—¿La puedo llamar April, Miss Lowry?
—Como quiera.
—No creo que esto sea un nivel amenazador de intimidad terapeuta-paciente, ¿no cree?
—En realidad, no.
—¿Se encoge usted de hombros cada vez que contesta una pregunta?
—No sabía que lo hiciera.
—Se encoge de hombros. También evita de forma estudiada cualquier muestra de expresión facial. Trata usted de ser ilegible, April.
—Quizás me sienta más segura de ese modo.
—Pero ¿quién es el enemigo?
—Usted sabrá de eso mucho más que yo, doctor.
—¿De veras lo piensa así? Yo estoy aquí todo el tiempo. Usted está ahí, dentro de su propia cabeza. Sabrá usted de sí misma mucho más que yo.
—Siempre podría usted penetrar en mi cabeza, cuando quisiera.
—¿No sentiría miedo por eso?
—Eso me mataría.
—Lo dudo, April. Es usted mucho más fuerte de lo que piensa. También es muy hermosa, April. Ya sé, eso no tiene nada que ver con el asunto. Pero lo es.
Se trata de una isla pequeña; lo sé por la forma rápida en que la costa desaparece a los lados. Permanezco tumbado cerca del borde del agua, con el rostro hacia abajo, exhausto, hundiendo tensamente mis dedos en la arena cálida y húmeda. El sol brilla con fuerza; noto las oleadas de calor pasando dratatá dratatá sobre mi espalda desnuda. Sólo llevo puestos un par de pantalones vaqueros andrajosos y descoloridos, muy apretados, cortados a la altura de las rodillas. Mi cinturón está empapado y cubierto de una costra de sal, como si hubiera estado a la deriva durante días antes de llegar aquí. Quizás lo estuve. Resulta difícil mantener un confiado sentido del tiempo en este lugar.
Debería levantarme. Debería explorar.
Sí. Me levanto ahora. Un poco aturdido, ¿eh? Sí. Pero camino con firmeza, remontando el suave declive de la playa. Cincuenta metros hacia el interior, la compactada arena se transforma en suelo arenoso, suelto, superficial, redondeado como cantos rodados de coral surgidos desde abajo. Un suelo sediento. A pesar de todo, esto es muy exuberante, un verdadero muro de parras y enredaderas entrelazadas. Largas y brillantes hojas verdes y tropicales, de bordes suaves y grandes venas. Los ondulados troncos de las palmeras. El suave sonido del oleaje, fuisssh, fuisssh, como fondo de todo lo demás. ¡Qué azul es el mar! ¡Qué verde es el cielo! Fuisssh.
¿Es ésa la imagen de un rostro en el cielo?
Sí, es el rostro de una mujer. ¿Irene? Los rasgos son confusos. Pero finalmente los veo, sí, balanceándose a unos pocos cientos de metros sobre el agua, como si fueran proyectados por la piel del océano; un brillo, un resplandor, que tiene la forma de un rostro delicado: las ventanas de la nariz, labios, cejas, mejillas… Sí, se trata de un rostro, y no sólo de uno, porque con la intensidad de mi fija mirada lo divido, y lo vuelvo a dividir, de modo que una hilera de rostros permanece suspendida en el aire, diez rostros, cien, mil rostros, rostros por todas partes, un mar de rostros. Parecen bastante serios.
¡Sonreíd! Ante mi orden, los rostros sonríen. Mucho mejor. Hasta el aire se hace más luminoso con esa sonrisa. Los rostros se mezclan, se hacen borrosos, nítidos, de nuevo borrosos, se superponen en parte, danzan, tiemblan, se fusionan, fluyen. Ilusiones nacidas del corazón. Hijas del sol. Dulces espejismos.
Miro más allá de ellos, más alto, hacia las zonas claras del cielo sin nubes. ¡Halcones!
¿Halcones aquí? ¿No debería estar viendo gaviotas? Las aves giran y planean, como figuras oscuras contra el cielo cegador, con las alas extendidas, con plumas como dedos. Veo sus feroces picos curvados. Atrapan grandes escarabajos del aire vaporoso y remontan el vuelo, deglutiendo. Después ya no hay aves, sólo rostros que aún sonríen. Les doy la espalda y me muevo lentamente a través de la maleza baja para inspeccionar a qué clase de lugar me ha arrojado el mar.
Mientras permanezco cerca de la orilla, no tengo dificultades para moverme; pero atravesar la densa vegetación del interior ya puede ser otra cosa. Giro hacia la izquierda, siguiendo la mordisqueada línea de la playa. Antes de haber dado cien pasos más. hago un nuevo descubrimiento: la isla está a la deriva.
Mirando hacia el mar, observo que en el horizonte hay una costa oscura, bordeada por negras montañas triangulares, a uno o dos días de navegación. Hace unos minutos sólo veía mar abierto en esa dirección. Quizá las montañas han surgido en este preciso momento, pero es más probable que la isla, girando con lentitud en las corrientes, sólo se haya vuelto, permitiéndome ver las montañas. Esa debe ser la respuesta. Me quedo quieto durante un largo rato y me parece que ahora observo esas montañas desde un ángulo y poco después desde otro distinto. ¿De qué otra forma explicar esos efectos de paralaje? La isla va libremente a la deriva. Se mueve, y yo me muevo con ella, sobre el pecho del mar invariable.
El famoso y joven terapeuta norteamericano Richard Björnstrand inició su tratamiento experimental de Miss April Lowry el 3 de agosto de 1987. Quince dias después se había identificado el punto de perturbación y el doctor Björnstrand recomendó un tratamiento de penetración de conciencia, una técnica que ha ido ganando popularidad en los Estados Unidos. Inicialmente, el médico de cabecera de Miss Lowry se opuso a la sugerencia, pero posteriores consultas demostraron el valor potencial de tal aproximación y los procedimientos de entrada se iniciaron el 19 de septiembre. Esperamos otros informes del doctor Björnstrand a medida que se desarrolla el proyecto.
—¿Pero qué ocurrirá si te enamoras de ella? —preguntó Leonie.
—¿Y qué? —repliqué yo—. Los terapeutas siempre se están enamorando de sus pacientes. Reich se casó con una de sus pacientes y lo mismo hizo Fenichel, y docenas de otros analistas tuvieron asuntos amorosos con sus pacientes. Hasta Freud, que no los tuvo, se sabe que observó…
—Freud vivió hace mucho tiempo —dijo Leonie.
Ahora ya he dado la vuelta a la isla. He tardado cuatro horas en circunvalarla, puesto que el sol estaba casi directamente sobre mí cuando empecé, y ahora ha descendido más de medio camino en el horizonte. Supongo que en estas latitudes el sol se pone bastante pronto, quizás a las seis y media, incluso en verano.
Durante toda mi caminata de esta tarde la isla mantuvo un curso firme, con uno de sus lados vuelto constantemente hacia el mar, y el otro hacia esa oscura costa bordeada de montañas. Sin embargo ha seguido a la deriva, puesto que se han producido pequeñas oscilaciones en la posición de las montañas con respecto a la isla, y porque la propia costa montañosa parece ir acercándose gradualmente, aunque eso puede ser una ilusión. Los rostros aparecen y desaparecen y vuelven a surgir en las zonas bajas del cielo, sin ningún programa predecible de acontecimiento o identidad: April, Irene, April, Irene, Irene, April, April, Irene. A veces me sonríen, otras veces no. En una de esas ocasiones creí ver a Irene guiñándome un ojo; volví a mirar y el rostro era el de April.
La isla, aunque bastante pequeña, posee varias zonas geográficas distintas. En el lado al que llegué primero procedente del mar, hay una hilera de palmeras muy apretadas cuyas copas se tocan, más allá de la cual la playa desciende hacia el mar. Arbitrariamente he considerado que esa parte de la isla es el este. La parte occidental es baja y seca, y la vegetación es una maraña de matorrales bajos. En la parte norte hay una elevada cresta de coral, de cara aplanada y torcida hacia dentro, que desciende profundamente en el agua. Pequeñas olas blancas baten incansablemente contra las redondeadas agujas y bóvedas de ese elevado muro de coral.