de espaldas, con el brazo descuidadamente estirado, apuntando el arma equipada con silenciador. Frente a él, Zerk lloraba en el sillón Luis XIII, sin rastro ya del gótico arrogante. Paole lo había clavado en el asiento. Un cuchillo le atravesaba la mano derecha, hundido en la madera del brazo. Había caído mucha sangre, hacía rato que el joven estaba prendido en ese sillón, sudando de dolor.

– ¿A quién? -repetía Paole agitando un móvil ante los ojos de Zerk.

Zerk había debido de intentar de nuevo lanzar su llamada de socorro, pero esa vez Paole lo había interceptado. El hombre abrió un cuchillo automático, agarró la mano de Zerk y la rayó de sajaduras, haciéndolo sin prisa, como quien corta un pescado, sin parecer oír los gritos del joven.

– Esto te quitará la idea de volver a hacerlo. ¿A quién?

– A Adamsberg -gimió Zerk.

– Lamentable -dijo Paole-. El hijo ya no mata al padre, ¿no? Le pide socorro al primer rasguño… Por, Qos. ¿Qué tratabas de decirle?

– SOS. No conseguí teclearlo, no lo entenderá. Déjeme, no lo traicionaré, no diré nada, no sé nada.

– Es que te necesito, chaval. Comprenderás que la pasma ha ido demasiado lejos. Te dejaré aquí, crucificado en el sillón, automutilado, muerto en el lugar del crimen, y no se hable más. Tengo mucho que hacer y necesito tranquilidad.

– Yo también -jadeó Zerk.

– ¿Tú? -dijo Paole apagando el móvil de Zerk-. Pero ¿qué tienes que hacer tú? ¿Fabricar tus baratijas? ¿Cantar? ¿Comer? ¿A quién le importa, chaval? No sirves para nada ni para nadie. Tu madre se ha largado y tu padre no quiere saber nada de ti. Al menos sacarás algo de tu muerte. Serás famoso.

– No diré nada. Me iré lejos. Adamsberg no entenderá nada.

Paole se encogió de hombros.

– Claro que no entenderá. Cabeza de avellana, no mayor que la tuya, hacedor de viento, de tal palo tal astilla. De todos modos, es un poco tarde para llamarlo. Está muerto.

– No es verdad -dijo Zerk lanzando un golpe de lumbares.

Paole apretó el mango del cuchillo clavado, haciendo oscilar la hoja a través de la herida.

– Tranquilo. Está completamente muerto. Emparedado en el panteón de las víctimas de Plogojowitz en Kiseljevo, Serbia. Ya ves que no va a volver así como así, ¿no?

Paole habló entonces en voz baja, para sí, mientras la última esperanza se desvanecía del rostro de Zerk.

– Pero me obligas a precipitar las cosas. Si han encontrado su cuerpo, tienen su móvil. En cuyo caso acaban de captar tu llamada, te identifican, te localizan. Luego nos localizan. Tenemos quizá menos tiempo del previsto, prepárate, chaval, despídete.

Paole se había alejado del sillón, pero aún estaba demasiado cerca de Zerk. En el tiempo que tardara Adamsberg en abrir la puerta y apuntarle, Paole tendría cuatro segundos de adelanto para disparar a Zek. Cuatro segundos que había que emplear en desviar su atención. Adamsberg sacó su libreta, dejando escapar todos los papeles que metía en ella en desorden. La hoja que buscaba estaba reconocible, arrugada y sucia, en la que había copiado el texto de la estela de Plogojowitz. Cogió el móvil, escribió el mensaje a toda prisa. Dobro veče, Proklet – Salut, Maudit. Firmado: Plogojowitz. No era ninguna maravilla, pero era incapaz de hacerlo mejor. Suficiente para intrigar al hombre un instante, para tener tiempo de entrar y colocarse entre Zerk y él.

El timbre sonó en el bolsillo de Paole. El hombre consultó la pantalla, frunció el ceño, la puerta fue violentamente empujada. Adamsberg estaba frente a él, cubriendo al joven. Paole hizo un ademán con la cabeza, como si la intrusión del comisario hubiera tenido algo de simplemente burlesco.

– ¿Se dedica usted a esto, comisario? -dijo Paole señalando la pantalla-. No se dice Dobro veče a estas horas de la noche. Se dice Laku noć.

La despreocupación despectiva de Paole desestabilizaba a Adamsberg. Ni sorprendido ni inquieto, pese a que lo creía muerto en el panteón, el hombre no daba ninguna importancia a su presencia. Como si no fuera más molesto que una mata de hierba en su camino. Mientras apuntaba a Paole, Adamsberg echó atrás el brazo y arrancó el cuchillo del brazo del sillón.

– ¡Lárgate, Zerk! ¡Ahora!

Zerk se lanzó, la puerta chasqueó tras él, y resonaron los pasos de su carrera por el pasillo.

– Conmovedor -dijo Paole-. ¿Y ahora, Adamsberg? Estamos los dos de pie, armados. Usted apuntará a las piernas, yo al corazón. Aunque me dé usted primero, disparo, ¿verdad? No tiene ninguna posibilidad. La sensibilidad de mis dedos es extrema, y mi sangre fría total. En una situación tan estrictamente técnica, su puerta al inconsciente no le resulta de ninguna utilidad. Al contrario, lo retrasa. ¿Persiste en su error de Kiseljevo? ¿Se pasea solo? ¿Al viejo molino, igual que aquí? Lo sé -añadió levantando su gruesa mano-. Su escolta lo sigue.

El hombre consultó su reloj y se sentó.

– Tenemos unos minutos. Alcanzaré fácilmente al chico. Unos minutos para averiguar lo que le ha traído hasta mí. No me refiero a hoy y el mensaje del imbécil de Armel. Porque usted sabe que su hijo es un imbécil, ¿vedad? Me refiero a su visita de anteayer a mi consulta, para sus acúfenos. Usted ya lo sabía, de eso estoy seguro, porque su cabeza sólo ofrecía resistencias, oposiciones a mis manos. Ya no estaba usted conmigo, sino contra mí. ¿Cómo lo supo?

– En el panteón.

– ¿Y?

Adamsberg hablaba con dificultad. La evocación del panteón lo fragilizaba aún, el recuerdo de la noche pasada con Vesna. Llevó sus pensamientos hacia Veyrenc, cuando tragaba el coñac de Froissy.