– Seguro que es verdad -dijo Vianello con una sonrisa que se esforzó en hacer amistosa-. Pero no es eso lo que me han dado a entender que ocurrió.
– ¿Qué? ¿Quién se lo ha dicho?
Vianello meneó la cabeza con ostensible reserva, como diciendo que él no tendría inconveniente en nombrar al informador, pero delante de su superior no podía ayudar a su amigo, el camarero, por más que lo deseara.
– ¿Ha sido el canalla de Giacomini? Dígame sólo eso. ¿Ha sido él?
De nuevo, pareció que Vianello no podía reprimir un gesto de sorpresa al oír el nombre, y lanzó al camarero una mirada rápida, como de aviso, para hacerle callar. Pero el hombre, renunciando a toda prudencia, prosiguió:
– ¡Si Giacomini ni siquiera estaba! Ese cerdo sólo busca perjudicar a Sandro. Yo sabía que ellos dos estaban peleados, por aquello que pasó delante de Chioggia. Pero miente; siempre ha sido un embustero. -El camarero echó la silla hacia atrás y se puso en pie, como para evitar seguir hablando. Volviendo repentinamente al tono formal, como si ya hubiera olvidado a su hermano, preguntó-: ¿Desean otra grappa?
Brunetti movió la cabeza negativamente y se levantó. Su sargento lo imitó.
– Gracias -dijo Brunetti, sin especificar si el agradecimiento era por el servicio o por la información, y se quedó esperando, en una actitud que daba a entender que Vianello no tenía más remedio que salir delante de su superior.
Brunetti caminó varios minutos, hasta el borde del agua, para situarse lejos de las miradas del restaurante y de las casas. De cara a Venecia, apoyó un pie en un saliente del muro del rompeolas y se agachó para sacarse una piedra del zapato.
– ¿Qué le parece? -preguntó.
– Todo, nuevo para mí -dijo Vianello con una leve sonrisa-. Nadie había querido decirme nada.
– Lo que me figuraba -dijo Brunetti, y agregó, sabiendo que a Vianello le gustaría oírlo-: Ha montado muy bien el número.
– No ha sido difícil.
– Me gustaría saber el alcance de la pelea, sobre todo, por su interés en hacernos creer que no había sido nada. -Brunetti seguía mirando en dirección a la ciudad invisible, pero sus palabras eran para Vianello.
– Sí que ha insistido, ¿verdad?
Eso le había parecido a Brunetti, pero ahora empezaba a preguntarse si el camarero no sería más listo de lo que él creía, y había dejado caer el nombre de Giacomini y la historia de la pelea para desviar su atención de otras cosas.
– ¿No será, sargento, que pretendía distraernos de algo?
– No, señor; yo diría que estaba realmente preocupado -dijo Vianello, como si ya se hubiera planteado la posibilidad y la hubiera descartado. Y, con el desdén de los naturales de las islas venecianas mayores, agregó-: Los pellestrinotti no son tan listos.
– Ya no está bien visto decir esas cosas, sargento -dijo Brunetti con suavidad.
– ¿Ni aun si son verdad? -preguntó el sargento.
– Precisamente porque son verdad -respondió Brunetti.
Vianello meditó un momento estas palabras y preguntó:
– ¿Qué hacemos ahora, comisario?
– Ver qué más podemos averiguar sobre la pelea entre Sandro Scarpa y Giulio Bottin. -Brunetti se volvió de espaldas a la laguna y echó a andar hacia las hileras de casas bajas.
Vianello, acoplando el paso, dijo:
– Detrás del restaurante hay una tienda que vende de todo. Según el letrero de la puerta, abre a las tres, y me han dicho que la signora Follini es puntual. -Por la izquierda del restaurante entraron en un patio de suelo arenoso, con puertas en dos de sus lados. Por el tercer lado, que estaba abierto, se veía el muro del rompeolas detrás del que se extendía el Adriático. La altura del lejano muro impedía ver el agua, pero el olor a yodo y la humedad del aire revelaban la proximidad del mar.
Hacía años que Brunetti no iba a Pellestrina, quizá más de diez, cuando los niños eran pequeños y Paola y él, y su hermano Sergio y su familia se metían todos en la barca de Sergio los domingos a mediodía y, so pretexto de explorar las islas, buscaban buenos restaurantes de pescado fresco. Recordaba Brunetti a los niños, tostados por el sol, pesados, dormidos en el fondo de la barca como cachorritos, aletargados por un exceso de sol y el aburrimiento de las interminables conversaciones de los mayores. Recordaba a Sergio aflorando bruscamente e izándose al costado de la barca, con las piernas marcadas por los rojos verdugones que le había dejado una medusa enorme al rozarlo en las aguas cristalinas. Y recordaba, con honda satisfacción, un polvo fenomenal con Paola, en el fondo de la barca, una tarde de agosto en que Sergio se llevó a toda la chiquillería a una de las islas pequeñas, a buscar moras.
Repicó una campanilla cuando Vianello abrió la puerta. Entraron en la tiendecita, Vianello delante, anunciando con su uniforme el motivo de la visita.
Una voz de mujer gritó desde la trastienda:
– Un momento. -Se oyó el chasquido de una puerta que se cerraba, seguido de un sonido más suave, de un objeto que se depositaba en una superficie dura. Después, silencio. Brunetti paseó la mirada por la tienda y vio polvorientas hileras de cajas de arroz, paquetes dobles de papel matamoscas, una especie de paragüero lleno de escobas y fregonas y un mueble bajo en el que había cuatro ejemplares de Il Gazzettino de la víspera. Olía ligeramente a papel viejo y legumbre reseca.
Transcurrido el solicitado «momento», una mano apartó la cortina de algodón blanco de la puerta de la trastienda y salió una mujer con un vestido verde, corto y escotado y zapatos de tacón alto, nada aptos para quien ha de estar todo el día de pie detrás de un mostrador.
– Buon giorno -dijo la dueña de la tienda, volviendo la cara en dirección a los dos hombres. Se paró delante de la cortina, sin decir más. En el intervalo, Brunetti pudo observar que la mujer estaba en la flor de la edad, aunque era una floración provocada y varias veces repetida, con intervalos más y más cortos.
El pelo, rubio platino, parecía aún más claro por el contraste con la cara bronceada. Brunetti había asistido a un seminario de tres días en técnicas avanzadas para la identificación de sospechosos, dos horas del cual trataban de los medios que utilizan los criminales para modificar su aspecto. Quizá por haber dedicado tanto tiempo a observar a las mujeres, se había sentido fascinado por las modalidades de cirugía plástica que pueden utilizarse para transformar una cara y disfrazar una identidad. Descubrió en ésa varias de aquellas técnicas, y se le ocurrió que la policía hubiera podido utilizar a esa mujer como modelo, por la facilidad con que podían detectarse las señales de la labor del cirujano.
Los ojos tenían un sesgo ligeramente oriental, y los labios se entreabrían en una leve sonrisa que condenaba a la mujer a enfrentarse a la vida con gesto de perpetuo optimismo. En el borde de la mandíbula hubiera podido afilar sus cuchillos un carnicero. La nariz, respingona y descarada, hubiera hecho maravillas en una cara con treinta años menos. En ésa, estando como estaba encima de una boca grande, de labios gruesos, desentonaba. Brunetti calculó que la mujer tendría varios años más que él.
– ¿Puedo servirles en algo? -preguntó ella situándose detrás del bajo mostrador.
– Sí, signora Follini -respondió Brunetti adelantándose-. Soy el comisario Guido Brunetti y estoy aquí para investigar el accidente ocurrido esta mañana. -Fue a sacar la cartera para mostrarle la credencial pero ella lo detuvo con un ademán de impaciencia.
La mujer lanzó una rápida mirada a Vianello y se volvió otra vez hacia Brunetti.