Выбрать главу

– Hay diecisiete pies -dijo Danglard-, a saber, ocho pares y uno suelto. O sea nueve personas.

– ¿Personas o cuerpos?

– Cuerpos. Parece seguro que fueron cortados post mortem, con una sierra. Cinco hombres y cuatro mujeres, todos adultos.

Danglard hizo una pausa, pero la mirada de alga de Adamsberg esperaba con intensidad el resto.

– Esas operaciones fueron realizadas seguramente en los cadáveres antes de ser inhumados. Radstock apunta: «¿En morgues? ¿En las cámaras frías de los establecimientos de pompas fúnebres?». Y según el estilo de los zapatos, detalle que queda por afinar, esto se habría producido hace diez o veinte años y a lo largo de un periodo prolongado. En resumen, un hombre que cortaba un par de pies por aquí, un par por allá, con el paso del tiempo.

– Hasta que se cansó de su colección.

– ¿Quién dice que se haya cansado?

– El suceso mismo. Imagínese, Danglard. Ese hombre acumula trofeos durante diez o veinte años, y es un trabajo diabólicamente difícil. Los almacena con pasión en un congelador. ¿Dice algo de eso Stock?

– Sí. Hubo sucesivas congelaciones y descongelaciones.

– O sea que el Cortapiés los sacaba de tanto en cuando para mirarlos o para Dios sabe qué. O para trasladarlos.

Adamsberg se recostó en el asiento, y Danglard echó una ojeada al techo. Dentro de unos minutos, saldrían de esa charca.

– Y una noche -prosiguió Adamsberg-, a pesar de lo que le costó reunir toda esa colección, el Cortapiés abandona su preciado tesoro. Así, sin más, en plena vía pública. Lo deja todo, como si ya no le interesara. O, y eso sería todavía más inquietante, como si ya no le bastara. Al igual que los coleccionistas que se deshacen de su botín para lanzarse a una nueva empresa, pasando a un estadio superior y más perfecto de su búsqueda. El Cortapiés pasa a otra cosa. A otra cosa mejor.

– O sea peor.

– Sí, se adentra aún más en su túnel. Stock tiene razones para estar preocupado. Si logra seguir la pista, pasará por etapas impresionantes.

– ¿Hasta dónde? -preguntó Estalère, sin dejar de escudriñar el efecto del champán en Danglard.

– Hasta el suceso insoportable, cruel, devorador, que desencadena toda la historia para acabar en aberraciones que se alojan en zapatos o en armarios. Luego se abre el túnel negro, con sus escalones y sus meandros. Y Stock bajará para meterse en él.

Adamsberg cerró los ojos, pasando sin transición real al aparente estado de sueño o de evasión.

– No puede afirmarse que el Cortapiés esté pasando un nivel -se apresuró a replicar Danglard antes de que Adamsberg se le escapara del todo-. Ni que se esté deshaciendo de su colección. Lo único que se sabe es que la ha depositado en Highgate. Y maldita sea, no es ninguna tontería. Puede decirse que ha hecho una ofrenda.

El tren salió en una exhalación al aire libre, y la frente de Danglard se relajó. Su sonrisa animó a Estalère.

– Comandante -murmuró éste-, ¿qué pasó en Highgate?

Como solía pasar, y siempre sin querer, Estalère ponía el dedo en el lugar crucial.

5

– No sé si es bueno contar Highgate -dijo Danglard, que había pedido otra copa de champán para el cabo y se la bebía en su lugar-. Quizá sea mejor no volver a contarlo. Es uno de esos grandes túneles que cava el ser humano, ¿verdad, comisario? Y ese túnel es muy viejo, está olvidado. Quizá sea mejor dejar que se hunda solo. Porque lo malo de que un loco de atar abra un túnel es que otros pueden tomarlo después, como dijo Radstock a su manera. Eso es lo que ha pasado con Highgate.

Con la expresión distendida de quien se dispone a oír una historia agradable, Estalère esperaba que siguiera. Danglard miraba su rostro sereno, sin tener claro qué era lo que debía hacer. Llevar a Estalère al túnel de Highgate era correr el riesgo de alterar su ingenuidad. En la Brigada se había convenido tácitamente hablar de la «ingenuidad» de Estalère más que de su estupidez Cada dos por tres, Estalère metía la pata. Pero su candidez generaba a veces los beneficios insospechados de la suerte del principiante. Sucedía en ocasiones que sus desaciertos abrieran pistas, tan banales que a nadie se le habían ocurrido. No obstante, por lo general las preguntas de Estalère frenaban el ritmo. Todos intentaban responderlas con paciencia, a la vez porque le tenían aprecio y porque Adamsberg afirmaba que, algún día, su caso se arreglaría. Trataban de creerlo, se habían acostumbrado a ese esfuerzo colectivo. En realidad, a Danglard le gustaba hablar a Estalère cuando tenía tiempo. Porque así podía desplegar grandes cantidades de conocimientos sin que el joven se impacientara jamás. Lanzó una ojeada a Adamsberg, que tenía los ojos cerrados. Sabía que el comisario no dormía y que lo oía perfectamente.

– ¿Por qué quieres saberlo? -reanudó-. Esos pies pertenecen a Radstock. Se han quedado al otro lado del mar.

– Usted dijo que podrían ser una ofrenda. ¿A quién? ¿Highgate tiene propietario?

– En cierto modo. Tiene un amo.

– ¿Cómo se llama?

– El Ente -contestó Danglard con media sonrisa.

– ¿Desde cuándo?

– La parte antigua del cementerio, la parte oeste, delante de la que estuviste anteayer, se abrió en 1839. Pero, como comprenderás, el amo podía residir allí desde mucho antes.

– Sí.

– Muchos dicen que es precisamente porque el Ente vivía ya allí, en la antigua capilla de la colina de Hampstead, por lo que el lugar fue irresistiblemente elegido para crear un cementerio.

– ¿Es una mujer?

– Es un hombre. Más o menos. Y su fuerza es lo que habría atraído hacia él los muertos y el cementerio. ¿Entiendes?

– Sí.

– Hace ya tiempo que no se entierra en el oeste, se ha convertido en un lugar histórico, célebre. Hay monumentos prodigiosos, rarezas de todo tipo, difuntos famosos. Charles Dickens o Marx, por ejemplo.

Una inquietud atravesó el rostro del cabo. Estalère nunca trataba de ocultar su ignorancia, ni la grandísima preocupación que le causaba.

– Karl Marx -precisó Danglard-. Escribió un libro importante. Sobre la lucha de las clases sociales, la economía y todas esas cosas. Lo cual tuvo como resultado el comunismo.

– Sí -registró Estalère-. Pero ¿tiene eso que ver con el propietario de Hampstead?

– Di más bien «el amo», es la costumbre. No, Marx no tiene nada que ver con él. Lo digo sólo para que veas que Highgate Oeste fue famoso en el mundo entero. Y muy temido.

– Sí, puesto que Radstock tenía miedo. ¿Por qué?

Danglard vaciló. ¿Por dónde empezar esa historia? Y ¿era necesario empezarla?

– Una noche -dijo-, hace casi cuarenta años, en 1970, dos chicas volvían del instituto y tomaron un atajo a través del cementerio. Llegaron a su casa corriendo, conmocionadas: habían sido perseguidas por una silueta negra, habían visto muertos salir de sus tumbas. Una de ellas enfermó y sufrió sonambulismo. En sus crisis, iba al cementerio y se dirigía siempre hacia el sepulcro del Amo, se dijo entonces, del Amo que la llamaba. La esperaron, la siguieron, y encontraron en ese lugar decenas de cadáveres de animales vaciados de sangre. El vecindario empezó a asustarse, los rumores crecieron, los periódicos se adueñaron del fenómeno y todo se embaló. Un reverendo exorcista, con otros iluminados, fue allí para aniquilar al «amo de Highgate». Entraron en el sepulcro y encontraron un ataúd sin nombre colocado en una posición distinta de la de los demás. Lo abrieron. Ya te imaginas el resto.

– Pues no.

– Había un cuerpo en el ataúd. Pero un cuerpo que no era el de un vivo ni el de un muerto. Estaba allí tendido, perfectamente conservado. Era un hombre y era un desconocido sin nombre. El Iluminado vaciló en atravesarle el corazón con una estaca, porque la Iglesia lo prohíbe.