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Los dos jóvenes se trataban por lo tanto con cierta timidez, pero Milenrama, dueña y señora de su propia casa, pronto perdió el temor que había sentido al principio en presencia de Ged. El era muy amable con ella, y ella le hacía muchas preguntas, pues Algarrobo, decía, nunca le explicaría nada. Estuvo muy atareada esos días preparando galletas de trigo y otras provisiones de viaje como carne y pescado secos, hasta que Ged le dijo que ya bastaba, pues no tenía intención de navegar sin escalas hasta Selidor.

—¿Dónde queda Selidor?

—Muy, muy lejos, en el Confín del Poniente, donde los dragones son tan comunes como los ratones.

—En ese caso, mejor harías en quedarte en el Levante, pues nuestros dragones son pequeños corno ratones. Aquí está vuestra carne; ¿estás seguro de que bastará? Escucha, hay algo que no entiendo: tú y mi hermano sois poderosos hechiceros, agitáis una mano, murmuráis una palabra y es cosa hecha. ¿Cómo podéis tener hambre, entonces? Cuando llega a la hora de la cena en el mar, ¿por qué no dices pastel de carne», y el pastel de carne aparece, y os lo coméis?

—Bueno, podríamos hacerlo. Pero no nos atrae demasiado eso de comernos nuestras propias palabras. Al fin y al cabo «pastel-de-carne» no es más que una palabra… Podemos darle aroma, sabor y hasta consistencia, mas no deja de ser una palabra. Engaña al estómago, pero no da fuerzas al hambriento.

—Los hechiceros, entonces, no son cocineros —dijo Murre que estaba sentado frente a Ged, del otro lado del hogar, tallando la tapa de una caja de madera; era ebanista de oficio, aunque no muy aplicado.

—Los cocineros son hechiceros, por desgracia —dijo Milenrama, que estaba de rodillas mirando la última hornada de galletas, que empezaban a dorarse en los ladrillos del hogar—. Pero todavía no entiendo, Gavilán. He visto a mi hermano, y hasta al aprendiz, iluminar un sitio oscuro con una sola palabra ¡y la luz brilla, ilumina, no es una palabra sino una luz con la que puedes alumbrarte!

—Oh, sí —respondió Ged—. La luz es un poder. Un gran poder, que hace posible nuestra existencia, pero que existe por sí misma, más allá de nuestras necesidades. La luz del sol y la luz de las estrellas son tiempo, y el tiempo es luz. A la luz del sol, en los días y los años, la vida es. En un lugar oscuro, la vida puede llamar a la luz, nombrándola. Pero por lo, general cuando ves que un hechicero nombra o invoca, cuando hace aparecer algún objeto, no es lo mismo, no llama a un poder mayor que él, y lo que aparece es sólo una ilusión. Invocar una cosa que no está presente, llamarla pronunciando el verdadero nombre, es una gran maestría, y no hay que utilizarla en cuestiones menores. No para calmar el hambre. Milenrama, tu pequeño dragón te ha robado una galleta.

Tan pendiente había estado Milenrama de las palabras de Ged, mirándolo mientras hablaba, que no advirtió que el harrekki saltaba de la percha caliente en el gancho de la marmita y se llevaba una galleta de trigo más grande que él. Poniendo a la criatura escamosa sobre la rodilla, Milenrama lo alimentó con cortezas y migas, mientras pensaba en lo que Ged había dicho.

—De modo que si hicieses aparecer un verdadero pastel de carne, perturbarías eso que cita siempre mi hermano… no recuerdo el nombre…

—El Equilibrio —dijo Ged en tono grave, pues ella estaba muy seria.

—Sí. Pero cuando naufragaste, volviste a navegar en una barca tramada con sortilegios, y no hacía agua. ¿Era pura ilusión?

—Bueno, era en parte ilusión, porque no me gusta ver el mar a través de los agujeros de mi barca, y entonces los emparché, disfrazando las apariencias. Pero la solidez de la barca no era ilusoria, ni el resultado de una invocación; en eso intervino otra clase de arte, un sortilegio de atadura. La madera estaba unida en un todo, en una cosa íntegra, un bote. ¿Qué es un bote sino una cosa que no hace agua?

—A veces hacen agua, yo he tenido que achicar algunos —dijo Murre.

—Bueno, también el mío habría hecho agua, si no hubiese mantenido el sortilegio —dijo Ged, e inclinándose sobre los ladrillos tomó una galleta caliente y la hizo saltar entre las manos—. Yo también he robado una galleta.

—Y te has quemado los dedos. Y cuando estés muerto de hambre en la inmensidad del mar, y lejos de todas las islas, pensarás en esta galleta y dirás entonces: «¡Ah! si no hubiera robado esa galleta podría comérmela ahora»… Me comeré la de mi hermano, y como tú morirá de hambre.

—Así se mantiene el equilibrio —observó Ged mientras ella masticaba una galleta tostada a medias; la tentó la risa y se atragantó. Pero Milenrama recobró en seguida la compostura y le dijo a Ged: —Ojalá pudiera entender lo que hablas. Soy demasiado estúpida.

—Hermanita —dijo Ged—, soy yo quien no tiene talento para explicar. Si hubiera más tiempo…

—Habrá más tiempo —dijo Milenrama—. Y cuando mi hermano vuelva, tú vendrás con él, al menos una temporada, ¿verdad que sí?

—Si puedo —respondió Ged con dulzura.

Hubo un breve silencio; luego Milenrama pregunto mientras miraba cómo el harrekki trepaba de nuevo a la percha:

—Dime sólo esto, si no es un secreto: ¿qué otros poderes hay además de la luz?

—No es un secreto. Todos los poderes tienen un solo origen, y un solo fin, creo yo. Los años y las distancias, las estrellas y las bujías, el agua, el viento y la hechicería, la destreza de la mano de un hombre y la sabiduría de la raíz de un árboclass="underline" todo emerge al mismo tiempo. Mi nombre y el tuyo, y el nombre verdadero del sol, o el de un manantial de agua, o el de un niño aún no nacido, todos son sílabas de la Irán Palabra que la luz de las estrellas pronuncia lentamente. No hay otro poder. Ni otro nombre.

Murre interrumpió el trabajo y puso el cuchillo sobre la talla.

—¿Y la muerte? —preguntó.

La muchacha escuchó, inclinando la cabeza negra y brillante.

—Para que una palabra sea dicha —respondió Ged con voz pausada— tiene que haber silencio. Antes, y después. —De pronto se incorporó—. No tengo derecho a hablar de estas cosas. La palabra que tenía que decir, la dije mal. Mejor será que calle; no hablaré otra vez. Quizá no hay otro poder que la oscuridad. —Y apartándose del fuego, salió de la caldeada cocina, recogió la capa y salió a la calle bajo la fría llovizna del invierno.

—Alguna maldición pesa sobre él —dijo Murre, siguiendo a Ged con una mirada temerosa.

—Yo creo que ese viaje está conduciéndolo a la muerte —dijo Milenrama—, de eso tiene miedo, y sin embargo sigue adelante. —Alzó la cabeza como si a través de las llamas rojas viera la estela de una barca solitaria que surcaba los mares invemales y se alejaba hacia mares desiertos. Por un momento, los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no habló.

Algarrobo regresó al día siguiente y se despidió de los notables de Ismay que no veían con buenos ojos que se hiciera a la mar en pleno invierno, en una búsqueda queda mortal que ni siquiera era suya; pero aunque lo abrumaron con reproches, nada podían hacer para que se quedara. Cansado al fin del acoso de aquellos ancianos, dijo Algarrobo:

—Vuestro soy, no sólo por parentesco y tradición, sino también por el compromiso que tengo con vosotros. Mas es tiempo de recordar que soy vuestro servidor, pero no vuestro sirviente. Cuando sea libre de volver, volveré. Hasta entonces, adiós.

Rayaba el alba en el Levante y la luz crecía pálida y gris desde el mar, cuando los dos jóvenes, izando al viento norte una recia vela parda, zarparon en Miralejos del puerto de Ismay. Milenrama, de pie en el muelle, los miró partir, como siempre despiden a sus hombres las esposas y hermanas en las costas de Terramar, sin agitar manos ni añuelos, sin llamarlos a voces: muy quietas y en silencio, embozadas en capas grises o pardas, mirando cómo la franja de agua se ensancha entre la barca y la costa.