—Se dice —comentó Jaspe hablándole a Ged— que por muchos que vengan a sentarse a esta mesa, siempre habrá lugar para otro.
Y lo había por cierto, tanto para los alborotadores grupos de muchachos que conversaban y comían con entusiasmo, como para los mayores, de capa gris sujeta al cuello por un alfiler de plata, sentados de a dos o a solas, más silenciosos, y de rostros graves y meditativos, como si tuvieran mucho en qué pensar.
Jaspe puso a Ged junto a un muchacho corpulento llamado Algarrobo, de facciones vulgares y modales toscos que no decía mucho pero que comía con voracidad. Hablaba con el acento del Confín del Levante y tenía la tez pardusca, casi negra, no pardorojiza como Ged y Jaspe y la mayoría de los habitantes del Archí iélago. Refunfuñó algo acerca de la comida cuando hubo terminado, pero luego se volvió a Ged y le dijo:
—Al menos esto no es ilusión, como tantas cosas que se ven por aquí; te queda en el estómago.
Ged no entendió, pero el muchacho le parecía simpático, y le gustó que se quedara con ellos después de la comida.
Bajaron a la ciudad, para que Ged la conociera. Aunque pocas y cortas, las calles de Zull serpenteaban y se entrecruzaban en curiosos laberintos, y era fácil perderse. La ciudad tenía un aspecto extraño, y también los habitantes, pescadores, artesanos y trabajadores como los de cualquier otro sitio, pero tan habituados a la hechicería que se practica día y noche en la Isla de los Sabios, que ellos mismos parecían medio hechiceros. Hablaban (como Ged lo había aprendido por experiencia) en enigmas, y ninguno de ellos pestañeaba cuando veían que un chiquillo se transformaba en pez o una casa volaba por los aires. Sabían que se trataba de la travesura de algún escolar, y, seguían remendando zapatos o descuartizando reses…
Alejándose de la Puerta Trasera y los jardines de la Casa, los tres muchachos cruzaron un puente de troncos sobre las aguas cristalinas del Arroyo Zull y fueron hacia el norte por bosques y prados. El sendero subía y serpeaba. Atravesaron los encinares de sombras espesas, aunque brillaba el sol. No muy lejos, a la izquierda, había un bosquecillo que Ged nunca veía con claridad. El sendero llevaba hacia el bosque pero parecía interminable. Ged ni siquiera alcanzaba a distinguir qué clase de árboles eran aquellos. Algarrobo, advirtiendo cómo miraba, le dijo en voz baja:
—Ése es el Bosquecillo Inmanente. Todavia no podemos llegar…
En los prados bañados por el sol había unas flores doradas.
—Hierba centella —dijo Jaspe—. Crece donde el viento sembró las cenizas del incendio de llien, cuando Erreth-Akbé defendió las Islas Interiores de los ataques del Señor del Fuego. —Sopló la corola de una flor marchita y las semillas volaron en el viento como chispas rojizas a la luz del sol.
El sendero subió zigzagueando y los llevó hasta la base de una gran colina verde, redonda y sin árboles, la misma que Ged había visto desde el navío cuando entraban en las aguas encantadas de la Isla de Roke. En el flanco de la colina, Jaspe se detuvo.
—En mi tierra natal, Havnor, he oído muchas cosas de la magia gontesca, y siempre en alabanza, y he deseado desde hace tiempo ver cómo la practican. Y he aquí que ahora tenemos entre nosotros a un gontesco; y estamos en las laderas del Collado de Roke, cuyas raíces penetran hasta el centro mismo de la tierra. Aquí todos los sortilegios son poderosos. Haznos un embrujo, Gavilán. Muéstranos tu estilo.
Confuso y tomado por sorpresa, Ged no dijo nada.
—Más tarde, Jaspe —dijo Algarrobo con su llaneza habitual—. Déjalo en paz un rato.
—0 es hábil o tiene poder, de lo contrario el portero no hubiera permitido que entrase. ¿Y por qué más tarde, y no ahora? ¿No es así, Gavilán ?
—Soy hábil y tengo poder —replicó Ged—. ¿De qué estás hablando?
—De ilusiones, desde luego… trucos, juegos de apariencias. ¡Como éste!
Jaspe a untó a la ladera con el índice y pronunció unas palabras extrañas. Un hilo de agua corrió entre las hierbas verdes, y luego creció y se precipitó en un torrente colina abajo. Ged metió la mano en la corriente y la sintió mojada; bebió un poco y parecía agua fresca, aunque nunca calmaría la sed, pues era mera ilusión. Con otras palabras Jaspe hizo desaparecer el torrente y las hierbas secas ondularon a la luz.
—Ahora tú, Algarrobo —dijo Jaspe sonriendo, tranquilo. Al arrobo se rascó la cabeza con una expresión sombría, pero tomó un poco de tierra en la mano y empezó a canturrear con voz desafinada, mientras acariciaba, apretaba, modelaba con los dedos oscuros el pe pequeño terrón que de pronto se transformó en una bestezuela, un moscardón o un abejorro, y echó a volar zumbando por encima del Collado, y desapareció.
Ged observaba la escena apabullado. ¿Qué sabía él? Sólo simples brujerías de aldea, encantamientos para llamar a las cabras, curar verrugas, mover pesos o reparar cacharros.
—Yo no echo esa clase de sortilegios —dijo. Para Algarrobo, que quería continuar el paseo, la discusión había terminado. Pero Jaspe insistió.
—La magia no es un juego. Nosotros los gontescos no la practicamos ni por placer ni por halago —respondió Ged con altanería.
—¿Por qué la practicáis entonces? —Inquirió Jaspe—. ¿Por dinero?
—No —gritó Ged. No encontró otra manera de ocultar que no lo sabia y no sentirse humillado.
Jaspe se echó a reír, no de mal talante, y reanudó la marcha, guiando a sus dos compañeros alrededor del Collado de Roke. Y Ged lo siguió, cabizbajo, y dolorido, diciéndose que se había comportado como un tonto, y por culpa de Jaspe.
Esa noche, mientras yacía envuelto en la capa sobre el colchón de la celda, fría y oscura, en el silencio profundo de la Casona de Roke, la extrañeza del lugar y el pensamiento de todos los hechizos y sortilegios que allí se habían obrado empezaron a oprimirlo. Las tinieblas lo cercaron y sintió miedo.
Hubiera querido estar en cualquier parte menos en Roke. En ese momento Algarrobo, con una pequeña esfera de luz azulada que flotaba sobre él y le alumbraba el camino, apareció en la puerta y pidió permiso para entrar y conversar un rato. Le preguntó a Ged acerca de Gont y luego habló con afecto de las islas del Confín del Levante, donde había nacido, contando cómo el humo de los hogares aldeanos se eleva y flota en la noche sobre el mar apacible, entre las isletas de nombres curiosos: Korp, Kopp y Holp, Venway y Vemish, Iffish, Koppish y Sneg. Cuando dibujó con el dedo los contornos de esas islas sobre el suelo empedrado, para que Ged pudiera ver cómo estaban dispuestas, las líneas brillaron débilmente, como si las dibujara con una varilla de plata. Algarrobo había estado tres años en la Escuela y pronto sería nombrado hechicero; practicar las artes mágicas menores era para él algo tan natural como la práctica del vuelo para un pájaro. Pero tenía además un arte más grande, un arte que no se aprende: el de la bondad. Esa noche, y para siempre, le ofreció y dio a Ged su amistad, una amistad firme y sincera que Ged retribuyó de buen grado.
Sin embargo, Algarrobo era también amigo de Jaspe, que el primer día había puesto en ridículo a Ged. Y eso Ged no lo olvidaba, ni tampoco Jaspe, al parecer, pues siempre le hablaba a Ged con una voz cortes y una sonrisa burlona. Ged no iba a permitir que Jaspe lo desdeñara ni que lo tratase con condescendencia. juró demostrarle a Jaspe, y a todos aquellos para quienes Jaspe era una especie de cabecilla, que grande era en verdad su poder… algún día. Porque ninguno de ellos, pese a tantos trucos ingeniosos, había salvado una aldea con un encantamiento. De ninguno de ellos había escrito Ogión que sería el más grande de los magos de Gont.
Fortalecido con estos pensamientos, Ged se dedicó por entero a las tareas que le encomendaban, las lecciones, artes y habilidades que enseñaban aquellos Maestros de capa gris, a quienes llamaban los Nueve.
Parte de cada día estudiaba con el Maestro Cantor, aprendiendo las Gestas de los héroes y los cánticos del saber, comenzando con el más antiguo de todos: la Creación de Ea. Luego, en compañía de una docena de muchachos, se ejercitaba con el Maestro de Vientos en las artes del viento. En los días claros de primavera y de comienzos del verano se paseaban en frágiles balandros practicando el arte de timonear por la palabra, apaciguando las olas, hablando con los aires del mundo y levantando el viento mágico. Estas son artes intrincadas y a menudo la botavara iba a dar contra la cabeza de Ged, cuando el balandro corcoveaba bajo un viento que de repente cambiaba de rumbo, o chocaba con otra embarcación, pese a que tenían la bahía entera para navegar, y a veces los otros tripulantes se arrojaban al mar sin previo aviso, cuando una ola inesperada y gigante ca hacía zozobrar el balandro. Había días de expediciones más apacibles, en tierra, con el Maestro de Hierbas que enseñaba las costumbres y propiedades de las cosas que crecen; y el Maestro Malabar que enseñaba prestidigitación y destreza de manos, y los rudimentos de la Transformación.