– Su mujer no quiere que juegue.
– ¿Y quién pagó al portero del edificio, Francisco Delfino, para facilitar una falsa coartada a Josselin? ¿El mismo Josselin, o Emma Carnot?
– Nadie. Josselin dio vacaciones a Francisco. Durante los días que siguieron a lo de Garches, Francisco era Josselin. Tomó su lugar, en espera de la visita inevitable de los policías. Cuando lo vi, la portería estaba oscura, él estaba tapado con una manta, incluidas las manos. Luego fue a su piso por la escalera de servicio y se cambió para recibirme.
– Refinado.
– Sí. Salvo por su ex esposa. En cuanto Emma supo que Josselin era el médico de Vaudel, lo entendió mucho antes que nosotros. Enseguida.
– Ya sale -interrumpió Danglard-. La justicia acaba de caer.
Mordent avanzaba solo bajo la nube. Los hijos comieron uva verde y los padres tienen dentera. Su hija, libre, se iba a Fresnes a firmar papeles y recoger sus cosas. Cenaría en casa esa noche, él ya había hecho la compra.
Adamsberg cogió a Mordent del brazo, Danglard se colocó al otro lado. El comandante los miró uno tras otro como una vieja garza pillada por la policía de los policías. Como una vieja garza que ha perdido su prestigio y sus plumas, condenada a la pesca vergonzosa y solitaria.
– Hemos venido a celebrar el éxito de la justicia, Mordent -dijo Adamsberg-. A celebrar también el arresto de Josselin y la liberación de los Paole, que vuelven a su destino de simples mortales, a celebrar el nacimiento de mi hijo mayor. Son muchas cosas que celebrar. Hemos dejado las cervezas en la terraza.
La mano de Adamsberg era firme, su rostro torcido y sonriente. La luz corría bajo su piel, su mirada estaba encendida, y Mordent sabía que cuando los ojos turbios de Adamsberg se transformaban en canicas relucientes era que se aproximaba a una presa o a una verdad. El comisario lo arrastraba a marchas forzadas hacia el café.
– ¿Celebrar? -dijo Mordent con voz neutra, al no encontrar otra cosa que decir.
– Celebrar. Celebrar también la amable desaparición de las virutas de lápiz y del casquillito de debajo de la nevera.
El brazo del comandante se agitó apenas bajo los dedos de Adamsberg. Una vieja garza totalmente exhausta. Adamsberg lo sentó entre los dos como quien suelta un paquete. Le ha saltado el fusible F3, pensó, shock psicoemocional de calidad superior, inhibición de la acción. Y sin un doctor Josselin a la vista para repararlo. Al irse el descendiente de Arnold Paole, la medicina perdía a uno de los grandes.
– Se ha jodido, ¿no? -masculló Mordent-. Normal -añadió apartando sus mechas grises, estirando el cuello fuera de la camisa con ese gesto de zancuda que sólo él sabía hacer.
– Se ha jodido. Pero un dique hábilmente concebido bloqueará el río de lodo a las puertas del tribunal de Gavernan. Más allá, no se verá nada de las traiciones, sólo tierras inocentes. Nadie está informado en la Brigada, la plaza está vacante. Usted mismo. En cambio, Emma Carnot va a estallar. ¿Recibía directamente las órdenes de ella?
Mordent asintió.
– ¿En un móvil particular?
– Sí.
– ¿Dónde está?
– Quedó destruido anoche.
– Perfecto. No trate de socorrerla para protegerse, Mordent. Ella mató a una mujer, mandó disparar a Émile y luego trató de envenenarlo. Se disponía a cargarse al último testigo de su boda.
Siempre alerta, Danglard había pedido otra cerveza, que puso ante las narices de Mordent. Con gesto tan autoritario como la mano de Adamsberg y que significaba: «Bebe».
– No piense tampoco en suicidarse -añadió Adamsberg-. Sería inepto, diría Danglard, justo cuando Élaine lo necesita.
Adamsberg se levantó. El Sena corría a unos metros, hacia el mar, que a su vez corría hacia América, que corría hacia el Pacífico, que volvía hasta allí.
– Vratiću se -dijo-, voy a andar.
– ¿Qué dice? -preguntó Mordent, sorprendido, por un instante vuelto a la normalidad, cosa que pareció buena señal a Danglard.
– Es un trocito de los vampiri de Kisilova que se le ha quedado en el cuerpo. Acabará yéndosele. O no. Con él nunca se sabe.
Adamsberg volvía hacia ellos, preocupado.
– Danglard, ya me lo ha dicho, pero no me acuerdo, ¿de dónde viene el Sena?
– De la meseta de Langres.
– ¿No es del monte Gerbier-de-Jonc?
– No, eso es el Loira.
– Hvala, Danglard.
– De nada.
Eso significaba «gracias», explicó Danglard a Mordent. Adamsberg volvió hacia el río con sus andares balanceantes, sujetando con un dedo la chaqueta echada al hombro. Mordent levantó torpemente el vaso, como un hombre que no sabe si aún puede, lo dirigió vacilante hacia Adamsberg a lo lejos, y hacia Danglard a lo cerca.
– Hvala -dijo.
50
Adamsberg caminó más de una hora por el muelle, lado sol, escuchando a las gaviotas gritar en francés, móvil en mano, a la espera de una llamada de Londres que recibió a las dos y cuarto, tal como le había prometido Stock. La conversación fue muy breve, ya que Adamsberg sólo había hecho una pregunta al superintendente Radstock, a la cual bastaba responder con «sí» o «no».
«Yes», dijo Radstock, y Adamsberg le dio las gracias y colgó. Luego dudó unos instantes y eligió el número de Estalère. El cabo sería el único en no oponerle ni comentario ni crítica.
– Estalère, vaya a ver a Josselin al hospital, tengo un mensaje para él.
– Sí, comisario, apunto.
– Dígale que el árbol de Hampstead Heath está muerto.
– ¿Hampstead Heath, la colina de Highgate?
– Eso es.
– ¿Nada más?
– No.
– Así lo haré, comisario.
Adamsberg remontó lentamente la avenida, imaginando los tocones de Kiseljevo pudriéndose alrededor de la tumba.
¿Dónde volverán a crecer, Peter?
Fred Vargas