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– La gatita -prosiguió-. La que usted quería aplastar.

– Sí. Me faltó tiempo. Ya lo haré, Adamsberg, siempre cumplo mi palabra.

– «He matado la gatita de un pisotón con la bota. Me irritaba que me hubieras obligado a salvarla.» Eso fue lo que dijo.

– Exactamente.

– Zerk había sacado la cría de debajo de un montón de cajas. Pero ¿cómo iba a saber que era hembra? ¿Un gato de una semana? Imposible. Lucio lo sabía. Yo lo sabía. Y usted, doctor, cuando la curó. Usted y sólo usted.

– Sí -dijo Paole-, ya veo el error. ¿Cuándo se dio cuenta de eso? ¿Justo después de que lo dijera?

– No. Cuando vi la gata al volver a mi casa.

– Siempre igual de lento.

Paole se levantó, la detonación sonó. Estupefacto, Adamsberg vio el cuerpo del médico derrumbarse. Herido en el vientre, costado izquierdo.

– Quería darle en las piernas -dijo la voz turbada de la señora Bourlant-. Qué mal disparo, dios mío…

La mujercita trotó hacia el hombre, que jadeaba en el suelo, mientras Adamsberg recogía su arma y llamaba a los servicios de urgencias.

– ¿No se morirá, al menos? -preguntó inclinándose un poco hacia él.

– No creo. La bala está en el intestino.

– Sólo es un 32 -precisó la señora Bourlant con naturalidad, como si se refiriera a la talla de una prenda de vestir.

Los ojos de Paole llamaban al comisario.

– Ya viene la ambulancia, Paole.

– No me llame Paole -ordenó el médico con voz entrecortada-. Ya no quedan Paole desde que el poder de los malditos se extinguió. Los Paole están salvados. Se van. ¿Entiende, Adamsberg? Se van libres. Por fin.

– ¿Los ha matado a todos? ¿Los Plogojowitz?

– No los he matado. Aniquilar criaturas no es matar. No son seres humanos. Yo ayudo al mundo, comisario, soy médico.

– Entonces usted tampoco es un ser humano, Josselin.

– No del todo. Pero ahora sí.

– ¿Los ha aniquilado a todos?

– A los cinco grandes. Quedan dos mascadoras. No pueden reconstituir nada.

– Sólo tengo a tres: Pierre Vaudel-Plog, Conrad Plögener y Frau Abster-Plogenstein. Y los pies de Plogodrescu, pero es un trabajo antiguo.

– Llaman a la puerta -dijo tímidamente la señora Bourlant.

– Es la ambulancia. Abra, maldita sea.

La mujercita obedeció, refunfuñando de nuevo contra la policía.

– ¿Quién es?

– La vecina.

– ¿Desde dónde ha disparado?

– No tengo ni idea.

– Loša sreća.

– ¿Y los otros dos, doctor? ¿Los otros dos hombres que mató?

– No he matado a ningún hombre.

– ¿Las otras dos criaturas?

– El grandísimo, Plogan, y su hija. Terribles. Empecé por ellos.

– ¿Dónde?

Los enfermeros entraban, colocaban la camilla, sacaban el material. Adamsberg les pidió con una seña que les dejaran unos minutos. La señora Bourlant escuchaba la conversación, temblorosa y concentrada.

– ¿Dónde?

– En Savolinna.

– ¿Dónde está eso?

– Finlandia.

– ¿Cuándo? ¿Antes de Pressbaum?

– Sí.

– ¿Plogan es su nombre actual?

– Sí, Veïko y Leena Plogan. Peores criaturas. Él ya no reina.

– ¿Quién?

– Nunca pronuncio su nombre.

– Peter Plogojowitz.

Josselin asintió.

– En Highgate. Se acabó. Su sangre se ha extinguido. Vaya usted a ver, el árbol va a morir en la colina de Hampstead. Y los tocones de Kiseljevo se pudrirán alrededor de su tumba.

– ¿Y el hijo de Pierre Vaudel? Es un Plogojowitz, ¿no? ¿Por qué lo dejó con vida?

– Porque sólo es un hombre, no nació dentudo. La sangre maldita no irriga todos los vástagos.

Adamsberg se iba a levantar, el médico le agarró la manga y lo atrajo hacia sí.

– Vaya a ver, Adamsberg -le rogó-. Usted sabe. Usted comprende. Tengo que estar seguro.

– ¿Ver qué?

– El árbol de Hampstead Heath. Está al lado sur de la capilla, es el gran roble que plantaron cuando nació, en 1663.

¿Ir a ver el árbol? ¿Obedecer a la locura de Paole? ¿La idea de Plogojowitz en el árbol como la del tío en el oso?

– Josselin, usted cortó los pies a nueve muertos, masacró a cinco criaturas, me encerró en ese panteón infernal, utilizó a mi hijo e iba a matarlo.

– Sí, ya lo sé. Pero vaya a ver el árbol.

Adamsberg sacudió la cabeza con repulsión o lasitud, se levantó e indicó a los enfermeros que ya podían llevárselo.

– ¿De qué hablaba? -preguntó la señora Bourlant-. Problemas de familia, ¿no?

– Exactamente. ¿Por dónde disparó usted?

– Por el agujero.

La señora Bourlant lo condujo a pasos cortos al pasillo. Detrás de un grabado, el tabique estaba horadado con un orificio de tres centímetros de diámetro que daba al salón del piano, en el límite entre dos tapices.

– Era el observatorio de Émile. Como el señor Vaudel dejaba las luces encendidas, nunca se podía estar seguro de que estuviera acostado. Por el agujero, Émile podía saber si había salido del despacho. Émile tenía tendencia a pispar billetes. Vaudel era tan rico que, la verdad…

– ¿Cómo es que estaba usted al corriente?

– Nos entendíamos, Émile y yo. Yo era la única del barrio que le hablaba. Nos confiábamos cosas.

– ¿Como la pistola?

– No, es la de mi marido. Vaya metedura de pata, dios mío, lo que he hecho. Disparar a un hombre no es anodino. Yo apuntaba abajo, pero el cañón subió solo. No quería disparar, sólo quería mirar. Luego, la verdad, como su gente no venía, me pareció que estaba usted perdido, y que tenía que hacer algo.

Adamsberg asintió. Completamente perdido. No habían pasado veinte minutos desde que había entrado en el cuarto de baño. Un hambre brutal hizo rugir su vientre.

– Si busca al chico, está en mi salón, curándose las manos.

46

El equipo de Danglard seguía a la ambulancia, el de Voisenet se encargaba de la investigación en la casa. Adamsberg había encontrado a Zerk sentado en el salón de la vecina, no más tranquilo que ante Paole, rodeado de cuatro policías arma en ristre. Tenía las manos envueltas en gruesos trapos que la señora Bourlant había sujetado con imperdibles.

– De él -dijo Adamsberg levantando a Zerk por un brazo- me encargo yo. Un antidolor, señora Bourlant, ¿tiene eso?

Le había hecho tomarse dos pastillas y lo había empujado delante de sí hasta el coche.

– Ponte el cinturón.

– No puedo -dijo Zerk enseñando las manos vendadas.

Adamsberg asintió, tiró del cinturón, lo abrochó. Zerk se dejaba hacer, mudo, traumatizado, como estúpido. Adamsberg conducía en silencio, eran casi las cinco de la madrugada, iba a amanecer. Dudaba. Limitarse al caso, técnicamente, o abordar las cosas a bocajarro. Una tercera solución, la que le sugería Danglard, era arribar con sutileza y elegancia. A la inglesa al fin y al cabo. Pero no estaba equipado para practicar ese tipo de arribada. Vagamente desanimado, un poco exhausto, dejaba ir el coche. ¿Qué más daba hablar o no hablar? ¿De qué servía y con qué objeto? Podía dejar a Zerk irse hacia su vida sin pestañear. Podía llevarlo hasta el fin del mundo sin decirle una sola palabra. Podía dejarlo allí. Torpemente, con sus manos vendadas, Zerk había sacado un cigarrillo. Ahora era incapaz de encenderlo. Adamsberg suspiró, hundió el encendedor del coche y se lo ofreció. Con una mano cogió el segundo móvil. Weill lo llamaba.

– ¿Lo despierto, comisario?

– No me he acostado.

– Yo tampoco. Nolet ha encontrado al testigo, un compañero de clase de Françoise Chevron y de Emma. Ha echado el guante a Carnot hace media hora. Se dirigía armada al piso del compañero.