– No me parece que haya relación entre los dos casos -objetó Brunetti.
– Naturalmente que la hay -dijo Patta levantando la voz airadamente-. La mala publicidad repercute en todos nosotros.
Brunetti se preguntaba si eso era todo lo que el caso suponía para Patta: mala publicidad. ¿Se ponía en libertad a aquellos monstruos para que pudieran devorar a sus enemigos y lo único que veía Patta era mala publicidad?
Antes de que la decencia más elemental pudiera inducir a Brunetti a protestar, Patta prosiguió:
– Quiero que vaya usted y lo resuelva. Si ya tiene un nombre, vea lo que puede averiguar sobre esa persona. Y procure que se haga pronto. -Patta abrió una carpeta, sacó la Mont Blanc del bolsillo del pecho y se puso a leer. La prudencia impidió a Brunetti poner objeciones a las perentorias órdenes de Patta y a la rudeza de su despedida. Había conseguido lo que venía a buscar: el caso era suyo. Pero no era la primera vez que salía del despacho de Patta sintiéndose denigrado por la facilidad con que había manipulado al otro, poniéndose el gorro de cascabeles del bufón para conseguir lo que consideraba suyo por derecho. El nombramiento provisional de Marotta apenas se había mencionado, lo que significaba que Patta se había quedado sin la oportunidad de regodearse con lo que él podía considerar una victoria. Pero, por lo menos, Brunetti se había ahorrado la necesidad de fingirse ofendido por la decisión. El mando era lo último que él deseaba, pero ésa era una información que prefería no revelar a su superior, ni de palabra ni de obra. Brunetti era incapaz por naturaleza de adorar a la perversa diosa del Éxito. Él tenía aspiraciones más modestas. Ponía sus miras más cerca, le interesaba el aquí y ahora, lo concreto. Dejaba para otros los objetivos y deseos más ambiciosos. Él se conformaba con una familia bien avenida, una vida decente y un trabajo hecho con dignidad. Le parecía que eso era lo menos que podía pedir a la vida, y ésas eran sus ilusiones.
10
A la mañana siguiente, poco después de las nueve, Brunetti y Vianello salieron para Pellestrina. Aunque los dos sabían que los llevaba allí la investigación de dos brutales asesinatos, una vez más, el esplendor del día alegraba el ánimo y daba al viaje un aire aventurero de excursión de colegio. Lejos de las paredes de un despacho y de un Patta que llamara exigiendo resultados inmediatos, liberados de la obligación de estar en un sitio determinado a una hora fija, se sentían de tan buen humor que ni el gesto adusto de Bonsuan que, al timón, despotricaba de la contracorriente que dificultaba su avance, los afectaba. La mañana no defraudaba sus expectativas. Los árboles del Giardini tenían hojas nuevas que, movidas por un repentino soplo de brisa, relucían con reflejos trémulos al captar con el envés el reverbero del sol en el agua.
Cuando se acercaban a la isla de San Servolo, Bonsuan se abrió hacia la derecha en una amplia curva, por delante de Santa Maria della Grazia y San Clemente. Ni siquiera el recuerdo de que, durante siglos, esas islas se habían utilizado para aislar a los enfermos de cuerpo y espíritu del resto de la población de Venecia, enfrió el ánimo de Brunetti.
Vianello lo sorprendió con su comentario:
– Muy pronto, no se podrá ni ir a buscar moras.
Confuso, pensando que el viento de la marcha había podido hacerle oír mal, Brunetti se inclinó hacia el sargento.
– ¿Cómo?
– Ahí -dijo Vianello señalando a una isla mayor que se veía a la derecha, a lo lejos-. Sacca Sèssola. De niños íbamos a buscar moras. La isla estaba abandonada, y crecían por todas partes. Podíamos recoger varios kilos en un día y nos atracábamos hasta ponernos malos. -Vianello levantó la mano para protegerse los ojos del sol-. Dicen que la han vendido en subasta a no sé qué universidad o empresa, y que van a construir un centro de congresos o algo por el estilo. -Brunetti pudo oír el suspiro-. Adiós moras.
– Pero así vendrán más turistas, ¿no? -dijo Brunetti, aludiendo a la divinidad que adoraban los que mandaban en la ciudad.
– Yo prefiero las moras.
Callaron hasta que, a su derecha, apareció el solitario campanile de Poveglia. Entonces Vianello preguntó:
– ¿Cómo enfocamos esto, comisario?
– Me parece que habría que tratar de averiguar más cosas acerca de lo que dijo el camarero, sobre su hermano y las posibles consecuencias de aquella discusión. Vea si encuentra al hermano y qué le dice. Yo volveré a hablar con la signora Follini.
– Es usted valiente, comisario -dijo Vianello, impasible.
– Mi mujer me ha prometido llamar a la policía si a la hora de la cena no he vuelto a casa.
– Dudo que ni nosotros pudiéramos servir de algo frente a la signora Follini.
– Temo que tenga usted razón, sargento. De todos modos, uno ha de cumplir con su deber.
– Como John Wayne.
– Exacto. Después de hablar con ella, probaré en el otro bar. Me parece que hay uno en la calle del restaurante, al otro lado.
Vianello asintió. Él también lo había visto, pero aquel día estaba cerrado.
– ¿Y el almuerzo? -preguntó.
– En el mismo sitio -dijo Brunetti-. Usted, nada de almejas ni de pescado, por supuesto. Debe de ser un gran sacrificio.
– Créame, comisario, no cuesta nada.
– Pues es lo que hemos comido desde niños -dijo Brunetti, sorprendiéndose a sí mismo por insistir-. Tiene que costar dejarlo.
– Como ya le dije -empezó a decir Vianello volviéndose a mirarlo y sujetándose la gorra con una mano contra una brusca ráfaga de viento-, ciertas cosas que he leído me han decidido a no comer nada de eso.
– Tiene que echarlo de menos a la fuerza -insistió Brunetti.
– Claro que lo echo de menos. Soy humano. Todo el que deja de fumar echa de menos el tabaco. Pero estoy seguro de que eso me mataría, de verdad. -Antes de que Brunetti pudiera cuestionar sus palabras o tomarlas a broma, el sargento prosiguió-: No un plato, ni cincuenta, desde luego. Pero esos animales están cargados de sustancias químicas y metales pesados. Sólo Dios sabe cómo pueden estar vivos. Sencillamente, la sola idea de comerlos me repugna.
– Entonces, ¿por qué los echa de menos?
– Porque soy veneciano y, como usted dice, los he comido desde niño. Pero entonces no estaban envenenados. Me gustaban, me encantaban los spaghetti que hacía mi madre con salsa de almejas, y la sopa de pescado. Pero ahora que sé lo que contienen, no puedo. -Consciente de que aún no había satisfecho la curiosidad de Brunetti, dijo-: Quizá sea algo parecido a lo que sienten los indios acerca de comer carne de vaca. -Se quedó pensativo y rectificó-: No; ellos no la han comido nunca, no es que hayan renunciado a ella. -Siguió reflexionando y, finalmente, desestimó el símil-. No sabría explicarle lo que es eso. Supongo que podría comerlos si me apetecieran. Es sólo que no me apetecen.
Brunetti fue a responder, pero Vianello se adelantó a preguntar:
– ¿Por qué le sorprende tanto? No reaccionaría así si alguien dejara de fumar, ¿verdad?
Brunetti meditó.
– Seguramente, no. -Se echó a reír-. Será que, tratándose de comida, es diferente, y me cuesta trabajo creer que una persona renuncie a algo tan bueno como las almejas, a pesar de las consecuencias.
Eso pareció zanjar la cuestión, al menos por el momento. Bonsuan aceleró y el ruido del motor impidió la conversación. De vez en cuando, pasaban junto a alguna barca fondeada en la laguna, en la que había un hombre con una caña en la mano, al parecer, más entregado a la contemplación que al propósito de capturar algún pez. Al oír acercarse la lancha a toda velocidad, levantaban la mirada, pero cuando veían que era la policía volvían a fijar la atención en el agua.