A veces, él iba a Rialto con Paola a comprar pescado, y recordaba los letreros que había visto sobre la plateada mercancía: «Nostrani», como si la declaración de que el pescado era «nuestro» lo hiciera bueno y saludable, libre de toda sospecha de contaminación. El mismo letrero había visto en cerezas, melocotones y ciruelas, sobre las que debía de obrar el mismo mágico efecto: el hecho de que la fruta fuera italiana bastaba para limpiarla de todo vestigio de sustancias químicas y de pesticidas, y hacerla tan pura como la leche materna.
Brunetti había leído un libro en el que se estudiaba la historia de la alimentación, y sabía que sus antepasados no tenían a su alcance una dieta ideal, segura y saludable sino que con cada bocado ingerían grandes cantidades de miasmas y que cada trago de leche los exponía a la tuberculosis y cosas peores.
Impaciente con su propia insatisfacción, Brunetti dobló el mapa y entró en casa.
– Paola -llamó hacia el fondo del pasillo-. Vámonos a tomar una copa.
Lo primero que descubrió Brunetti el lunes por la mañana fue que, contra todo pronóstico, él iba a estar al mando durante la ausencia de Patta. Marotta había sido llamado a Turín, donde permanecería una semana, para declarar en un juicio. Él no había intervenido directamente en el caso sino que sólo mandaba una brigada de detectives cuando dos de sus hombres arrestaron a seis sospechosos de tráfico de armas. No era probable que lo llamaran a declarar y sin duda hubiera podido excusar su presencia, pero no quería renunciar a un viaje a casa con los gastos pagados más dietas, y dejó una nota a Brunetti en la que decía que su presencia en Turín era indispensable para la acusación y que estaba seguro de que el vicequestore Patta aprobaría su decisión de designar a Brunetti para que lo sustituyera.
Durante la mañana, Brunetti llamó varias veces al despacho de la signorina Elettra, pero como ella tenía por costumbre no imponer su presencia en la questura en ausencia de su jefe, no estaba seguro de si habría decidido quedarse en la cama hasta mediodía o marchar a Pellestrina. A las once, sonó el teléfono y, con gran alivio, Brunetti oyó su voz.
– ¿Dónde está, signorina? -preguntó blandamente más que inquirió.
– En la playa de Pellestrina, comisario, de cara al mar. ¿Sabe que se han llevado el barco varado? -Como él no respondiera, prosiguió-: Resulta extraño no verlo aquí. Dice mi prima que lo remolcaron el año pasado. Parece que me falta algo.
– ¿Cuándo ha llegado, signorina?
– El sábado, antes del almuerzo. Quería estar aquí el mayor tiempo posible.
– ¿Qué ha dicho a su prima?
Se oyó el chillido de una gaviota.
– Que sentía haber estado tanto tiempo sin venir, pero que ahora quería alejarme unos días de la ciudad. -Ella hizo una pausa, durante la cual la gaviota hizo otro comentario. Cuando el ave hubo terminado, ella prosiguió-: Le he dicho a Bruna que había tenido una storia que había acabado mal y deseaba alejarme de todos los recuerdos. -Con una voz más suave, agregó-: En parte, es verdad. -Y al momento, Brunetti sintió curiosidad por quién pudiera ser él y la causa del fin de la storia.
– ¿Cuánto tiempo ha dicho a su prima que se quedará?
– Pues no he concretado, una semana como mínimo, quizá más, depende de mi estado de ánimo. Pero ya estoy mejor. El sol es una delicia y el aire es totalmente diferente del que respiramos en la ciudad. Podría quedarme aquí para siempre.
El burócrata que había en él saltó entonces:
– No lo dirá en serio.
– Era un decir, comisario.
– ¿Qué piensa hacer?
– Pasear por la playa, a ver a quién me encuentro. Tomar café en el bar y enterarme de las novedades. Charlar con la gente. Pescar.
– ¿Unas vacaciones normales en Pellestrina?
– Exactamente -respondió ella, a lo que la gaviota no tuvo nada que decir. Con la promesa de volver a llamarlo, ella cortó la comunicación.
14
Al guardar el telefonino en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, Elettra Zorzi se felicitó de haber cogido la de ante en lugar de la de lana. Ésta tenía los bolsillos más hondos y, por lo tanto, más seguros para el minúsculo Nokia, apenas mayor que un paquete de cigarrillos. Y casaba mejor con el pantalón azul marino, aunque no acababa de gustarle cómo combinaba con los náuticos que había traído para andar por la playa. Nunca le había gustado mezclar el cuero con el ante, y ahora le pesaba no haber comprado los mocasines color barquillo que había visto en la liquidación de Fratelli Rosetti.
La gaviota volvió a gritar, pero ella no le hizo caso. Como el ave persistía en sus gritos, Elettra se volvió y caminó hacia ella hasta que la gaviota levantó el vuelo y se alejó por la orilla en dirección a la Riserva de Ca' Román. Al igual que la mayoría de los venecianos, Elettra toleraba las gaviotas pero aborrecía las palomas, a las que veía como causa de constantes problemas, ya que con sus nidos obstruían los canalones del agua de lluvia y con su guano convertían el mármol en merengue. Se estremecía cada vez que pensaba en aquellos turistas, plantados delante de San Marco, con la cabeza y los brazos cubiertos por enjambres de esas ratas voladoras.
Siguió andando playa adelante, alejándose del pueblo, sin otro objetivo que el de llegar a San Pietro in Volta, tomar un café y regresar a Pellestrina. Alargó la zancada, agradeciendo el calor del sol en la espalda y notando cómo su cuerpo gozaba con ese simple ejercicio de caminar por la playa, después de haber estado tanto tiempo atado a una mesa.
Su prima Bruna no pareció sorprenderse cuando, la semana anterior, la llamó por teléfono para proponerle la visita. Le preguntó cómo era que disponía de tiempo libre en esa época del año, y ella decidió decirle, por lo menos, parte de la verdad: que hacía meses que ella y su pareja planeaban pasar dos semanas en Francia, pero su brusca ruptura había truncado aquellos planes, y ya era tarde para solicitar un cambio de fechas para las vacaciones. Bruna, lejos de ofenderse porque se la considerara una alternativa de consolación, había insistido en que fuera inmediatamente dejando atrás en la ciudad todos los malos recuerdos.
Elettra sólo llevaba dos días en Pellestrina, pero el remedio ya había empezado a surtir efecto. Hacía meses que se había dado cuenta de que su ex no era hombre para ella. Era médico, amigo de su hermana, pero muy serio, muy ambicioso y -también esto tenía que admitirlo- muy egoísta. Ella pensaba que estar otra vez sola sería doloroso; pero ahora veía que no era así. Hizo lo mismo que la gaviota: cuando no le gustó la compañía, levantó el vuelo.
Se acercó a la orilla, se descalzó y se subió los bajos del pantalón. No resistió el agua más que unos segundos y volvió brincando a la arena, se sentó y empezó a frotar primero un pie y luego el otro. Cuando volvió a sentir los pies, asió los zapatos haciendo pinza con los dedos y siguió andando descalza y libre, recordando lo que era ser feliz.
Pero pronto se acabó la arena, y Elettra tuvo que subir la escalera del muro del rompeolas. A su derecha, vio barcos que navegaban y, a su izquierda, no tardó en divisar el pueblecito de San Pietro in Volta.
En el bar, instalado en la planta baja de una casa particular, Elettra pidió agua mineral y un café, se bebió el agua sin respirar y tomó un sorbo de café. El hombre que estaba detrás del mostrador la recordaba de otras visitas y le preguntó cuándo había llegado. Fácilmente, entraron en conversación y él no tardó en sacar el tema de los asesinatos, por los que ella no mostró mucho interés.
– Rajado de arriba abajo como un pescado -dijo el hombre-. Lástima. Era un buen chico, lo que no deja de ser raro, con aquel padre. -Aún no había pasado tiempo suficiente como para que la gente empezara a decir todo lo que pensaba de Bottin, comprendió ella: aún lo sentían muy cerca y les daba reparo hablar con claridad.