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Estaba nevando, la primera nevada del invierno en las laderas bajas de la montaña de Gont. En la cabaña de Ogión, las ventanas y postigos estaban cerrados, pero se oía el golpe de los copos de nieve sobre el tejado, y la calma profunda de la nieve en toda la casa. Y así estuvieron largas horas sentados junto al fuego, mientras Ged narraba al viejo maestro lo que había ocurrido en los últimos años, desde que partiera de Gont a bordo del navío llamado Sombra.

Ogión no hizo ninguna pregunta, y cuando Ged terminó de hablar guardó silencio durante un largo rato, sereno, pensativo. Luego se levantó, puso sobre la mesa pan, queso y vino) y comieron juntos. Una vez terminada la comida y ordenado el cuarto, Ogión habló:

—Crueles cicatrices son las que tienes, muchacho —dijo.

—No tengo ningún poder contra esa cosa —respondió Ged.

Ogión sacudió la cabeza. Al cabo de un tiempo, volvió a hablar:

—Extraño —dijo—. Allá, en Osskil, tuviste poder suficiente. para vencer a un hechicero en su propio dominio. Tuviste poder suficiente para no caer en celadas y detener los ataques de los servidores de una Antigua Potestad de la Tierra. Y en Pendor para hacer frente y dominar a un dragón.

—Fue suerte lo que tuve en Osskil, no fuerza —respondió Ged, y otra vez se estremeció al pensar en aquel frío misterioso, mortal de la Corte del Terrenón—. En cuanto al dragón, yo sabía cómo se llamaba. La cosa maligna, la sombra que me persigue, no tiene nombre.

—Todas las cosas tienen nombre —dijo Ogión, con tanta seguridad que Ged no se atrevió a repetir lo que había dicho el Archimago Gensher, que las fuerzas del mal como la que él había liberado no tenían nombre. El dragón de Pendor, en verdad, le había propuesto revelarle el nombre de la sombra, pero poco confiaba en la sinceridad de aquel ofrecimiento, ni creía tampoco en la promesa de Serret de que la Piedra le revelaría el nombre que necesitaba saber.

—Si la sombra tiene nombre —dijo al fin—, no creo que se detenga a decírmelo.-…

—No —respondió Ogión—. Pero tampoco tú te detuviste para decirle el tuyo. Y sin embargo ella lo sabía. En los páramos de Osskil te llamó por tu nombre, el nombre que yo te di. Es extraño, muy extraño…

Ogión calló, pensativo. Al cabo de un rato, Ged explicó:

—He venido aquí en busca de consejo, no de asilo, Maestro. No quiero atraer a esa sombra sobre ti, y si me quedase llegaría muy pronto. Una vez tú la echaste de este mismo cuarto…

—No; aquél no era más que! el presagio, la sombra de una sombra. Ahora no podría echarla. Sólo tú puedes hacerlo.

—Pero no tengo poder ante ella. Hay quizás algún lugar… —La voz se le apagó antes de concluir la pregunta.

—No hay ningún lugar donde puedas estar a salvo —dijo Ogión con dulzura—. No vuelvas a cambiar de forma, Ged. Lo que la sombra quiere es destruir tu ser verdadero. A punto estuvo de lograrlo, al inducirte a que tomaras la forma de un halcón. No, a dónde has de ir, lo ignoro. Pero alguna idea tengo de lo que te convendría hacer. Me es muy difícil decírtelo.

El silencio de Ged exigía la verdad, y Ogión dijo al fin:

—Tienes que regresar.

—¿Regresar?

—Si continúas así, si sigues huyendo, dondequiera que huyas siempre encontrarás el peligro y el mal, porque es ella la que te lleva, la que elige tu camino. Eres tú quien ha de elegir. Tienes que hostigar a quien te hostiga. Tienes que perseguir al cazador.

Ged callaba.

—En la fuente del río Ar —prosiguió el mago—, donde el torrente cae de la montaña hasta el océano, te di tu nombre. Un hombre puede saber a dónde va, mas nunca podrá saberlo si no regresa y vuelve a su origen, y atesora ese origen. Si no quiere ser una rama desgajada que va y viene y se hunde a merced de la corriente, entonces tendrá que ser el torrente mismo, todo él desde el nacimiento hasta la desembocadura en las aguas del mar. Tú, Ged, has vuelto a Gont, has vuelto a mí. Vuélvete ahora, da la vuelta entera y busca la fuente misma, la fuente verdadera, y lo que está antes de la fuente. Sólo allí tendrás poder.

—¿Allí, Maestro? —dijo Ged con terror en la voz—. ¿Dónde?

Ogión no respondió.

—Si doy la vuelta —dijo Ged al cabo de un momento—, si como tú dices persigo al cazador, creo que la cacería no durará mucho. Todo cuanto la sombra desea es enfrentarme, cara a cara. Dos veces lo ha conseguido y dos me ha derrotado.

—La tercera es la de la magia —dijo Ogión.

Ged recorría el cuarto de arriba abajo, del hogar a la puerta, de la puerta al hogar.

—Y si me vence, si me derrota definitivamente —dijo, arguyendo tal vez con Ogión, tal vez consigo mismo—, se adueñará de mi saber y mi poder, y lo utilizará. Ahora sólo es peligrosa para mi. Pero si entra en mi y me posee, hará un mal enorme valiéndose de mí.

—Eso es cierto. Si te derrota.

—Y si huyo otra vez, volverá a encontrarme… Y en esa huida estoy consumiendo todas mis fuerzas. —Ged siguió yendo y viniendo por el cuarto un momento más. De pronto se volvió, y dijo arrodillándose a los pies del mago—: He acompañado a grandes hechiceros y he vivido en la Isla de los Sabios, mas tú, Ogión, eres mi verdadero maestro. —Hablaba con amor y con un júbilo sombrío.

—Bien —dijo Ogión—. Ahora lo sabes. Más vale tarde que nunca. Pero al final, tú serás mi maestro. —Se puso de pie, removió y atizó las ascuas en el hogar, y colgó la marmita sobre el fuego. En seguida, mientras se ponía el gabán de piel de cordero le dijo a Ged—: Tengo que llevar mis cabras al prado. Vigila el caldero.

Cuando regresó salpicado de nieve y pisoteando con fuerza, desprendiendo la nieve de las botas de piel de cabra, traía en la mano una rama de tejo larga y tosca. Durante todo el resto de la corta tarde, y después de la cena, trabajó en la vara a la luz de la lámpara, utilizando el cuchillo, la piedra de esmeril, y encantamientos. Muchas veces pasó las manos a lo largo de la madera como tratando de descubrir alguna imperfección. Ogión cantaba a menudo mientras trabajaba, Ged escuchaba todavía extenuado, y poco a poco el sueño empezaba a vencerlo, y de pronto se veía de niño en la cabaña de la bruja, en la aldea de Diez Alisos, una noche de nieve en la oscuridad, a la luz incierta de las llamas, y en el aire denso de humo, impregnado de la fragancia de las hierbas; y la mente de Ged flotaba a la deriva mientras escuchaba aquel largo canturreo que hablaba de sortilegios y de gestas de héroes en islas distantes, en tiempos remotos, en lucha contra potestades tenebrosas, vencedores o vencidos.

—Ya está —dijo Ogión, y le tendió a Ged la vara concluida—. El Archimago te dio madera de tejo, una buena elección, y yo me atengo a ella. Esta vara estaba destinada a un arco largo, pero es mejor así. Buenas noches, hijo mío.

Ged no supo cómo darle las gracias y se retiró a la alcoba. Ogión lo siguió con la mirada y dijo, en voz demasiado baja para que Ged pudiese oírlo:

—Oh mi joven halcón, ¡vuela bien!

Cuando Ogión despertó, con el frío del alba, Ged había desaparecido. Sólo había dejado, a la manera de los hechiceros, trazado en runas de plata sobre la piedra del hogar, un mensaje que se desvaneció a medida que Ogión lo leía: «Maestro, salgo de caza».

La cacería

En la oscura madrugada de invierno, antes de la salida del sol, Ged se había puesto en marcha por el camino de Re Albi, y no era aún mediodía cuando llegó al Puerto de Gont. Ogión le había proporcionado un par de sobrecalzas gontescas, una buena camisa y un chaleco de cuero y lino para reemplazar las elegantes ropas osskilianas, pero Ged había pensado que en este viaje invernal le convenía conservar la capa principesca forrada de piel de pellawi. Así ataviado, con las manos vacías, excepto la vara oscura tan alta como él, llegó a los Portales, y los soldados que holgazaneaban apoyados de espaldas contra los dragones esculpidos, no necesitaron mirarlo dos veces para reconocer al hechicero. Apartaron las lanzas y lo dejaron entrar sin hacerle preguntas, y lo siguieron con la mirada calle abajo.