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– No lo asumió, eso también era verdad. Es descendiente de ese Arnold Paole. Me lo dijo en el coche cuando me llevaba a la casa. Y no bromeaba.

– Lo sé. Es un Paole auténtico en línea paterna directa. Quiero decir que está tan enfermo como su antepasado, el que comía tierra del cementerio para protegerse de Peter Plogojowitz. ¿Qué más te dijo?

– Que yo iba a morir, pero que con mi muerte contribuía a su obra de erradicación de los malditos y que era una buena muerte para un tipo como yo que no servía para nada. Explicó que una familia inmunda infectaba la suya desde hacía trescientos años y que tenía que acabar con ella. Dijo que había nacido con dos dientes, que ésa era la prueba del mal que había en él por culpa de esos otros. Pero había momentos en que no se le entendía. Hablaba demasiado rápido, tuve miedo de que se saliera de la carretera.

Zerk se interrumpió para acabar su café frío.

– Habló de su madre. Lo abandonó porque era un Paole, y se dio cuenta porque vio que ya tenía dientes al nacer. Gritó que era un «dentudo» y dejó al bebé allí, en el hospital, «como se deshace uno de un ser abyecto». Y entonces lloró, lloró de verdad. Lo veía en el retrovisor. Él no reprochaba nada a su madre. Decía: «¿Qué iba a hacer una madre con una criatura? Una criatura no es un niño». Entonces pensé que se ablandaba, que iba a soltarme, y supliqué. Pero se puso a gritar de nuevo, y el coche dio bandazos. Maldita sea, tuve miedo. Y siguió contándome su calvario de criatura.

– ¿Fue adoptado por los Josselin?

– Sí. Y a los nueve años abrió el cajón de su padre. Encontró su expediente. Se enteró de que era adoptado, del abandono de su madre y de por qué lo había hecho. Era un Paole, del linaje de los vampiros condenados. Es lo que dice. Un año después, los padres se sintieron sobrepasados por el asunto. El crío lo destrozaba todo, tapizaba las paredes con su mierda. Me lo contó así, sin sentir vergüenza, como una de las pruebas de su maldición.

– Un día de noviembre, sus padres lo llevaron a un establecimiento para que lo examinaran. Dijeron que volverían, pero no volvieron.

– Segundo abandono, vida jodida -dijo Adamsberg.

– Una especie de plog, ¿no?

– Sí, se puede ver así.

– Luego se casó con «una mujer fea pero muy sólida», y empezó a cortar los pies de los que lo amenazaban. Gente que había nacido con un diente. Un poco a tientas al principio, él mismo lo reconoció. «Estaba empezando, seguramente corté pies de seres inofensivos, que me perdonen. No les hice daño, ya estaban muertos.» Y muy pronto su mujer se fue. Un ser sin corazón, al fin y al cabo, detestable, dijo.

– Eso también es verdad.

– Luego ya estábamos en la casa, ya no necesitaba fijarse en la carretera. Había empeorado, ya no hablaba con normalidad. A veces susurraba, y yo no oía nada, a veces rugía. Me plantó el cuchillo en la mano. Me contó el árbol genealógico de los Plogojavic, ¿así es como se llaman?

– Plogojowitz.

Zerk no tenía más facilidad que él para memorizar palabras. En ese brevísimo momento, Adamsberg tuvo la sensación de conocerlo a fondo.

– De acuerdo -dijo Zerk bajando la barra de sus cejas, completamente idéntica a la del padre vigilando la cocción del potaje-. Habló del «sufrimiento inhumano», dijo que nunca había matado porque esos seres no eran humanos, sino criaturas de la tierra profunda que destruían la vida de los hombres. Yo no escuchaba del todo, me dolía, tenía miedo. Dijo que era su trabajo de gran médico el curar las plagas, librar al mundo de la «amenaza inmunda».

Adamsberg sacó un cigarrillo del paquete de Zerk.

– ¿Cómo conseguiste mi número?

– Lo robé del móvil del tío Louis en la época en que él trabajaba contigo.

– ¿Pensabas utilizarlo?

– No. Pero no me parecía normal que Louis lo tuviera y yo no.

– ¿Cómo pudiste marcarlo? ¿En el bolsillo?

– No lo marqué. Lo había grabado en el número 9, el último de los últimos.

– Eso ya es un principio.

48

Émile entró en la Brigada apoyándose en una muleta. Se enfrentaba, en recepción, con el cabo Gardon, que no entendía qué quería ese hombre a propósito de su perro. Danglard se dirigió hacia él arrastrando los pies, con traje claro, hecho inédito que suscitaba comentarios, aunque muchos menos que el arresto de Paul de Josselin, descendiente de Arnold Paole, de vida destrozada por los vampiri Plogojowitz.

Retancourt, que se mantenía a la cabeza del movimiento racional positivista, debatía desde esa mañana con los conciliadores y los paleadores de nubes, que le reprochaban haberse obstinado desde el domingo en llevar la investigación por una vía estrecha sin haber aceptado los vampiri. Cuando hay de todo en la cabeza del ser humano, había dicho Mercadet. Incluso armarios en su vientre, había pensado Danglard. Kernorkian y Froissy estaban al borde del paso al otro bando, dispuestos a creer en los vampiri, lo cual agravaba la situación. Eso debido a la conservación de los cadáveres, hecho debidamente observado, históricamente consignado, ¿quién podía explicarlo? A pequeña escala, el debate que había incendiado Occidente en la segunda década del siglo XVIII se reanudaba igual de ardientemente en los locales de la Brigada de París, sin avances notables en tres siglos.

Era ese punto, en realidad, lo que desestabilizaba a los agentes de la Brigada, el espanto que suscitaban esos cuerpos «intactos, sonrosados», rezumando sangre por sus orificios y cubiertos de piel nueva y tersa mientras la muda y las uñas viejas yacían al fondo de la tumba. Aquí el saber de Danglard acabó predominando. Poseía la respuesta, sabía el porqué y el cómo de la conservación de los cuerpos, al fin y al cabo bastante frecuente, incluso la explicación del grito del vampir al que clavan la estaca y de los suspiros de los mascadores. Se formó un corro a su alrededor, se esperaban sus palabras, se llegaba a un giro del debate en que la ciencia iba a hacer retroceder el oscurantismo un tiempo más. Danglard empezó a exponer la cuestión de los gases que a veces, dependiendo de la composición química de la tierra, en lugar de salir del cuerpo, lo inflan como un globo, tendiendo la piel, y fue interrumpido por el estrépito de un cuenco volcado allá arriba, mientras Cupido corría escaleras abajo, precipitándose hacia la recepción sin preocuparse de los obstáculos. Sin interrumpir su carrera, el perro lanzó un ladrido particular al pasar por la fotocopiadora donde se desparramaba La Bola, con las dos patas delanteras colgando en el aire.

– Aquí -comentó Danglard viendo pasar el animal casi loco de alegría- no hay ni saber ni fantasía. Sólo un amor puro sin freno ni cuestionamiento. Muy excepcional en el hombre, y muy peligroso también. No obstante, Cupido tiene educación, se ha despedido del gato, con una punta de admiración y de nostalgia.

El perro había trepado sobre Émile y se sujetaba en su pecho, jadeando, lamiendo, arañándole la camisa. Émile tuvo que sentarse, apoyando su cabeza de matón en el lomo del can.

– Su estiércol -le dijo Danglard- era el mismo que el de la camioneta.

– ¿Y el mensaje de amor del viejo Vaudel? ¿Ayudó al comisario?

– Mucho. Lo llevó hasta la muerte en un panteón pútrido.

– ¿Y el pasadizo en el sótano de la señora Bourlant, le sirvió?

– Mucho también. Lo llevó hasta el doctor Josselin.

– Nunca me gustó ese tío fatuo. ¿Dónde está el jefe?

– ¿Quieres verlo?

– Sí, no quiero que me ponga complicaciones, se podría llegar a un apaño por las buenas. Con la ayuda que le he dado, tengo moneda de cambio.

– ¿Qué apaño?

– Sólo se lo diré al jefe.

Danglard marcó el número de Adamsberg.