Pronto -demasiado pronto, para Brunetti- avistaron el largo muelle de Pellestrina. Un pequeño hueco señalaba el lugar en el que seguía hundido el Squallus, cuyos mástiles asomaban con el mismo ángulo inverosímil. Bonsuan los llevó hasta el extremo del muelle, puso el motor al ralentí, dejó que la lancha se deslizara hasta que estuvieron a menos de un metro de la riva, dio marcha atrás durante unos segundos y paró el motor. La lancha derivó en silencio hasta el muelle. Vianello rodeó un amarradero de metal con el cabo y tiró de la lancha con facilidad para situarla. Con pericia y rapidez, anudó el cabo y dejó caer el extremo en la cubierta.
Bonsuan se asomó desde la cabina de mando para decir:
– Los esperaré.
– No hace falta, Bonsuan -dijo Brunetti-. No sé cuándo terminaremos. Podemos ir en el autobús hasta el Lido y allí tomar el barco.
– Los esperaré -repitió Bonsuan, como si Brunetti no hubiera dicho nada o como si él no hubiera oído a su superior.
Como las funciones de Bonsuan eran estrictamente las de piloto, Brunetti no podía pedirle que se mezclara con los vecinos de Pellestrina para tratar de obtener información acerca del asesinato de los Bottin. Tampoco quería ordenarle que regresara a la questura, a pesar de que allí podían necesitar la lancha. Optó por una vía intermedia y preguntó:
– ¿Qué va a hacer durante todo el día?
Bonsuan dio media vuelta y levantó la tapa del pañol que tenía a su derecha. Se inclinó y sacó tres cañas de pescar y un cubo pequeño, cubierto por un plástico.
– Estaré ahí delante -dijo señalando el agua que tenían a la derecha-. Miró de frente a Brunetti y dijo-: Si le parece bien, después de pescar, podría ir al bar a tomar un café.
– Buena idea -dijo Brunetti, subiendo al muelle.
Él y Vianello se encaminaron hacia la piña de casas del pequeño pueblo. Brunetti miró el reloj.
– Son más de las once. Nos encontraremos en el restaurante.
Cuando llegaron a lo que pasaba por ser el centro de Pellestrina, Brunetti torció a la izquierda, en dirección a la tienda de la signora Follini, mientras Vianello seguía adelante, camino del restaurante, para preguntar al camarero dónde podía encontrar a su hermano.
La signora Follini estaba detrás del mostrador, hablando con una anciana. Al entrar él, la dueña de la tienda inició una amplia sonrisa, pero enseguida Brunetti vio cómo la presencia de la otra mujer le hacía moderar su afabilidad reduciéndola a la atención formal que dispensaría a un desconocido que no tuviera derecho a esperar nada más que pura cortesía.
– Buon giorno -dijo Brunetti.
La signora Follini, que hoy llevaba un vestido color naranja con anchas franjas de encaje en el escote y la cintura, le devolvió el saludo e inmediatamente centró la atención en la mujer, que miraba a Brunetti con unos ojos grises, empañados por la edad, pero inquisitivos. Si tenía dientes, hoy no se había molestado en ponérselos. Era baja, apenas le llegaba a la barbilla a la signora Follini e iba vestida toda de negro. Al mirarla, Brunetti pensó que sería más apropiado decir «enfundada», porque era difícil distinguir a primera vista una prenda de otra: falda larga, hasta media pierna, chaqueta de lana, abrochada hasta el cuello y una toquilla de ganchillo que le cubría los hombros y la cabeza, cuyas puntas le llegaban casi a la cintura.
Su indumentaria proclamaba su viudez con tanta claridad como un cartel que hubiera llevado en la mano o una letra gigante prendida en el pecho. El sur estaba lleno de mujeres como aquélla, vestidas de negro, destinadas a pasar el resto de su vida como sombras, sometidas a unas normas de conducta tan rigurosas como las que rigen para las campesinas de Bengala o de Perú. Pero eso no era el sur, eso era Venecia, donde las viudas llevaban colores vivos, iban al baile cuando querían y con quien querían y volvían a casarse, si lo deseaban.
Él, bajo el peso de aquella mirada, dijo:
– Buenos días, signora.
La mujer se desentendió de él y se volvió hacia la signora Follini.
– También, un paquete de velas y medio kilo de harina -le pareció a Brunetti que decía, pero su dialecto era tan cerrado que no estaba seguro. A menos de veinte kilómetros de su casa, y casi no entendía a la gente.
Brunetti fue hacia el fondo de la tienda y se puso a examinar el género de los estantes. Tomó una lata de tomates Cirio, miró por curiosidad la fecha de caducidad estampada en la base y vio que era de dos años atrás. Dejó cuidadosamente la lata dentro de su círculo de polvo y se acercó a los jabones.
Miró al mostrador, pero la viuda seguía allí. Oyó que decía algo a la signora Follini, pero en una voz muy baja como para distinguir sus palabras, aunque no estaba seguro de si, dichas en voz más alta, las hubiera entendido. Una fina película de polvo cubría la irregular pila de cajas de detergente. Una tenía una esquina roída y un montoncito de minúsculas bolas blancas y azules había caído al estante.
El reloj dijo a Brunetti que llevaba más de cinco minutos en la tienda. La signora Follini no había agregado nada a las velas y la harina que había dejado en el mostrador delante de la vieja, pero las dos mujeres seguían hablando.
Brunetti fue más al fondo de la tienda y miró una hilera de frascos de pepinillos y aceitunas que tenía a la altura del pecho. Un frasco de algo que parecían champiñones le llamó la atención por un pequeño óvalo de moho blanco que había escapado por debajo de la tapa y descendía por el vidrio. A su lado había una lata pequeña sin etiqueta. Parecía extrañamente perdida e inútil y, al mismo tiempo, un tanto amenazadora.
Brunetti oyó la campanilla y se volvió hacia el mostrador. La anciana se había ido y con ella habían desaparecido las velas y la harina. Fue hacia la parte anterior de la tienda y dijo otra vez:
– Buon giorno.
La mujer correspondió con una sonrisa, pero era una sonrisa fría; quizá la vieja se había llevado todo el calor o quizá había dejado tras de sí una fría advertencia de cómo debe comportarse con los extraños una mujer que no tiene marido visible.
– ¿Cómo está, signora?
– Muy bien, gracias -respondió ella con cierta ceremonia-. ¿En qué puedo servirle? -En la anterior visita del comisario, la pregunta hubiera tenido un aire insinuante y provocativo. Pero esta vez su tono indicaba claramente que el ofrecimiento no iba más allá de los garbanzos, la sal o la lata de anchoas.
Brunetti le dedicó la más cordial de sus sonrisas.
– He vuelto para hablar con usted, signora -respondió, con la esperanza de que eso la hiciera reaccionar. En vista de que no era así, prosiguió-: Quería preguntarle si ha recordado algo más acerca de los Bottin, algo que pudiera sernos de utilidad.
La cara de la mujer permaneció inexpresiva.
– La otra vez que hablamos, dijo usted conocer bien, por lo menos, al hijo, y he pensado que quizá haya recordado algo que pudiera ser importante.
Ella movió la cabeza negativamente, todavía sin hablar.
– Supongo que a estas horas todo el mundo sabrá que fueron asesinados -dijo él, y esperó.
– Sí, ya lo sé -dijo ella al fin.
– Pero lo que la gente ignora es que fueron unos asesinatos brutales, especialmente el de Marco.
Ella asintió, bien fuera para indicar que ya estaba enterada, bien para dar a entender que también eso lo sabía la gente de Pellestrina.
– Por lo tanto, necesitamos averiguar sobre ellos todo lo posible, a fin de empezar a formarnos una idea de quién ha podido hacer esto. -Como ella no respondiera, preguntó-: ¿Comprende, signora?
Ella lo miró a los ojos. Sus labios permanecían fijos en la sonrisa que le habían dado los cirujanos, pero Brunetti vio la tristeza de sus ojos.