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Nash se dio cuenta de que estaba abusando de su suerte. Durante unos momentos había conseguido que ella se divirtiera con el juego. Luego la había hecho sentir culpable. Una madre viuda no podía divertirse.

Supo que eso era lo que estaba pensando en el momento en que ella le pasó el queso.

– Esto está delicioso -le aseguró después de unos segundos de incómodo silencio. Incluso las niñas parecían haberse dado cuenta de que era mejor que se mantuvieran calladas y concentradas en la comida.

– Gracias. Clover, por favor, ¿quieres echarte el refresco en el vaso? -se volvió hacia él-. Y dime, Nash, ¿qué es lo que has estado haciendo en Sudamérica?

Su tono de voz cambió por completo. Su actitud corporal se hizo tensa, y la acompañó una repentina y brusca cortesía. Había dejado de ser dulce y amable, y se había empezado a comportar de repente como la anfitriona de una fiesta. La vulnerabilidad que había intuido, y a la que había respondido como las flores le responden al sol, había sido suprimida. Estaba siendo profesionalmente amable y educada.

¿Tan vulnerable era?

– Estaba buscando plantas.

– ¿Buscando plantas? -lo miró interesada. Bueno, estaba claro que era una entusiasta de la flora del lugar.

– Soy botánico. La selva tropical está llena de plantas que nadie ha clasificado jamás. Yo estaba recolectando ejemplares.

– ¿Durante cinco años?

– Es un lugar muy grande -él se dio cuenta de que ella trataba de unir la idea de él como botánico con la del hombre que, trabajaba en el terreno de al lado.

Alcanzó la botella y le llenó el vaso.

– La botánica no está bien pagada -dijo él.

Ella levantó una ceja en un gesto escéptico.

– Obviamente no lo debe estar, si tiene que trabajar en lo que trabaja.

Así es que no lo creía del todo. Bueno, eso no era un problema.

– Es peor que eso. Nadie te contrata hasta que no tienes experiencia y no puedes tener experiencia hasta que no te contratan. Por eso hice trabajo voluntario.

– A pesar de todo, seguro que podrías conseguir un trabajo mejor.

– Probablemente. Mi padre dice que debería dejar de andar de arriba abajo y conseguirme un empleo como es debido.

– ¿Y en qué tipo de trabajo piensa?

– Pues cosas serias y razonables -ella se rió. Estaba claro que ella entendía que eso era imposible. Él sabía que ella lo entendía-. Mi padre es una de esas personas siempre serias y razonables -de hecho, se había casado por dinero, no por amor. Eso era serio y razonable-. Piensa que debería prestarle más atención al futuro, hacerme un plan de pensiones.

– Yo tengo una hermana que es también así. Puede que tengan razón.

– Puede, pero a mí me gusta estar al aire libre.

– Pues eso es una ventaja, teniendo en cuenta que estás durmiendo en una tienda de campaña.

– Es que no hay ningún sitio en el que me pueda quedar por aquí. A menos que conozcas a alguien que pudiera compadecerse de un botánico sin casa.

– Me temo que no -dijo Stacey a toda prisa, antes de que Clover le ofreciera la habitación que tenían libre. A primera hora del lunes iría a la tienda y quitaría el anuncio que había puesto para que no lo viera. Podría arreglárselas con un estudiante, peor no con Nash paseándose en pantalón corto-. Si me entero de algo, se lo diré.

– Gracias -ella dio un sorbo de vino, revolvió los espaguetis con el tenedor y se ruborizó ligeramente.

«¿Acaso piensa que le estoy rogando por una cama?», se preguntó Nash. «¿O que me estoy ofreciendo a llenar la suya de matrimonio?».

Bueno, tal vez lo estuviera haciendo. La idea de meterse entre las sábanas de una blanda y dulce cama, provocaba en su cuerpo efectos nada adecuados para una cena familiar.

– ¿Y tú, Stacey? -le preguntó él en un esfuerzo por distraerse-. ¿Trabajas?

– Soy jardinera.

– Sí, ya veo que el tema te gusta. No sabía que eras una profesional.

– Bueno, no llego a tanto -se encogió de hombros-. Empecé a estudiar horticultura, pero la vida me impidió seguir.

Matrimonio y niños. O quizá fuera al revés.

– Deberías volver a la universidad y terminar lo que empezaste. Podrías conseguir una beca, ¿no?

– Quizás. Pero… No puedo volver. Y ya he podido aplicar todo lo que aprendí. Ya he empezado a vender algunas de mis plantas. Pero necesito una vía adecuada de comercializarlas. Las prímulas y las violetas se venden muy bien en la tienda del pueblo -pero con lo que sacaba no llegaba ni a cubrir los gastos del agua-. Pero es un mercado muy limitado.

Stacey se detuvo. Se iba a cambiar a una casa pequeña en la ciudad, conseguiría un trabajo en una oficina y renunciaría a sus estúpidos sueños.

– ¿Flores silvestres? -le preguntó Nash.

– Es mi sueño -un sueño estúpido. Sonrió-. Quizás tú encuentres alguna especie protegida de flor silvestre y no puedan construir allí.

Hubo un pequeño silencio.

– Mantendré los ojos bien abiertos.

Ella lo miró, interrogante ante su repentina gravedad. Él no estaba sonriendo. Al menos, no parecía estar sonriendo.

– ¿Cómo van las cosas? ¿Se sabe ya cuándo van a empezar a trabajar?

– No, todavía no.

Lo peor era que aquello era divertido. Clover y Rosie parecían subyugadas, Stacey avergonzada y Nash… bueno, Nash se arrepentía de no haber podido vencer el impulso de dejarles las fresas con el balón, y de haberle reparado la cortadora.

Stacey, por su parte, se maldecía en silencio. Lo único que había hecho Gallagher había sido ser amable, y ella no hacía sino sacar las peores conclusiones, darle a sus acciones los peores motivos. Vació el vaso y forzó una sonrisa.

– Come -le dijo animadamente-. Hay pastel de grosellas de postre.

Nash se levantó.

– Estaba todo riquísimo. Muchas gracias.

– De nada.

– Vamos, Clover, Primrose. Vamos a recoger la cocina y hacerle a vuestra madre una taza de café.

– No hace falta, de verdad.

– No estoy de acuerdo. De hecho, creo que deberías ir al salón y sentarte allí tranquilamente, mientras nosotros fregamos.

– Pero…

– Hazme caso, soy doctor.

– ¿Doctor?

– Sí, tengo un doctorado.

¿Y estaba trabajando en el terreno de al lado? Sí, claro. Que no le tomara el pelo. No estaba segura de si sentirse halagada porque trataba de impresionarla o de si enfadarse por la mentira.

– ¿Cuenta un doctorado en filosofía? -preguntó ella, sin molestarse en ocultar su incredulidad.

Él sonrió, sin sentirse, aparentemente, ofendido.

– Bueno, es más que suficiente para lavar los platos. Mientras nosotros fregamos, prepara el vídeo. Enseguida iremos para allá.

Protestar con más fuerza sería absurdo. Para cuando logró encontrar la película y ponerla en el vídeo, Nash ya estaba allí con una bandeja con sus mejores tazas y una cafetera llena de café recién hecho.

Se sentó en el sofá, esperando que las niñas se acercaran a ella y se acurrucaran a su lado, tal y como hacían siempre. Pero Nash se le adelantó. Puso la bandeja en la mesita pequeña y se sentó a su lado. Hacía mucho que no compartía un sofá con un hombre. Encima, aquel viejo diván tenía la desfachatez de empujarlos al uno contra el otro. Nash olía a aire limpio, como una colada de ropa limpia.

– ¿No preferirías sentarte en sillón, Nash?

Él miró hacia donde ella señalaba y luego la miró a ella de nuevo.

– Veo mejor desde aquí.

Rosie y Clover no la ayudaron, pues agarraron los cojines y se sentaron a sus pies.

Así debería de haber sido si Mike hubiera seguido vivo: los cuatro juntos. Quizás. Su mirada se apartó de la pantalla y se posó en el hombre que tenía al lado, ese hombre de pelo rubio con un cuerpo de ensueño. Él se inclinó y sirvió el café, rozándole el brazo.