Iría a Roma y se comportaría como un propietario responsable, aunque no aceptaría órdenes de nadie.
De pronto, Luke se sintió oprimido en aquella lujosa estancia. Así que dejó a un lado la carpeta, sacó dinero del billetero y lo puso en el bolsillo trasero del pantalón junto con la tarjeta de plástico que hacía de llave de la habitación. Luego guardó el billetero en la caja fuerte empotrada en la pared y bajó a la calle.
La noche era cálida y Luke se sintió a gusto en mangas de camisa. Entonces hizo parar un taxi.
– Déjeme aquí -pidió cuando llegaron al puente Garibaldi, sobre el Tíber.
Se encontraba en el Trastevere, la parte más antigua y pintoresca de la ciudad. Las estrechas calles del barrio, llenas de bares y restaurantes, estaban muy animadas a esa hora. Por todas partes se oían canciones y risas y Luke disfrutó el apetitoso aroma a comida que invadía el ambiente.
Más tarde entró en un bar y luego en otro, donde bebió un vino exquisito. Tres bares más tarde, empezó a sentir que la vida era buena. Después se detuvo en una callejuela y se quedó arrobado contemplando la luna llena. Minutos después, volvió a mirar la calle y en ese instante cayó en la cuenta de que no tenía idea de dónde se encontraba.
– ¿Buscas algo?
Luke giró la cabeza y vio a un joven sentado en una terraza. Su rostro era expresivo, con unos animados ojos oscuros. Al sonreír dejó al descubierto una blanca y brillante dentadura.
– ¡Ciao! -dijo Luke al ver que el joven alzaba su copa en señal de saludo-. Acabo de darme cuenta de que me he perdido -añadió al tiempo que se sentaba a la mesa junto al chico.
– ¿Eres nuevo por aquí?
– Acabo de aterrizar en Roma.
– Bueno, ahora que te has aventurado por este barrio, debes quedarte. Bonito lugar, gente agradable.
Luke hizo una seña a un camarero. Muy pronto apareció con una botella de vino y dos vasos limpios, recibió el dinero que el recién llegado le tendía y se marchó.
– Tal vez no debí haberlo hecho -dijo Luke, con un repentino sentimiento de culpa-. Me parece que ya has bebido demasiado.
– Si el vino es bueno, nunca es suficiente -replicó el joven al tiempo que llenaba los vasos. Muy pronto habré bebido demasiado y todavía no será suficiente. Soy un hombre muy juicioso, o al menos lo parezco.
– Sí -convino tras saborear el vino-. A propósito, me llamo Luke.
– ¿Luke? ¿Lucio?
– Bueno, Lucio si lo prefieres.
– Yo soy Charlie.
– ¿Un italiano que se llama Charlie? Querrás decir Carlo.
– No, Charlie. Diminutivo de Carlomagno. No se lo digo a todo el mundo, sólo a mis buenos amigos.
– Entonces cuéntale a este buen amigo por qué te pusieron Carlomagno.
– Porque soy descendiente del Emperador, desde luego.
– Pero él vivió hace doce siglos. ¿Cómo puedes estar tan seguro?
– Porque mi madre me lo dijo.
– ¿Y tú crees todo lo que tu madre te dice?
– Es mejor creerla, porque de lo contrario puedes lamentarlo.
– Comprendo, mi madre también es así -replicó Luke, con una mueca divertida al tiempo que hacían chocar las copas.
– Bebo para olvidar -comentó Charlie mientras volvía a llenar la suya.
– ¿Olvidar qué?
– Lo que sea. ¿A quién le importa? ¿Por qué bebes tú?
– Porque necesito ánimos para enfrentarme a un dragón. De lo contrario, ella me comerá.
– Ah, es un dragón femenino. Son los peores. Pero la matarás.
– Creo que esa dama no se intimida tan fácilmente.
– Limítate a decirle que no vas a tolerar tonterías. Es el único modo de tratar con las mujeres.
Tras visitar otros dos bares, llegó la hora de volver a casa.
En ese mismo momento, oyeron un grito en la próxima calle acompañado del llanto de un niño y el chillido de un animal. De pronto, un grupo de jóvenes emergió desde las sombras dando traspiés. El cabecilla llevaba un perrito que luchaba por escapar. Con ellos iba un chico de unos doce años que intentaba rescatar al cachorro, pero el patán lo lanzó a uno de sus compinches.
– ¡Bastardi! -exclamó Charlie con violencia.
– Lo mismo pienso yo -dijo Luke al tiempo que echaban a correr hacia el grupo.
Al ver que iban a arremeter contra ellos, los mozalbetes se pararon en seco y Charlie aprovechó la ocasión para arrebatar el perrito al cabecilla. Otros dos intentaron recuperarlo, pero Luke se ocupó de ellos mientras Charlie entregaba el cachorro a su dueño quien, al verlo en sus brazos, echó a correr a toda prisa.
Dos contra cuatro era una batalla desigual, pero Charlie estaba furioso y Luke era fuerte. Así que entre los dos se las ingeniaron para evitar que siguieran al niño. De pronto, se oyó el sonido inconfundible de la sirena de un coche policial, muchos gritos y los seis se vieron rodeados de agentes que los condujeron a la comisaría más cercana.
A juzgar por el modo en que llamaban a la puerta, no podía ser otra persona que Mamma Netta Manfredi. Con una sonrisa, Minnie fue a abrir.
– ¿No es muy tarde? -Netta preguntó de inmediato.
– No, todavía no es mi hora de ir a la cama.
– Trabajas demasiado. Todas las noches te quedas hasta tarde. Te he traído la compra porque sé que no tienes tiempo para hacerla.
Era una ficción que mantenían durante años. Minnie había puesto un lujoso bufete en la Via Veneto y tenía una secretaria que podía hacerle la compra. Sin embargo, la costumbre de confiar en Netta había comenzado a sus dieciocho años, cuando era novia de Gianni Manfredi y esa cálida y sonriente mujer la había abrazado por primera vez.
Entonces estudiaba Derecho y el ritual continuó durante las prácticas y se mantuvo hasta el presente, cuando Minerva ya era una abogada de éxito. Hacía cuatro años que Gianni había fallecido. Sin embargo, Minnie no se mudó a un piso más lujoso ni tampoco se debilitaron sus lazos afectivos con Netta, a quien quería como a una madre.
– Jamón, queso parmesano y tu pasta favorita -canturreó Netta al tiempo que dejaba las bolsas sobre la mesa-. Revisa la cuenta.
– No es necesario, siempre está correcta -dijo Minnie con una sonrisa-. Siéntate y toma algo. ¿Un café? ¿Un whisky?
– Whisky -respondió Netta con una risita al tiempo que acomodaba su voluminosa figura en una silla.
– Yo tomaré té.
– Todavía eres inglesa. Hace catorce años que vives en Italia y todavía tomas té inglés.
Minnie apartó las bolsas e hizo una pausa al ver un pequeño ramo de flores.
– Pensé que te gustarían -dijo Netta en un tono fingidamente casual.
– Me encantan -respondió Minnie al tiempo que la besaba en la mejilla-. Se las vamos a poner a Gianni.
Luego arregló el ramo en un florero lleno de agua y lo colocó en una estantería, junto a la fotografía de Gianni. Se la habían hecho una semana antes de su muerte y mostraba a un joven con una amplia boca sonriente y ojos de brillante mirada. El pelo rizado, más bien largo, le caía sobre la frente y el cuello, lo que aumentaba su encanto. Junto a aquélla, había una fotografía de la jovencita que había sido Minnie a los dieciocho años. Sus facciones eran suaves, redondeadas, todavía sin definir y con una mirada llena de ilusiones. Aún no conocía las penas y la desesperación.
En la actualidad, su rostro era más fino, de rasgos más marcados, pero todavía abierto al buen humor. Los largos cabellos rubios de la joven de la fotografía se habían transformado en una melena que apenas le rozaba los hombros.
Minnie cambió dos veces la posición de las flores antes de quedar satisfecha.
– Le gustarán. Siempre le han gustado las flores -comentó Netta-. ¿Te acuerdas que siempre te las regalaba? Flores para tu cumpleaños, flores para la boda, flores para vuestro aniversario…