Выбрать главу

– Comisario, Cupido está ahora mismo pegado a Émile, que, por su parte, desea hablarle para llegar a un apaño.

– ¿Qué apaño?

– Ni idea. Sólo quiere hablar con usted.

– Personalmente -insistió Émile-. Es importante.

– ¿Cómo se encuentra?

– Aparentemente, bien. Lleva una chaqueta nueva y un broche azul en el ojal. ¿Cuándo viene?

– Estoy en una playa en Normandía, Danglard. Ahora vuelvo.

– ¿Qué hace allí?

– Tenía que hablar con mi hijo. No somos brillantes ninguno de los dos, pero llegamos a comunicar.

Pues claro, pensó Danglard. Tom no tenía aún un año, no sabía hablar.

– Ya le he dicho que están en Bretaña, no en Normandía.

– Me refiero a mi otro hijo, Danglard.

– ¿Cuál? -preguntó Danglard incapaz de acabar la frase-. ¿Qué otro hijo?

Una rabia instantánea ascendió en él contra Adamsberg. Ese cabrón había debido de procrear en otro sitio, a su manera desconsiderada, pese a que Tom acababa apenas de nacer.

– ¿Qué edad tiene ese otro? -preguntó con aspereza.

– Ocho días.

– Cabrón -susurró Danglard.

– Así son las cosas, comandante, no estaba al corriente.

– ¡Joder, usted nunca está al corriente!

– Y usted nunca me deja acabar, Danglard. Tiene ocho días para mí y veintinueve años para los demás. Está a mi lado, fumando. Tiene las dos manos vendadas. Paole lo clavó anoche en el sillón Luis XIII.

– El Zerquetscher -dijo débilmente Danglard.

– Exactamente, comandante. Zerk. Armel Louvois.

Danglard posó una mirada ciega sobre Émile y su perro.

– Es una imagen, ¿verdad? -dijo-. ¿Lo ha adoptado, o alguna chorrada de este tipo?

– En absoluto, Danglard. Es mi hijo. Lo cual divirtió tanto más a Josselin al escogerlo como cabeza de turco.

– No lo creo.

– ¿Confía usted en Veyrenc? Pues pregúntele. Es su sobrino, y lo pondrá por las nubes.

Adamsberg estaba medio tumbado en la arena y dibujaba gruesos motivos con la punta del índice. Zerk, con los brazos en el vientre, las manos aliviadas por el anestésico local, se dejaba calentar por el sol, con el cuerpo blando como el gato de la fotocopiadora. Danglard veía desfilar todas las fotos de Zerk publicadas en la prensa y se daba cuenta de hasta qué punto ese rostro le había resultado familiar. Era la verdad, chocante.

– Nada grave, comandante. Páseme a Émile.

Sin una palabra, Danglard pasó el teléfono a Émile, que se alejó hacia la puerta.

– Es idiota tu colega -dijo Émile-. No es un broche azul, es mi alfiler para bígaros. Fui a cogerlo a la casa.

– ¿Porque tenías nostalgia?

– Sí.

– ¿Qué apaño quieres hacer? -preguntó Adamsberg incorporándose.

– He hecho cuentas. Suma novecientos treinta y siete euros. Así que ahora que soy rico puedo devolverlos, y tú haces borrón y cuenta nueva. A cambio del mensaje de amor y de la puerta del sótano. ¿De acuerdo?

– ¿Sobre qué hago borrón?

– Lo de los billetes, me cago en la hostia. Uno por aquí, uno por allí, al final son novecientos treinta y siete. He llevado las cuentas.

– Ya entiendo, Émile. Por una parte, me importan un rábano tus billetes, ya te lo dije. Por otra, es demasiado tarde. No creo que a Pierre hijo, de quien te quedas la mitad de la fortuna, le haga gracia enterarse de que saqueabas a su padre y ver que le devuelves novecientos treinta y siete euros.

– Ya -dijo Émile pensativo.

– O sea que te los quedas y te callas.

– Entendido -dijo Émile, y Adamsberg pensó que se le debía de haber pegado el tic del enfermero del hospital de Châteaudun.

– ¿Tienes otro hijo? -preguntó Zerk al subirse al coche.

– Muy pequeño -dijo Adamsberg indicando el tamaño con las manos, como si la edad pudiera minimizar el hecho-. ¿Te fastidia?

– No.

Zerk era un tipo conciliador, no cabía ninguna duda.

49

El Palacio de Justicia estaba bajo las nubes, lo cual, en esa ocasión, iba muy bien con el lugar. Adamsberg y Danglard, instalados en la terraza del café de enfrente, esperaban la salida del juicio de la hija de Mordent. Eran las once menos diez en el reloj de Danglard. Adamsberg miraba los dorados del palacio, recién y cuidadosamente pintados.

– Se rascan los dorados y ¿qué se encuentra debajo, Danglard?

– Las escamas de la gran serpiente, diría Nolet.

– Junto a la Sainte-Chapelle. No pega.

– Tampoco queda tan mal. Hay dos capillas superpuestas y bien separadas. La capilla baja, reservada a la gente común, y la capilla alta, para el rey y su entorno. Siempre es lo mismo.

– La gran serpiente ya pasaba por arriba allá en el siglo XIV -dijo Adamsberg alzando los ojos hacia la punta de la aguja gótica.

– En el siglo XIII -corrigió Danglard-. Pierre de Montreuil la mandó construir entre 1242 y 1248.

– ¿Ha podido hablar con Nolet?

– Sí. El compañero de clase fue testigo, efectivamente, de la boda de Emma Carnot y un joven de veinticuatro años, Paul de Josselin Cressent, en el ayuntamiento de Auxerre. Emma estaba loca por él, su madre estaba halagada por el apellido aristocrático, pero afirmaba que Paul era un fin de raza desviada. El matrimonio no duró ni tres años. No hubo hijos.

– Mejor. Josselin no habría sido buen padre.

Danglard no recogió el guante. Prefería esperar a conocer a Zerk.

– Y habría habido otro pequeño Paole en el mundo -prosiguió Adamsberg-. Y dios sabe qué se habría imaginado. Pero no. Los Paole se van, el doctor lo ha dicho.

– Voy a ayudar a Radstock a ordenar los pies. Luego me tomo ocho días de vacaciones.

– ¿Irá a pescar al lago?

– No -dijo Danglard, evasivo-. Pienso más bien quedarme en Londres.

– Un programa bastante abstracto, en resumidas cuentas.

– Sí.

– Cuando Mordent haya recuperado a su hija, o sea esta noche, abriremos la compuerta al río de lodo del caso Emma Carnot. Que va a precipitarse desde lo alto del Consejo de Estado hasta el Tribunal Supremo, luego al fiscal, luego al tribunal de Gavernan, y se parará allí. Sin llegar a los pisos bajos del pequeño juez y de Mordent, que no interesan a nadie más que a nosotros.

– Va a ser una explosión considerable.

– Claro. La gente estará escandalizada, propondrán reformar la justicia, y luego se les hará olvidar exhumando un caso cualquiera. Y ya sabe lo que pasará después.

– La serpiente herida en tres escamas, víctima de unas convulsiones, las habrá reconstituido dentro de dos meses.

– O menos. Nosotros ponemos en marcha la contraofensiva, técnica Weill. No denunciaremos al juez de Gavernan. Lo guardaremos como granada de reserva para protegernos, proteger a Nolet y a Mordent. Técnica Weill también para encaminar desde Aviñón hasta el Quai des Orfèvres las virutas de lápiz y el casquillito. Que se perderán en algún sitio.

– ¿Por qué protegemos al cabrón de Mordent?

– Porque el camino recto no es recto. Mordent no forma parte de la serpiente, ésta se lo ha tragado entero. Se encuentra en su barriga, como Jonás.

– Como el tío en el oso.

– Ah -dijo Adamsberg-. Sabía que algún día esa historia le interesaría.

– Pero ¿qué queda de la idea de Mordent en la serpiente allá arriba?

– Una espina desagradable y el recuerdo de un fracaso. Menos da una piedra.

– ¿Qué hacemos con Mordent?

– Lo que haga él. Si lo desea, se reincorpora. Un hombre que ha caído vale por diez. Sólo usted y yo lo sabemos. Los demás piensan que es una depresión, de ahí que meta la pata. También saben que ha recuperado intactos los testículos, y hasta ahí llegan sus conocimientos. Nadie está al corriente de su visita a casa de Pierre Vaudel.

– ¿Por qué no habló Pierre Vaudel de los caballos de carreras, del estiércol?