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– ¿Qué más ha averiguado?

– He hablado con dos o tres personas. Todos dicen lo mismo. La explosión del depósito de combustible los despertó a eso de las tres. Cuando llegaron al muelle, la barca ardía por los cuatro costados y, antes de que pudieran hacer algo, se había hundido.

Vianello empezó a andar hacia la hilera de casas bajas que formaban el pueblo de Pellestrina y Brunetti acomodó su paso al del sargento.

– Luego, las tonterías de siempre -prosiguió Vianello-. Nadie se molestó en llamar a los carabinieri. Cada uno pensaba que ya los habría llamado otro. Por eso no los han avisado hasta esta mañana. -Vianello se paró de repente, mirando las casas como si no pudiera creer que estuvieran habitadas por seres humanos-. Increíble: dos hombres mueren en una explosión, y nadie nos avisa, nadie avisa a nadie. -Siguió andando-. Por fin han venido los carabinieri, que nos han llamado a nosotros y nos han pasado el caso, diciendo que estaba en nuestra jurisdicción. -Agitó la mano hacia adelante, indicando el hueco entre los barcos-. Los buzos los han subido.

– ¿Dice que el padre tenía una herida en la cabeza?

– Sí. Terrible. El cráneo hundido.

– ¿Y el hijo?

– Arma blanca -dijo Vianello-. En el abdomen. Yo diría que murió desangrado. -Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, dijo-: Abierto de abajo arriba. Cuando lo han subido, la camisa le tapaba la herida, lo hemos visto al moverlo. -Vianello volvió a pararse y se quedó mirando las aguas tranquilas de la laguna-. Debió de desangrarse en cuestión de minutos. -Entonces, recordando cuál era su cometido, añadió-: Aunque eso lo dirá la autopsia, supongo.

– ¿Con quién ha hablado?

Vianello se golpeó el bolsillo de la chaqueta, donde guardaba la libreta.

– Aquí tengo los nombres: vecinos, la mayoría. Patrones de barcas que pescaban con ellos, mejor dicho, que salían con ellos, porque no me parece que esa gente crea que la pesca sea algo que hay que compartir.

– ¿Eso le han dicho?

Vianello rechazó la idea con un gesto.

– No; por lo menos, no directamente. Pero me parece que hablaban como si quisieran dar a entender que los une un sentimiento de lealtad porque, siendo todos pescadores, tienen que mostrarse solidarios, cuando en realidad quitarían de en medio al que tratara de pescar donde pescan ellos o donde creen que tienen derecho a pescar.

– ¿Quitarían de en medio? -preguntó Brunetti.

– Es un decir. No sé muy bien cómo funcionan aquí las cosas, pero tengo la impresión de que hay muchos pescadores y queda muy poca pesca. Y la mayoría ya son viejos para aprender otra cosa.

Brunetti esperó por si Vianello tenía algo que añadir y, al comprender que había terminado, dijo:

– Por aquí, a la derecha, había un restaurante.

Vianello asintió.

– Es donde antes he tomado un café, mientras hablaba con uno.

– Si me hago pasar por turista no se lo tragarán, ¿verdad? -preguntó Brunetti.

Vianello sonrió ante el absurdo.

– Todo el pueblo lo ha visto llegar en la lancha, comisario. Y venir conmigo hasta aquí. Mi compañía lo compromete, si me permite la expresión.

– Entonces podemos almorzar juntos tranquilamente -propuso Brunetti.

Vianello abrió la marcha camino del pueblo.

Al llegar a las primeras casas, se paró delante de las grandes ventanas y la puerta de madera de un restaurante. Empujó la puerta, la sostuvo mientras entraba Brunetti y cerró.

Detrás de un mostrador de zinc, un hombre que llevaba un largo delantal frotaba una copa ancha con un trapo lo bastante grande como para servir de mantel de una mesita. El hombre movió la cabeza de arriba abajo saludando a Vianello y, al cabo de un momento, a Brunetti.

– ¿Se puede almorzar aquí? -preguntó Vianello.

El hombre ladeó la cabeza para indicar un pasillo que partía del bar. Luego volvió a mirar la copa y reanudó su cuidadosa labor.

A un lado del bar había una puerta como Brunetti no veía desde hacía décadas. Era una puerta estrecha, cubierta por una cortina de tiras de plástico verdes y blancas, de poco más de un centímetro cada una, con nervaduras a cada lado. Al apartar las tiras con la mano derecha, Brunetti oyó aquel ligero castañeteo que recordaba de su juventud. Hubo un tiempo en el que en todos los bares y trattorie había cortinas de ésas, pero desde hacía un par de décadas habían desaparecido. Él ya no recordaba dónde las había visto por última vez. Sostuvo las tiras que todavía crepitaban para que pasara Vianello y, al soltarlas, escuchó el chasquido con el que recuperaban su posición vertical.

Lo sorprendió el tamaño del comedor, en el que había treinta mesas por lo menos. Las ventanas, situadas muy arriba, dejaban entrar mucha luz. Cubrían las paredes redes de pesca en las que estaban prendidas veneras, algas y lo que parecían cadáveres petrificados de peces, cangrejos y langostas. A lo largo de una de las paredes laterales del comedor discurría un aparador bajo. Al fondo, una puerta vidriera, ahora cerrada, conducía a un aparcamiento cubierto de grava.

Al ver que sólo había una mesa ocupada, Brunetti miró el reloj y vio con sorpresa que no era más que la una y media. Con razón se decía que el aire del mar abre el apetito.

Avanzaron por el comedor, apartaron las sillas de una mesa situada en el centro de la primera hilera y se sentaron frente a frente. A la izquierda de las vinagreras había un jarrito de flores silvestres frescas y, a su lado, un cesto de mimbre con media docena de bolsitas de grissini. Brunetti abrió una y mordió el bastoncito de pan.

Se abrieron las tiras de plástico y un joven con chaqueta y pantalón negros entró en el comedor andando de espaldas. Cuando se volvió, Brunetti vio que traía en cada mano un plato de lo que parecía antipasto di pesce. El camarero saludó a los recién llegados con un movimiento de la cabeza y fue a la mesa del rincón, donde depositó los platos delante de un hombre y una mujer de unos sesenta años.

El camarero se acercó entonces a su mesa. Brunetti y Vianello ya habían comprendido que ése era uno de los sitios en los que no tienes que molestarte en pedir la carta, por lo menos, a principios de temporada, de modo que Brunetti sonrió y dijo lo que se acostumbra la primera vez que va uno a un restaurante:

– Me han dicho que aquí se come muy bien. -Puso buen cuidado en hablar en veneciano.

– Espero que así sea -sonrió el camarero, sin mostrar sorpresa por la presencia de un policía de uniforme.

– ¿Qué recomienda hoy? -preguntó Brunetti.

– El antipasto di mare está bien. O, si lo prefieren, también hay sepia o sardinas.

– ¿Algo más? -preguntó Vianello.

– Esta mañana aún hemos encontrado espárragos en el mercado, y tenemos ensalada de espárragos con gambas.

Brunetti hizo una señal afirmativa. Vianello dijo que él no tomaría antipasto, y el' camarero pasó a los primi piatti.

– Spaghetti alle vongole, spaghetti alle cozze y penne all'Amatriciana -recitó el camarero, y enmudeció.

– ¿Eso es todo? -no pudo por menos de preguntar Vianello.

El camarero agitó una mano en el aire.

– Esta noche tenemos una cena de aniversario de boda de cincuenta cubiertos y por eso hay tan pocos platos en el menú.

Brunetti pidió vongole y Vianello all'Amatriciana.

Para plato fuerte, sólo se podía elegir entre pavo asado y fritura de pescado. Vianello optó por el pavo y Brunetti, por la fritura. Encargaron medio litro de vino blanco y un litro de agua mineral. El camarero les llevó un cesto de bussolai, las gruesas rosquillas ovaladas predilectas de Brunetti.

Cuando el hombre se fue, Brunetti tomó una, la partió por la mitad y mordió. Siempre le sorprendía que los bussolai se mantuvieran tan crujientes en aquel clima. El camarero les puso el vino y el agua en la mesa y fue rápidamente a retirar los platos de la pareja.