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La intolerable luminosidad empezó a disiparse, y poco a poco los bordes desgarrados del mundo volvieron a unirse. En algún lugar cercano hablaba una voz, tan suave como los murmullos de un árbol o el canturreo de una fuente.

Las estrellas empezaron a brillar otra vez y la luna apareció y blanqueó las hierbas en la ladera de la colina. Restañada la herida de la noche, el equilibrio entre la luz y la oscuridad había sido restaurado. La sombra-bestia se había desvanecido. Ged yacía tendido de espaldas, los brazos abiertos aún en aquel ademán de bienvenida e invocación. La sangre le ennegrecía la cara y unas manchas negras le cubrían la camisa. El pequeño otak temblaba apretado contra el hombro de Ged. Junto a Ged se alzaba la figura de un hombre viejo con una capa que resplandecía, pálida a la luz de la luna: el Archimago Nemmerle.

El extremo del báculo de Nemmerle, un reflejo plateado, revoloteó sobre el pecho de Ged, rozándole una vez el corazón, una vez los labios, mientras Nemmerle murmuraba. Ged se agitó y los labios se le abrieron como buscando aire. Entonces el Archimago alzó el báculo y posándolo en el suelo se apoyó en él pesadamente con la cabeza gacha, como si no le quedaran fuerzas para mantenerse en pie.

Algarrobo descubrió entonces que podía moverse. Miró alrededor y vio que ya había otros allí, los Maestros de Invocaciones y Transformaciones. Un acto de alta magia no opera sin atraer a hombres como ellos, y en casos de necesidad tienen medios que les permiten acudir con extraordinaria rapidez, aunque ninguno había sido tan rápido como el Archimago. Enviaron a unos aprendices en busca de ayuda, y algunos de ellos regresaron en seguida con el Archimago, y otros, entre ellos Algarrobo, trasladaron a Ged a las cámaras Maestro de Hierbas.

El Invocador permaneció toda esa noche en el collado, alerta y vigilante. Mas todo era quietud y silencio ahí en la ladera, donde la sustancia del mundo había sido desgarrada. Ninguna sombra reptó a la luz de la luna buscando la grieta por la que podía retomar a su propio dominio. Había huido de Nernmerle y de las poderosas murallas de magia que circundaban y protegían la Isla de Roke, pero ahora estaba en el mundo. Escondida, acechaba en algún lugar. Si Ged hubiese muerto esa noche, el espectro hubiese intentado reencontrar la puerta que él había abierto, y seguirlo hasta el reino de las sombras o regresar a quién sabe qué mundo misterioso del que había venido. Por eso el Invocador veló la noche entera en el Collado de Roke. Pero Ged no había muerto.

Lo habían acostado en la cámara de curación, y el Maestro de Hierbas le atendía las heridas de la cara, el cuello y el hombro. Eran heridas profundas, desgarradas, malignas. La sangre negra manaba a borbotones y no restañaba, ni aun con la ayuda de los ensalmos y de las hojas de perriote recubiertas de telaraña que los curadores aplicaban sobre las heridas. Ged yacía ciego y mudo, temblando de fiebre como leña menuda que ardiera a fuego lento, y no había hechizo capaz de aplacar ese fuego.

No lejos de allí, en el patio a cielo abierto donde canturreaba la fuente, yacía el Archimago también inmóvil, y frío, muy frío: sólo en los ojos parecía tener vida, y a la luz de la luna contemplaba las pequeñas cascadas y el leve movimiento de las hojas. Los que estaban junto a él no lo atendían ni recitaban ensalmos. De vez en cuando hablaban entre ellos en voz baja y luego observaban al Señor. Nemmerle yacía inmóviclass="underline" la nariz a aguileña, la frente alta y los cabellos blanqueados por la claridad lunar, tenían todos el color del hueso. El esfuerzo de dominar el sortilegio desbocado y apartar la sombra de Ged había agotado a Nemmerle. Yacía moribundo. Pero la muerte de un gran mago, que ya ha transitado tantas veces por las áridas y escarpadas laderas del reino de la muerte, es una cosa extraña: pues el mago no parte a ciegas, sino con confianza, ya que conoce el camino. Cuando la mirada de Nemmerle se elevó a través de las hojas del árbol, los que estaban con él no supieron si contemplaba las estrellas del estío que desaparecían a la claridad del alba, o esos otros astros que jamás se ocultan sobre las colinas de la noche eterna.

El cuervo de Osskil, que lo acompañara durante treinta años, había desaparecido. Nadie lo había visto partir.

—Ha querido precederlo en el vuelo —dijo el Maestro de las Formas, que velaba junto a los otros.

Llego el día, cálido y luminoso. En la Casa y en las calles de Zuil reinaba el silencio. Ninguna voz se alzo hasta cerca del mediodía cuando las campanas de hierro tocaron a rebato en la Torre del Cantor, tañendo con voces ásperas.

Al día siguiente los Nueve Maestros de Roke se reunieron en algún lugar secreto bajo los árboles umbríos del Bosquecillo Inmanente. Incluso allí levantaron alrededor nueve muros de silencio, para que nadie, persona o otestad, pudiese hablarles 0 escucharlos mientras elegían entre los magos de Terramar al nuevo Archimago. Gensher de Way fue el elegido. Un navío fue enviado en seguida a través del Mar Interior a la Isla de Way para que llevase el Archimago a Roke. El Maestro de Vientos se instaló en la popa, levantó un viento de magia, y la nave partió rápidamente y desapareció.

Nada supo Ged de todos estos acontecimientos. Durante cuatro semanas de aquel estío bochornoso permaneció acostado, ciego, sordo y mudo, aunque a veces gemía y aullaba como un animal. Al fin, a medida que obraban los pacientes cuidados del Maestro de Hierbas, las heridas se le cerraron y la fiebre lo abandonó. Poco a poco parecía oír otra vez, pero continuaba sin poder hablar. En un claro día de otoño el Maestro de Hierbas abrió las persianas del cuarto. Desde la oscuridad de aquella noche en el Collado de Roke, Ged había estado envuelto en tinieblas. Aquella mañana vio la luz del día, el sol radiante. Escondió entre las manos la cara cubierta de cicatrices, y lloró.

Cuando llegó el invierno hablaba todavía con lengua torpe, tartamudeando. El Maestro de Hierbas lo retuvo en las cámaras de curación, tratando de que el cuerpo y la mente de Ged se recobraran del todo. Había comenzado ya la primavera cuando el Maestro le dejó abandonar la celda, diciéndole que fuera a ver al Archimago Gensher y le prometiera lealtad. Pues Ged no había podido hacerlo junto con los otros de la Escuela cuando Gensher había llegado a Roke.

Durante los largos meses de enfermedad no habían permitido que los aprendices lo visitaran, y ahora viendo a Ged entre ellos algunos se preguntaban: —¿Quién es? — Ged había sido un joven vivaz, ágil, y vigoroso. Ahora, lisiado por el dolor, caminaba con paso vacilante, y escondiendo la cara, cuyo lado izquierdo estaba blanco de cicatrices. Esquivó a los que conocía y a los que no conocía y se encaminó en línea recta al patio de la Fuente. Allí, donde una vez él esperara a Nemmerle, Gensher lo esperaba a él.

Como el antiguo Archimago, Gensher estaba envuelto en una capa blanca; pero como la mayoría de los hombres de Way y del Confín del Levante, Gensher era negro de tez, también los ojos eran negros, bajo las cejas pobladas.

Ged se hincó de rodillas y prometió lealtad y obediencia. Gensher permaneció un momento en silencio.

—Sé lo que has hecho —dijo al fin—, pero no qué eres. No puedo aceptar tu lealtad.

Ged se levantó y se sostuvo apoyando la mano contra el tronco del árbol junto a la fuente. Todavía era muy lento para encontrar las palabras.

—¿He de irme de Roke, mi señor?

—¿Quieres irte de Roke?