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—¡Aquí estoy, yo, Ged el Gavilán, y llamo a mi sombra!

La barca crujió, las olas cuchichearon, el viento silbó un instante sobre la vela blanca. Pasaban los minutos. Ged esperaba aún, una mano apoyada en el mástil de tejo, escudriñando la llovizna helada que en líneas lentas, dispersas, se desplazaba sobre el mar desde el norte. Pasaban los minutos. De pronto, a lo lejos, bajo la lluvia y sobre el agua, la vio venir.

Se había desprendido del cuerpo de Skior, el remero osskiliano, y ya no era aquel gebbet que lo había perseguido a través de los vientos y por encima de los mares. No tenía tampoco aquella forma de bestia que él había visto en el Collado de Roke, y en sueños. Y sin embargo, tenía una forma, aun a la luz del día. Persiguiendo a Ged, luchando con él en los páramos, había perdido parte de su poder: y el hecho de que Ged la llamara, de viva voz y a la luz del sol, le había dado o impuesto cierta forma, cierta apariencia humana. Y en verdad algo se parecía ahora a un hombre, aunque como sombra que era, no proyectaba ninguna sombra. Así avanzaba sobre el mar: salida de las Fauces de Enlade y hacia Gont, una forma indistinta, inconclusa, que caminaba con torpeza sobre las olas, escrutando el viento; y la lluvia fría soplaba atravesándola. Porque la luz del sol enceguecía a la sombra, y porque él la había llamado, Ged la vio antes de que ella pudiera verlo. La reconocía, así como ella lo reconocía a él, entre todos los seres, entre todas las sombras.

En la terrible soledad del mar invernal, de pie en la barca, Ged la vio, vio aquello que temía. Tuvo la impresión de que el viento alejaba a la sombra de la barca; pero el rolar de las olas le confundía la vista, y por momentos la sombra parecia estar más cerca. No podía saber si ella avanzaba o no. Lo había visto, ahora. Aunque no sentía otra cosa que horror, miedo a un posible contacto, a ese dolor negro y frío que le sorbía la vida, Ged esperó, inmóvil. De pronto, en un arranque, llamó de viva voz al súbito y recio viento de la magia, y la barca saltó sobre las olas grises hacia la cosa que flotaba en el viento.

En completo silencio, la sombra, vacilante, dio media vuelta y huyó.

Huyó hacia el norte, remontando el viento. Remontando el viento la siguió la barca de Ged, rapidez de sombra contra arte de magia, y la lluviosa galerna contra ellos dos. Y el joven azuzó a la barca, a la vela y al viento y a las olas, como azuza un cazador a los mastines cuando el lobo huye, e hinchó aquel velamen tejido de sortilegios con un viento que habría desgarrado cualquier otra vela y que lanzó a la barca sobre las olas como una ráfaga de espuma, más cerca, siempre más cerca de la cosa que huía.

De repente la sombra dio media vuelta, y pareció más vaga e indistinta, menos un hombre y más un poco de humo llevado por el viento. Se volvió otra vez y se alejó en la galerna, junto con el viento, como si fuera hacia Gont. Ged cambió el rumbo y la barca saltó como un delfín rolando en la súbita maniobra. Más veloz que antes la siguió, pero la sombra se hacía cada vez más informe, más inconsistente. La lluvia punzante, mezclada ahora con nieve y aguanieve, le golpeaba la espalda y la mejilla izquierda, y Ged ya no alcanzaba a ver a más de cien metros. La tempestad arreció y pronto la sombra se perdió de vista. Y sin embargo, Ged sabía por dónde había ido, como si siguiera el rastro de una alimaña sobre la nieve y no a un espectro fugitivo sobre las aguas. Y aunque el viento soplaba ora de popa, mantuvo en el velamen el canturreante viento mágico, y la espuma saltó en copos alrededor, y la barca se adelantó golpeando el agua.

Durante largo tiempo presa y cazador prosiguieron aquella loca, fantasmagórica carrera, y la tarde cayó rápidamente. Ged sabía que a la velocidad con que había navegado en las últimas horas tenía que estar al sur de Gont, alejándose de la isla y yendo hacia Spevy o Torheven, o quizá ya había dejado atrás esas islas y estaba acercándose al desnudo Confín. No lo sabía y no le importaba. Él era el cazador, el perseguidor, y el terror huía delante de él.

De pronto vio a la sombra, un instante, no muy lejos. El viento del mundo había amainado y la tormenta de aguanieve se había transformado en unas nieblas cada vez más densas, frías, rasgadas. Entre esas nieblas divisó a la sombra, que huía un poco hacia la derecha. Le habló a la vela y al viento, dio un golpe de timón, y la cacería continuó, aunque era otra vez una persecución a ciegas: la niebla se espesaba rápidamente deshaciéndose en burbujas y andrajos cuando tropezaba con el viento mágico, cerrándose alrededor de la barca en un palio indefinido, mortecino, que cegaba la luz. En el instante mismo en que se pronunciaba la primera palabra del hechizo que ahuyenta las neblinas, vio de nuevo a la sombra, siempre a la derecha, pero esta vez muy próxima, y marchando lentamente. La niebla flotaba en la vaguedad sin rostro de la cabeza, y sin embargo tenía el aspecto de un hombre, aunque deformado y cambiante; la sombra de un hombre. Ged viró la barca una vez, pensando que había dado por tierra al fin con la resistencia del enemigo; en ese mismo instante la sombra se desvaneció y lo que fue a dar por tierra fue la barca, al encallar y estrellarse contra el bajío rocoso que la niebla envolvente había ocultado. A punto de ser arrojado por la borda, Ged logró aferrarse al mástil-vara antes que la rompiente golpeara obra vez. Una ola enorme sacó a la barca del agua y la lanzó sobre una roca, como un hombre que levantara y aplastara un caracol.

La vara que Ogión había tallado era mágica y sólida. No se rompió, y flotó en el agua como un tronco seco. Ged, siempre aferrado a ella, fue arrastrado por el reflujo a aguas más profundas, a salvo así, hasta la próxima ola, de estrellarse contra las rocas. Cegado por el salitre, sin aliento, trató de mantener a cabeza fuera del agua, de luchar contra el poderoso empuje del mar. Había una playa de arena un poco más allá de las rocas; la había visto un par de veces mientras nadaba alejándose de la rompiente. Esforzándose aún más y ayudado por el poder de la vara trató de acercarse a la orilla. No lo consiguió. El flujo y el reflujo de la marea lo sacudían de aquí para allá como un harapo, y las aguas profundas le sorbían rápidamente el calor del cuerpo, debilitándolo hasta que no pudo moverse. Había perdido de vista las rocas y la playa, y ya ni siquiera sabía para qué lado estaba mirando. Alrededor de él, de ajo de él, encima de él todo era un tumulto de agua que lo cegaba, lo estrangulaba, lo ahogaba.

Una ola se hinchó bajo la niebla desgarrada, lo envolvió y lo hizo rodar y rodar hasta arrojarlo como un trozo de madera sobre la arena.

Y allí quedó Ged abrazado siempre a la vara de tejo, acosado por las olas más débiles que en un precipitado reflujo trataban de arrastrarlo otra vez fuera de la arena, mientras la niebla se abría y se cerraba por encima de él. Poco después una lluvia de aguanieve empezó a golpearlo.

Por fin, después de mucho tiempo, Ged se movió. Se incorporó apoyándose sobre las rodillas y las manos, y se arrastró lentamente playa arriba, apartándose de la orilla del mar. Era ya de noche, pero susurró una palabra, y una pequeña luz fatua flotó alrededor de la vara. Guiado por esa luz, avanzó poco a poco hacia las dunas. Se sentía tan extenuado, tan des echo, tan transido de frío que ese arrastrarse por la arena mojada en la oscuridad sibilante, sacudida por el estruendo del mar, le pareció el trabajo más penoso de todos los que había hecho hasta entonces. Y una o dos veces le pareció que el ruido atronador del viento y el mar se extinguían, y que la arena mojada se convertía en polvo cuando la tocaba, y sintió detrás de él la mirada inmóvil de unas estrellas desconocidas; pero no levantó la cabeza, y siguió gateando, trepando, y al cabo de un rato oyó el jadeo de su propia respiración y sintió en la cara los latigazos inclementes del viento y la lluvia.

El movimiento le devolvió al fin un poco de calor, y cuando hubo trepado hasta las dunas, donde las ráfagas de viento y lluvia eran menos ásperas, consiguió ponerse de pie. Habló para que la vara diera más luz, pues el mundo era ahora completamente negro, y luego, apoyándose en la vara, siguió caminando, tambaleándose y deteniéndose, hasta recorrer cerca de un kilómetro tierra adentro. De pronto, desde la cresta de una duna oyó el ruido del mar, más fuerte, no detrás de él sino delante: las dunas descendían una vez más hacia otra orilla. No se encontraba en una isla sino en un arrecife, un pequeño montículo de arena en medio del océano.