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Repasando su breve conversación con Bonsuan, Brunetti recordó que, efectivamente, ya hacía años que leía noticias de hechos violentos ocurridos en aquellas aguas: barcos que embarrancaban o chocaban, hombres que caían o eran arrojados al agua y que luego eran pescados, o ahogados, disparos que partían de embarcaciones que nadie había visto, hechos por hombres cuya identidad nunca llegaba a descubrirse. No obstante, en general, la laguna se percibía como una presencia benigna por las gentes que vivían rodeadas por sus aguas, a las que muchos debían vida y fortuna.

Su curiosidad creciente le hizo abandonar la supersticiosa idea de que con su actitud podía influir de algún modo en la decisión de la signorina Elettra, y la llamó por teléfono para pedirle que buscara en los archivos de Il Gazzettino de los tres últimos años todas las noticias relacionadas con la laguna, los pescadores y los vongolari, concretamente, incidentes violentos entre los pescadores y entre éstos y la policía. Sabía que había leído más de un artículo que hablaba de ello, pero como los partes de los hechos violentos ocurridos en el agua solían pasarse a la policía portuaria o a los carabinieri, no les había prestado atención.

Brunetti, que había nacido a orillas de la laguna, aún la idealizaba y la consideraba un entorno apacible. Se preguntaba si así verían las gentes de la India a la madre Ganges, fuente de toda vida, dispensadora de alimento y guardiana de la paz. Recientemente, había leído en una de las revistas inglesas de Paola un artículo sobre la contaminación del Ganges, muchos de cuyos tramos estaban irremisiblemente envenenados, de modo que causarían la enfermedad y hasta la muerte de quienes bebieran sus aguas o se bañaran en ellas, mientras un Gobierno letárgico no pasaba de hacer gestos puramente simbólicos y pronunciar frases huecas. Pero, antes de poder empezar a consolarse con una supuesta superioridad europea, recordó la negativa de Vianello a comer moluscos y la revelación de Bonsuan acerca de los turbios manejos que hacían posible su extracción del fondo de la laguna.

Brunetti sacó la guía telefónica del cajón de abajo de la mesa. Sintiéndose bastante estúpido, lo abrió por la «P» y pasó las hojas rápidamente hasta encontrar «Policía». Los subepígrafes de San Polo, Ferrocarriles y Fronteras no parecían muy prometedoras. Tampoco la Policía Postal ni la de Autopistas serían de gran ayuda. Cerró la guía, marcó el número de la centralita de la planta baja y preguntó al operador a quién se pasaban las llamadas sobre incidentes en la laguna. El agente de servicio le explicó que dependía del tipo de incidente: los accidentes se pasaban a la Capitaneria di Porto mientras que de los delitos se ocupaban los carabinieri o bien -y aquí la voz del telefonista se hizo un poco tensa- ellos mismos.

– Comprendo -dijo Brunetti-. Pero ¿quién va a investigar?

– Depende, señor -dijo el agente, con una voz que era todo un compendio de discreción-. Si no tenemos lancha disponible, avisamos a los carabinieri y van ellos.

Brunetti sabía perfectamente por qué los buzos de los carabinieri no estaban disponibles para examinar los restos del Squallus, por lo que se limitó a tomar nota mentalmente, reservándose cualquier comentario.

– Y durante los últimos años… -empezó a decir Brunetti, pero se interrumpió y rectificó-. No, déjelo. Esperaré a la signorina Elettra.

En el momento de colgar, le pareció oír la voz del agente, adelgazada por la distancia, que decía: «Somos varios los que la esperamos», pero no estaba seguro.

Al igual que todos los italianos, Brunetti había crecido oyendo chistes de carabinieri. ¿Por qué siempre van a investigar dos carabinieri? Porque uno lee y el otro escribe. Él sabía que los norteamericanos contaban esa clase de chistes sobre los polacos, y los ingleses, sobre los irlandeses. Durante su carrera, Brunetti había visto muchas cosas que abonaban esa muestra de sabiduría popular, pero hasta hacía pocos años no habían empezado a ocurrir cosas que habían debilitado su convicción de que, por estúpidos y cortos que pudieran ser, los carabinieri eran honrados a carta cabal.

En su desánimo, Brunetti se sentía incapaz de buscar una actividad constructiva, y atrajo hacia sí un fajo de papeles e informes sin leer que empezó a recorrer rápidamente con la mirada, buscando el lugar en el que debía poner la inicial antes de pasarlos al siguiente lector. Cuando los niños eran pequeños, alguien le dijo que la escuela estaba obligada a guardar todos los ejercicios de los alumnos durante diez años. Había olvidado dónde había oído aquello, pero recordaba que entonces imaginó un archivo enorme, tan grande como toda la ciudad, repleto de papeles oficiales. Los historiadores romanos que tanto amaba él describían la península italiana cubierta de espesos, y hasta impenetrables, bosques de robles, hayas y castaños. Bosques ya desaparecidos, desde luego, talados para la agricultura y para la construcción de navíos. Y también, pensaba él con amargura, para papel que, si alguien no lo remediaba, un día volvería a cubrir toda la península. También él habría hecho su aportación a tan colosal archivo, pensó mientras estampaba sus iniciales en otra hoja y la dejaba a un lado. Miró el reloj y, no queriendo que pareciera que atosigaba a la signorina Elettra, renunció a reclamarle la información solicitada y decidió irse a casa a almorzar.

9

Brunetti encontró a Paola sentada a la mesa de la cocina, con la cabeza inclinada sobre un ejemplar de Panorama o Espresso, los dos semanarios a los que estaba suscrita. Paola tenía la costumbre de guardar las revistas durante seis meses por lo menos antes de leerlas; decía que era el tiempo necesario para situar las cosas en perspectiva, dejar que la pop star que hacía furor muriera de sobredosis y cayera en un merecido olvido, que Gina Lollobrigida iniciara y abandonara otra carrera y que se hiciera borrón y cuenta nueva de todos los planes y debates de riforma política.

Brunetti vio en las páginas de la revista la foto de dos hombres con chaqueta blanca de chef y el gorro rojo de Papá Noel y, a su izquierda, una mesa adornada con brezo y velas rojas que indicaban que, en sus lecturas, Paola había llegado ya al final del año anterior.

– Ah, magnífico -dijo él inclinándose para darle un beso en la coronilla-. ¿Hoy tenemos pavo para almorzar? -Como ella no respondiera, agregó-: Hace mucho calor para pavo, ¿verdad? Pero lo que sea huele a gloria.

Ella lo miró sonriendo:

– Si por lo menos fuera pavo lo que éstos proponen para la cena de Navidad -dijo golpeando la página con un índice furioso-. Es inconcebible.

Como la lectura de aquellas revistas provocaba habitualmente ese tipo de reacciones en su esposa, Brunetti concentró su atención en sacar de la nevera una botella de Pinot Grigio y, del armario situado encima, dos copas que llenó hasta la mitad. Acercó una a Paola al tiempo que hacía un sonido interrogativo con la garganta.

Ella decidió tomarlo por una señal de auténtico interés y respondió:

– Dicen que hemos de abandonar las ideas nuevas en materia culinaria y resucitar las tradiciones de nuestros padres y abuelos. -Brunetti, que estaba saturado de nouvelle cuisine, se sentía plenamente de acuerdo, pero, como sabía que Paola tenía ideas más audaces y disentía de él en este tema, se reservó la opinión-. Mira lo que proponen para empezar una cena de Navidad al estilo de nuestros abuelos. -Levantó la revista y la agitó nerviosamente, como para meterla en vereda-. «Hígado de pavo con tartaletas de pera al Taurasi», que vete tú a saber qué es o quién, y «pifia al aroma de limoncello». -Levantó la cara hacia Brunetti, que tuvo el sano reflejo de mover la cabeza con un gesto que él esperaba que fuera de condena. Reconfortada, ella prosiguió-: Y escucha esto: «Sartú» otro que tal, «arroz con rodajas de berenjena, huevos y albondiguillas di annechia con salsa de tomates de San Marsano». -Indignada por ese exceso que colmaba toda medida, arrojó la revista sobre la mesa, donde se cerró, ofreciendo a Brunetti la visión de un exuberante busto femenino distintivo de portada obligatorio de ambas publicaciones-. ¿Dónde se han creído que vivían nuestros abuelos? ¿En la corte de Luis XIV? -preguntó.