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– Vamos a Malamocco -dijo el comisario poniéndose en pie.

El motor arrancó al instante. Vianello soltó la amarra y Bonsuan dejó atrás el muelle. El piloto inició un ancho viraje, para poner rumbo a Malamocco, manteniendo la estrecha península a su derecha. Cuando se acercaban al canal que sale al Adriático, Brunetti se inclinó y tocó el hombro de Bonsuan. El piloto se volvió y Brunetti señaló hacia la izquierda, a una humareda que se elevaba a lo lejos.

– ¿Qué es aquello? -preguntó.

Protegiéndose los ojos con la mano izquierda, Bonsuan siguió con la mirada el gesto de Brunetti y dijo:

– Marghera.

Al no ver allí nada digno de interés, Bonsuan volvió su atención hacia las aguas que tenían delante. De pronto, puso el motor en punto muerto y, rápidamente, dio marcha atrás, con lo que la lancha se detuvo. Brunetti, que estaba tratando de distinguir el origen del humo, se volvió al sentir el brusco cambio de ritmo del motor.

– Maria Vergine -exclamó al ver surgir a su derecha un barco enorme, terriblemente alto y terriblemente amenazador-. ¿Qué es eso? -preguntó a Bonsuan. A pesar de estar a varios centenares de metros, tuvo que levantar la cabeza para mirarlo, y sólo veía el costado del casco, la línea de carga y el lado izquierdo de la cristalera del puente de mando, tan alto y tan distante como la torre de una iglesia.

– Un petrolero -dijo Bonsuan, como hubiera podido decir «un violador» o «un incendiario».

Como el motor de la lancha estaba mudo, se sintieron envueltos por el rugido que partía del petrolero. El universo se hizo ruido, una fuerza que los asaltaba con la misma furia que la onda expansiva de una explosión. Involuntariamente, los tres hombres se taparon los oídos con las manos hasta que el petrolero se alejó por el Canale dei Petroli, hacia las fábricas del continente. Entonces los alcanzaron las olas de su estela, y tuvieron que agarrarse a la borda para no perder el equilibrio. La lancha subía, bajaba, y cabeceaba, y ellos danzaban en cubierta como idiotas.

Asiendo con fuerza la barandilla, Brunetti se inclinó hacia adelante y aspiró profundamente. Su mirada se posó en el agua y vio en la superficie unas motas negras, pequeñas, como botones. Eran pocas, y no estaba seguro de que no estuvieran allí antes de que pasara el barco.

Bonsuan puso en marcha el motor. En silencio, siguieron viaje hacia Malamocco.

12

La visita fue infructuosa. En la dirección que les había dado el dueño del restaurante no había ni rastro de Giacomini. Como ya era tarde para continuar hasta Chioggia, Brunetti decidió ponerse en contacto con aquella policía por teléfono, y dijo a Bonsuan que los llevara de regreso a la questura.

Quizá fue el petrolero, o quizá, las negras manchas que flotaban en el agua, pero algo los había puesto de mal humor, y durante el resto de la travesía hablaron poco. Los rayos del sol, ya un poco oblicuos, hacían refulgir la miríada de joyas que exhibe la ciudad, sobre todo, a los ojos de los que llegan por mar, que siempre fue la manera de llegar a Venecia. El sol de media tarde aún calentaba, y Vianello dijo que había olvidado ponerse la crema protectora. Brunetti no se dio por enterado.

Cuando se acercaban a la questura, Brunetti vio que aquella tarde estaba de guardia Pucetti y entonces tuvo la idea. Cuando desembarcaron, el joven agente saludó. El comisario dijo a Vianello que preguntara por teléfono a la policía de Chioggia si tenían detalles del incidente ocurrido entre Scarpa y Bottin, agregando que estaría esperándolo en su despacho, pero que antes quería hablar con Pucetti.

– Pucetti -le dijo-, ¿hasta cuándo tiene guardia?

– Toda la semana, señor. La próxima me toca patrulla de noche.

– ¿Le interesa un servicio especial?

Al joven se le iluminó la cara.

– Oh, sí, señor.

Brunetti le agradeció que no se quejara del servicio de guardia: estar todo el día de pie en la entrada, sin hacer nada más que abrir la puerta o sofocar el ocasional altercado que estallaba entre los que formaban largas colas delante de las distintas oficinas.

– Bien, cambiaré los turnos -dijo Brunetti, y fue a alejarse. Pero no había dado más que dos pasos cuando retrocedió.

– ¿Nunca ha trabajado de camarero?

– Sí, señor -respondió el agente-. Mi cuñado tiene una pizzeria en Castello y a veces, los fines de semana, voy a ayudarle. -Pucetti se ganó otro punto por no preguntar.

– Está bien. Luego hablaremos.

Brunetti fue al despacho de la signorina Elettra, a la que encontró arreglando un ramo de forsythia en un jarrón Venini azul.

– ¿Es suyo? -preguntó el comisario señalando el jarrón.

– No, señor; pertenece a la questura. El que usaba antes nos lo robaron la semana pasada, y he tenido que buscar otro.

– ¿Que lo robaron? ¿De la questura?

– Sí, señor. Un ordenanza lo dejó en los lavabos después de limpiarlo, y desapareció.

– ¿De la questura?

– Tendré más cuidado con éste -dijo ella, rectificando la posición de una rama arqueada. Brunetti tenía un amigo que trabajaba en Venini y sabía que un jarrón como aquél valía por lo menos tres millones de liras.

– ¿Cómo adquirió la questura ese jarrón? -preguntó Brunetti, eligiendo cuidadosamente las palabras.

– Mobiliario y ajuar de oficina -respondió ella. Introdujo la última rama y se hizo a un lado, para permitirle trasladar el jarrón. Con una mano lánguida, señaló un punto del alféizar, y Brunetti puso el jarrón exactamente donde ella le indicaba.

– ¿Le parece Pucetti lo bastante listo? -preguntó el comisario.

– ¿Ese muchachito tan simpático, con bigote? -dijo ella. Por el tono, parecía ajena a la circunstancia de que Pucetti tendría sólo cinco años menos que ella-. ¿El que tiene la novia rusa? -agregó.

– Sí. ¿Le parece lo bastante listo?

– ¿Bastante listo para qué?

– Para ir a Pellestrina.

– ¿Para qué?

– Para trabajar en un restaurante y protegerla a usted.

– ¿Puedo preguntarle cómo piensa organizarlo?

– El camarero que nos dio la primera información sobre Bottin ha desaparecido. Llamó al dueño con la excusa de que tenía que ir a cuidar a un amigo enfermo, y desde entonces no ha dado señales de vida. Así que necesitan un camarero.

– ¿Y qué dice Pucetti?

– No se lo he preguntado. Antes quería hablar con usted.

– Muy amable, comisario.

– Él tendría que protegerla, y he querido asegurarme de que usted lo consideraba capaz.

Ella lo pensó un momento.

– Sí -dijo-. Me parece una buena elección. -Su mirada fue de las forsythias a Brunetti-. ¿Quiere que me encargue de planificarle el servicio?

– Sí -respondió Brunetti, pero no pudo resistir la tentación de preguntar-: ¿Cómo lo hará?

– Le asignaré una tarea especial. Me parece que la llamaré «Servicios Auxiliares».

– ¿Qué significa?

– Puede significar lo que yo quiera.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Y qué dirá Marotta? ¿No estará él al mando la semana próxima? ¿No depende de él asignar los servicios?

– Ah, Marotta -suspiró ella sin disimular el desdén-. Viene a trabajar sin corbata.

«Aquí acaban las posibilidades de ascenso permanente de Marotta en la questura de Venecia», pensó Brunetti.

– Ya que ha venido, comisario -dijo ella abriendo un cajón y sacando varios papeles-, podría llevarse esto. Es todo lo que he podido encontrar sobre esa gente. Y el informe de las autopsias.

Brunetti tomó los papeles y subió a su despacho. El informe de las autopsias, practicadas por un forense del hospital, al que Brunetti no conocía, indicaba que Giulio Bottin había muerto a consecuencia de cualquiera de los tres golpes recibidos en la frente y el cráneo. La forma de las lesiones indicaba que se había utilizado un objeto cilíndrico, quizá un tubo o una barra de metal. Su hijo había muerto desangrado. La hoja del cuchillo había penetrado profundamente y seccionado la aorta abdominal. La ausencia de agua en los pulmones y la circunstancia de que Giulio Bottin debía de haber tardado algún tiempo en morir hacían descartar la hipótesis de que hubieran sido asesinados poco antes del hundimiento de la barca.