– ¿Por qué quería atravesarlo?
– Estalère, ¿no sabes cómo se aniquila a los vampiros?
– Ah -dijo pausadamente el joven-. Porque era un vampiro.
Danglard suspiró, frotó la ventana del tren para quitar el vaho.
– Eso es, por lo menos, lo que creyeron los iluminados, y por eso estaban allí con las cruces, los ajos, las estacas. Delante del ataúd abierto, el Iluminado declamó las palabras del exorcismo: «Adelante, ser pérfido, portador de todos los males y de todas las falsedades. Cede tu sitio, criatura viciosa».
Adamsberg abrió los ojos, vivos.
– ¿Conocía la historia? -preguntó Danglard con cierta agresividad.
– No ésta. Otras. En ese momento, se oye un rugido tremendo, un ruido inhumano.
– Eso fue lo que pasó. Un gemido espantoso resonó en el sepulcro. El Iluminado echó los ajos y selló la entrada de la tumba con ladrillos.
Adamsberg se encogió de hombros.
– Con ladrillos no se detiene a un vampiro.
– Efectivamente, la cosa no funcionó. A los cuatro años, corrió el rumor de que una casa del vecindario estaba encantada. Una vieja casa victoriana de estilo gótico. El Iluminado registró la casa y encontró un ataúd en el sótano, que reconoció como el ataúd que había emparedado cuatro años antes en el sepulcro.
– ¿Había un cuerpo dentro? -preguntó Estalère.
– No lo sé.
– Había una historia más antigua, ¿no? -dijo Adamsberg-. O quizá Stock no sintiera ese temor.
– No tengo ganas de contarla -masculló Danglard.
– Pero Stock la conoce, comandante. De modo que deberíamos conocerla también.
– Ése es su problema.
– No. Nosotros también lo vimos. ¿Cuándo empezó esa historia?
– En 1862 -respondió Dangard con repugnancia-. Veintitrés años después de la apertura del cementerio.
– Siga, comandante.
– Ese año, una tal Elizabeth Siddal fue enterrada allí. Había muerto de un exceso de láudano. Una sobredosis de antaño -añadió volviéndose hacia Estalère.
– Entiendo.
– Su marido era el famoso Dante Gabriel Rossetti, pintor prerrafaelista y poeta. A Elizabeth la enterraron con un libro de poemas de su esposo.
– Llegamos dentro de una hora -interrumpió Estalère, bruscamente alarmado-. ¿Tenemos tiempo?
– No te preocupes. A los siete años, el marido mandó abrir el ataúd. Existen al menos dos versiones. Según la primera, Dante Rossetti se arrepintió de su gesto y quiso recuperar el libro para publicarlo. Según la otra, no se hacía a la idea de la muerte de su mujer, y tenía un amigo temible llamado Bram Stoker. Estalère, ¿has oído hablar de él?
– Nunca.
– Es el creador literario de Drácula, un vampiro importantísimo.
Estalère frunció las cejas alarmado.
– La historia de Drácula es una ficción -explicó Danglard-, pero es notorio que la cuestión fascinaba enfermizamente a Bram Stoker. Conocía los ritos que ligan los seres humanos a los que nunca mueren. Y era amigo de Dante Rossetti.
Bajo el efecto de la concentración, Estalère retorcía otra servilleta de papel, tenso como estaba, para que no se le escapara detalle.
– ¿Quieres champán? -preguntó Danglard-. Te aseguro que tenemos tiempo. Es desagradable, pero corto.
Estalère lanzó una mirada a Adamsberg, aparentemente indiferente, y aceptó. Si quería escuchar a Danglard, era correcto que bebiera champán.
– Bram Stoker se interesó apasionadamente por el cementerio de Highgate -prosiguió Danglard deteniendo a la azafata-. Allí es donde hace vagar a Lucy, una de sus protagonistas, y así es como crea la fama del lugar. O, según dicen algunos, Stoker se vio impulsado a hacerlo por el Ente mismo. Según esta versión, Stoker fue quien incitó a su amigo a volver a ver a su mujer muerta. Sea como fuera, Dante abrió el ataúd siete años después de su fallecimiento. Y en ese momento, aunque quizá fuera antes, se abrió el túnel negro de Highgate.
Danglard calló, como preso en las sombras de Dante, bajo la mirada precisa de Adamsberg y la expresión inquieta de Estalère.
– De acuerdo -dijo Estalère en voz baja-. Abre el ataúd. Ve algo.
– Sí. Descubre con espanto que su mujer está intacta, que conserva su melena larga y pelirroja, que tiene la piel flexible y sonrosada, y las uñas largas, como si acabara de morir, incluso mejor. Y ésa es la verdad, Estalère. Como si esos siete años le hubieran aprovechado. No había el menor rastro de descomposición.
– ¿Es eso posible? -preguntó Estalère apretando su copa de plástico.
– En todo caso, eso fue lo que pasó. Tenía las mejillas rojas de los supervivientes, casi demasiado rojas. El detalle fue ampliamente descrito por testigos, te lo aseguro.
– Pero ¿el ataúd era normal? ¿De madera?
– Sí. Y la conservación milagrosa de Elizabeth Siddal tuvo una repercusión enorme en Inglaterra y más allá. Enseguida se vio en ella la marca del Ente y se decretó que había tomado posesión del cementerio. Se celebraron ceremonias, se vieron apariciones, se cantaron sortilegios para el Amo. A partir de entonces, el túnel quedó abierto.
– Y la gente entró en él.
– Muchos, a miles. Hasta las dos jóvenes que fueron perseguidas.
El tren iba frenando al aproximarse a la estación del Norte. Adamsberg se incorporó, sacudió la chaqueta hecha una bola y se alisó el pelo con la mano.
– ¿Qué pinta en todo eso el colega Stock? -preguntó.
– Radstock formó parte de la cuadrilla de policías que fue enviada allí cuando se tuvo noticia de la sesión de exorcismo. Vio el cuerpo intacto, oyó al Iluminado arengar al vampiro. También supongo que era joven e impresionable. Y que encontrar hoy pies de muertos en ese lugar le desagrada profundamente. Porque se dice que el Ente sigue reinando en las tinieblas de Highgate.
– ¿Ésa es la ofrenda? -preguntó Estalère-. ¿El Cortapiés ha hecho un regalo al Ente?
– Es lo que piensa Radstock. Teme que un loco de atar despierte la pesadilla de Highgate. Y el poder de su amo dormido. Pero seguramente la cosa no llega tan lejos. El Cortapiés quiere acabar con su colección, de acuerdo. No puede tirar unos objetos tan valiosos a un vertedero.
– Y elige un lugar a la altura de sus fantasías -dijo Adamsberg-. Elige Jaijgueit, donde los pies podrán revivir.
– Highgate -corrigió Danglard-. Lo cual no implica que el Cortapiés crea en el Ente. Lo que importa es el carácter del lugar. En cualquier caso, todo eso sucedió del otro lado de la Mancha, lejos de nosotros.
El tren frenaba en el andén, Danglard cogió su maleta con brusquedad, como para poner fin con ese gesto muy real al entumecimiento que había provocado su historia.
– Pero, cuando uno ha visto algo de este orden, Danglard -dijo Adamsberg con suavidad-, se desprende una esquirla que se queda para siempre en él. Todo lo muy bello o lo muy feo abandona un fragmento de sí en los ojos de quienes lo miran. Es cosa sabida. De hecho, así es como se lo reconoce.
– ¿Qué cosa?
– Lo que he dicho. La gran belleza o la gran fealdad. Se la reconoce por ese choque, por esa parcela que permanece.
Al recorrer el andén, Estalère tocó el hombro al comisario, después de que Danglard los dejara a toda prisa, como arrepintiéndose de haber hablado demasiado.
– Pero ¿qué hace uno después con todos esos trocitos de las cosas que ha visto?
– Los guarda. Los dispone en forma de estrella en la gran caja de cartón que llamamos memoria.
– ¿No se pueden tirar?
– No, es imposible. La memoria no tiene cubo de la basura.
– ¿Y qué hace uno entonces, si no los quiere?
– Una de dos: o los acechas para matarlos, como hace Danglard, o no les haces caso.
En el metro, Adamsberg se preguntaba en qué lugar de su memoria iban a colocarse los detestables pies de Londres, en qué rama de las estrellas, y cuánto tiempo iba a pasar antes de que fingiera haberlos olvidado. Y adónde irían a alojarse el armario comido, y el oso, y el tío, y las jovencitas que habían visto al Ente y desearon reunirse con él. ¿Y qué había sido de la que iba sola hacia el sepulcro? ¿Y del Iluminado? Adamsberg se frotó los ojos, tentado por una larga noche de sueño. De diez horas enteras, por qué no. Sólo tuvo tiempo de dormir seis.