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—Estrecha es la puerta que guardas, Maestro —dijo Ged al fin—. Creo que me sentaré por aquí, en los prados, y ayunaré hasta que adelgace y pueda escurrirme dentro.

—Todo el tiempo que quieras —dijo el Portero, y sonrió.

Ged fue a sentarse entonces a la sombra de un aliso, a la orilla del Arroyo Zuil, dejando que el otak bajara a jugar a las aguas y correteara por la fangosa ribera cazando cangrejos. El sol se ponía, tardío y brillante, porque ya la primavera avanzaba hacia el verano. En las ventanas de la Casa centelleaban las linternas y las luces fatuas, y las calles del poblado de Zuil eran allá abajo un pozo de sombra. Los búhos ululaban en los tejados y los murciélagos revoloteaban sobre el riacho en la brisa crepuscular, y Ged seguía aún sentado, pensando de qué manera, si por la fuerza, la astucia o la hechicería, llegaría a averiguar el nombre del Portero. Cuanto más pensaba menos veía, entre todas las artes de hechicería que aprendiera en esos cinco años en Roke, algo que pudiese servirle para arrancar semejante secreto a semejante mago.

Se tendió sobre la hierba y durmió bajo las estrellas, con el otak en el bolsillo. Cuando salió el sol se levantó y todavía en ayunas fue a la Casa y golpeó la puerta. El Portero le abrió.

—Maestro —dijo Ged—, no soy tan vigoroso como para arrancarte el nombre por la fuerza, ni tan sabio como para sacártelo por la astucia. Me contento, pues, con quedarme aquí y aprender a servir, lo que tú prefieras: a menos que consintieras por ventura en responder a una pregunta mía.

—Hazla.

—¿Qué nombre tienes?

El Portero sonrió y le dijo el nombre; y Ged, mientras lo repetía, entró en la Casa por última vez.

Cuando salió vestía una pesada capa de viaje azul noche, un presente de la comunidad de Baja Torninga, que era el lugar al que había sido destinado, pues la población necesitaba un hechicero. Llevaba también un báculo alto como él; de madera de tejo y calza de bronce. El Portero lo despidió cuando le abrió la puerta de la Casa, la puerta de cuerno y de marfil, y Ged echó a caminar por las calles de Zull hacia el navío que lo esperaba en las luminosas aguas matinales.

El dragón de Pendor

Al oeste de Roke, entre las dos grandes tierras de Hosk y Ensmer, se agrupan las Noventa Islas. La más cercana a Roke es Serd, y la más distante, Seppish, que está casi en el Mar Pelniano; y si suman en verdad noventa, es una cuestión que nunca ha llegado a dilucidarse, pues contando sólo las islas en que hay manantiales y ríos de agua dulce, se podrían nombrar setenta, en tanto que si se considera cada peñasco, cada roca, se llegaría a cien sin haber acabado el recuento; y la marea cambia, además. En los canales estrechos que hay entre las islas, las débiles mareas del Mar Interior, frustradas e irritadas, suben muy alto y caen muy bajo, y donde con la marea alta pueden verse tres islas, con la marea baja se verá quizá sólo una. No obstante, a pesar del peligro de las mareas, los niños que saben caminar, saben también remar, y todos tienen su pequeño bote de remos; las mujeres cruzan el canal para tomar una taza de té de juncovivo con la vecina; los buhoneros pregonan sus mercancías al ritmo de los golpes de remo. Todos los caminos y senderos son allí de agua salada, bloqueados sólo por las redes estrechas de casa a casa para atrapar unos pececillos llamados turbiñas, cuyo aceite constituye la riqueza de las Noventa Islas. Hay pocos puentes y ningún poblado grande. Cada islote es un tupido bosque de granjas y viviendas de pescadores, parte de una comunidad de diez o veinte islotes. Una de esas comunidades era la de Baja Torninga, la más occidental, pues no mira al Interior sino al océano desierto, ese solitario rincón del Archipiélago donde sólo asoma Pendor, la isla estragada por los dragones, y más allá, las desoladas aguas del Confin del Poniente.

Una casa esperaba allí al nuevo hechicero de la comuna. Se alzaba sobre una colina rodeada de verdes campos de cebada, y protegida el viento del oeste por un bosquecillo de píndicos, en esos días cubierto de flores rojas. Desde la puerta se veían otros tejados de paja y bosquecillos y jardines, y otras islas con tejados y campos y colinas, y entre unas y otras los incontables, laberínticos y refulgentes brazos de mar. Era una casa pobre, sin ventanas, con un suelo de tierra apisonada, pero mejor sin embargo que aquella en que Ged había nacido. Los isleños de Baja Torninga, de pie y sobrecogidos ante el hechicero de Roke, le pidieron perdón por la humildad de la vivienda.

—No tenemos piedras para edificar —dijo uno.

—No somos ricos, aunque no pasarnos hambre —dijo otro.

Y un tercero:

—Al menos será seca, porque yo mismo he puesto la paja del tejado, Señor.

Para Ged era tan buena como cualquier palacio. Agradeció con sinceridad a los delegados de la comuna, y los dieciocho partieron, cada uno a su isla, en barcas de remos a anunciar a los pescadores y las mujeres que el nuevo hechicero era un hombre joven de rostro extraño y sombrío, que hablaba poco pero bien, y sin orgullo.

No había quizá muchos motivos de orgullo para Ged en este primer magisterio. Los hechiceros instruidos en Roke iban por lo común a ciudades o castillos, donde servían a grandes señores que los tenían en muy alta estima. Esos pescadores de Baja Torninga no habrían tenido entre ellos, en tiempos normales, más que una bruja o un brujo de aldea para encontrar las redes de pesca y cantar ensalmos sobre las barcas y curar a bestias y hombres. Pero en los últimos años el viejo dragón de Pendor había tenido cría: nueve dragones, decían, se cobijaban ahora en las ruinosas torres de los Señores del Mar de Pendor, y arrastrando las panzas escamosas iban y venían por las escaleras de mármol y los portales en ruinas. Como en esa isla muerta no había alimentos, llegaría un año en el que ya más fuertes, y acosados por el hambre, los nueve dragones saldrían a volar. Ya se había visto un vuelo de cuatro sobre las costas suroccidentales de Hosk, no echando fuego sino espiando los rediles, graneros y aldeas. El hambre de un dragón tarda en despertar, pero luego es difícil saciarla. Asi pues, los Isleños de Baja Torninga habían ido a Roke a suplicar que les enviasen un hechicero, para protegerlos de las amenazas que ya asomaban en el horizonte occidental, y el Archimago había considerado que estos temores estaban bien fundados.

—No estarás muy cómodo allí —le había dicho a Ged el Archimago el día en que lo nombraron hechicero—, ni conquistarás fama ni riquezas, pero quizá tampoco corras ningún riesgo. ¿Quieres ir?

—Iré —había respondido Ged, y no sólo por obediencia. Desde la noche en el Collado de Roke, desdeñaba la gloria y la fama que tanto había ambicionado en otro tiempo. Ahora ya no confiaba en sus propias fuerzas y temía poner a prueba su poder. No obstante, la historia de los dragones lo había intrigado. En Gont no se veía un dragón desde hacía cientos de años, y ningún dragón se atrevía a volar jamás al alcance del olfato, la vista o los sortilegios de Roke, de modo que también allí sólo se los conocía por canciones y cuentos; se hablaba de ellos, pero nadie los había visto. Ged había aprendido en la Escuela todo lo que podía saberse de dragones, pero una cosa es leer sobre ellos y otra tenerlos delante. La oportunidad que se le presentaba era magnífica, y respondió con vehemencia: —Iré.

El Archimago Gensher había movido la cabeza asintiendo pero lo miró con una expresión sombría.

—Dime una cosa —le había preguntado al fin—, ¿temes marcharte de Roke, o estás ansioso por irte?

—Las dos cosas, mi señor.

Una vez más Gensher asintió.

—No sé si hago bien en sacarte de la seguridad que tienes aquí —dijo voz muy baja—. No alcanzo a ver tu camino. Está todo en tinieblas. Y hay una fuerza en el norte, algo que quiere destruirte, pero qué es y dónde está, si en el pasado o en tu camino futuro, no puedo decirlo: está todo en sombras. Cuando los hombres de Baja Torninga vinieron a verme pensé en seguida en ti, porque parecía un lugar seguro y apartado. Pero no hay para ti lugares seguros, ni hacia dónde va tu camino. Y no qiero enviarte a la oscuridad…