Al principio, y tal como cabía esperar de un niño, lo que más complacía a Duny era el poder que las artes mágicas le daban sobre las aves y las bestias. Esta satisfacción lo acompañó en verdad toda la vida. Al verlo allá, en las tierras altas de pastoreo, a menudo con algún ave de rapiña revoloteando alrededor, los otros niños dieron en llamarlo Gavilán, y así tuvo el nombre con que sería conocido años más tarde, en sitios donde ignoraban su verdadero nombre.
Como la bruja no dejaba de hablar de la gloria, las riquezas y el enorme poder de los hechiceros, el muchacho se propuso aprender encantamientos más útiles. Y aprendía con una rapidez extraordinaria. La bruja no se cansaba de alabarlo, y mientras los niños de la aldea empezaban a tenerle miedo, él mismo se convencía de que muy pronto sería famoso entre los hombres.
De esta manera, palabra tras palabra y hechizo tras hechizo, estudió junto a la bruja hasta que cumplió los doce años y hubo aprendido casi todo lo que ella tenía para enseñarle. No mucho sin duda, pero suficiente para una bruja de aldea, y más que suficiente para un chiquillo de doce años. Le había enseñado todo lo que ella sabía en materia de hierbas y curaciones, y de las artes de encontrar y atar, enmendar, abrir y revelar. Todo cuanto ella conocía acerca de las historias de los trovadores y las grandes Gestas se lo había cantado a Duny; y le había enseñado todas las palabras de la Lengua Verdadera que había aprendido de su propio maestro. Y de los hacedores de lluvia y malabaristas trashumantes que iban de pueblo en pueblo por el Valle del Norte y el Bosque del Levante, Duny había aprendido trucos y habilidades, sortilegios ilusorios. Fue con uno de esos encantamientos baladíes como demostró por primera vez el gran poder que había en él.
En aquel entonces Kargad era un imperio poderoso. Las cuatro comarcas se extendían desde el Septentrión hasta el Levante: Karego-At, Atuán, Hur-at-Hur y Atnini. Los kargos hablaban una lengua muy distinta de las lenguas del Archipiélago o los otros Confines, y eran un pueblo salvaje, de tez blanca y cabellos rubios, feroces guerreros, que disfrutaban con el espectáculo de la sangre y el olor de las aldeas en llamas. El año anterior habían invadido las Toriclas y la isla fortificada de Torheven, atacándolas una y otra vez con navíos de velas rojas. Las nuevas de esas invasiones habían llegado a Gont, pero los Señores de Gont, ocupados en incursiones, poco se preocupaban por el infortunio de otras tierras. Luego cayó Spevy en manos de los kargos y fue saqueada y devastada, y esclavizada, y es aún hoy una isla en ruinas. En busca de nuevas conquistas, los. kargos navegaron luego hasta Gont, llegando en treinta galeras al Puerto del Este. Atacaron el burgo, lo tomaron e incendiaron; dejaron los navíos anclados y protegidos en el estuario del Ar, subieron por el Valle saqueando y destruyendo, matando a hombres y animales. A medida que avanzaban se dividían en bandas, y cada una de ellas depredaba y devastaba por cuenta propia. Algunos fugitivos llevaron la voz de alarma a los aldeanos de las montañas. Muy pronto los pobladores de Diez Alisos vieron cómo el humo oscurecía el cielo del Levante, y aquellos que esa noche escalaron el Gran Precipicio pudieron atisbar una bruma espesa y las rojas estrías de las llamas allí donde los campos de labranza ya listos para la cosecha eran consumidos por el fuego, y los huertos que ardían con los frutos asándose en las ramas, y las alquerías en ascuas y los graneros en ruinas.
Algunos aldeanos huían por las quebradas del monte se ocultaban en el bosque, otros se disponían luchar y otros no hacían otra cosa que dar vueltas y vueltas, lamentándose. Entre los fugitivos estaba la bruja. Se había ocultado en una cueva de la ladera del Kaperding, sellando la entrada con palabras mágicas. El padre de Duny, el forjador, se había quedado en la aldea pues no quería abandonar la fundición y la fragua, en las que trabajaba desde hacía cincuenta años. Estuvo ocupado toda la noche, forjando puntas de lanza con el metal de que disponía y otros trabajaron con él, atándolas a los mangos de azadas y rastrillos, pues no había tiempo para calzarlas e insertarlas adecuadamente. No había en la aldea otras armas que arcos de caza y cuchillos de monte, porque los montañeses de Gont no son belicosos; no es de guerreros de lo que tienen fama sino de ladrones de cabras, piratas y hechiceros.
Con el amanecer una densa niebla blanca descendió sobre el poblado, como ocurría con frecuencia durante el otoño en las partes más altas de la isla. Agazapados entre las chozas y casas diseminadas de la única calle de Diez Alisos, los aldeanos aguardaban en silencio, pertrechados, esgrimiendo los arcos de caza y las lanzas recién forjadas, sin saber si los kargos se encontraban lejos o cerca, y escudriñaban la niebla que ocultaba las formas, la distancia y los peligros.
Con ellos estaba Duny. Durante toda la noche había trabajado en los fuelles, bombeando con las largas mangas de piel de cabra los chorros de aire que alimentaban el fuego. Ahora los brazos le dolían y le temblaban de cansancio y ni siquiera podía empuñar la lanza que había elegido. No creía que pudiera combatir o al menos prestar alguna ayuda, a sí mismo o a los demás. Le enfurecía la idea de morir ensartado en una lanza karga a una edad tan temprana y de tener que penetrar en el reino de las sombras sin haber llegado a conocer su propio nombre, el nombre que en verdad le correspondía. Se miraba los brazos delgados, mojados por el rocío helado de la niebla y maldecía esa debilidad transitoria, pues sabía que el poder estaba en él. Sólo le faltaba saber cómo usarlo; y buscaba entre todos los sortilegios conocidos algún ardid que pudiera darles a él y a sus compañeros cierta ventaja, o al menos una oportunidad. Pero la mera necesidad no basta para liberar el poder: el conocimiento es indispensable.
Ya la niebla se disipaba al calor de un sol que resplandecía desnudo sobre la cima de un cielo luminoso. Cuando la bruma se fue alejando a la deriva en grandes copos y celajes de humo, los aldeanos divisaron una horda de guerreros que avanzaba montaña arriba. Acorazados con cascos de bronce, grebas y petos de cuero, y escudos de madera y bronce, y empuñando la espada y la larga lanza karga, subían con estrépito siguiendo los meandros de la empinada ribera de Ar, empenachados, en una fila desordenada, y estaban ya bastante cerca como para que se les distinguieran las caras blancas y se oyeran las palabras extrañas que se gritaban unos a otros. Esta cuadrilla de las huestes invasoras contaría con unos cien hombres, lo cual no es mucho; pero en la aldea no había más que dieciocho, entre hombres y muchachos.