– ¿Leche? -le preguntó-. ¿Azúcar?
Sin duda, su sonrisa podía derretir el hielo.
– Solo leche -respondió ella. Él le dio la taza-. Gracias.
– De nada -se sentó tranquilamente, sintiéndose totalmente como en casa, con el café en una mano, su otro brazo estirado sobre el respaldo del sofá, pero sin tocarle los hombros.
Ella trató de imaginarse a Lawrence Fordham sentado en aquel mismo lugar, viendo una película de Walt Disney con Rosie y con Clover, riéndose juntos, disfrutando de la malvada Cruella de Ville…
Su imaginación se negó a hacer el cambio.
Capítulo 5
– De acuerdo, niñas. Ya es hora de dormir -no faltaron las habituales súplicas y excusas de que era sábado y que no tendrían colegio al día siguiente. Pero Stacey se mantuvo firme-. Dadle las buenas noches a Nash. Tenéis cinco minutos para asearos y meteros en la cama.
– Buenas noches, Nash -Rosie se abrazó a él. Nash se levantó con ella en brazos y la llevó hacia las escaleras, la subió y la dejó en el escalón de arriba.
– Buenas noches, dulzura.
Clover, al ser mayor, parecía más reacia a mostrar sus sentimientos.
– ¿Vendrás otra vez mañana, Nash? Podríamos jugar al fútbol.
– ¡Clover! -la invitación de la niña estaba acompañada de una sonrisa brillante, pero detrás de aquel gesto había una patente necesidad-. Seguro que Nash tiene cosas más importantes que hacer que jugar al fútbol.
Pero Clover tenía el tipo de sonrisa que podía con todo, incluida su madre. La pequeña quería un padre… lo que no era lo mismo que querer un hombre.
– No hay nada que me gustaría más que jugar contigo al fútbol, pero mañana no puedo porque tengo que visitar a alguien.
Clover pareció decepcionada.
– ¿El lunes, entonces?
– Clover -dijo Stacey otra vez-. No seas pesada. Y no te olvides de cepillarte los dientes.
Las niñas se marcharon desganadas y dejaron a Stacey a solas con Nash.
– Lo siento, por favor no… -comenzó a decir ella.
– No te preocupes, no lo haré -dijo él, antes de que ella pudiera terminar. ¿Qué era lo que no iba a hacer? Su expresión le resultaba difícil de leer. ¿No iba a permitir que Clover lo manipulara? ¿O le estaba prometiendo que no se convertiría en una molestia? -. Me marcho, para que puedas meter a las niñas tranquilamente en la cama. Gracias, Stacey, ha sido una velada muy agradable.
Algo dentro le decía que no tenía por qué acabar. Quería que se quedara. Podría meter a las niñas en la cama, preparar un poco de café y, tal vez, podrían probar el licor de jengibre.
Pero su boca no dijo nada de eso.
– Eres fácil de complacer.
– ¿Eso crees?
Hubo una extraña pausa en la que cualquier cosa podría haber sucedido y Stacey se encontró a sí misma ansiando un beso de Nash, un deseo que se vio seguido del pánico de que pudiera cumplirse.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez. No habría sabido qué hacer, cómo reaccionar…
– ¡Mamá! ¡No hay pasta de dientes!
El momento se evaporó gracias a la mundana intervención, pero la profunda decepción que sintió fue lo suficientemente ácida como para que no le quedara duda de cuál de los dos sentimientos había sido más fuerte.
– Vete a ver, Stacey. Yo me iré solo.
No la había tocado y, sin embargo, sentía como si sus dedos le hubieran tocado la mejilla. No la había besado y, sin embargo, sentía su boca caliente y palpitante. Se le había olvidado lo que era el deseo, lo que hacía, y el modo en que te robaba la razón y te convertía en una necia.
Nash se tumbó, metido en su saco de dormir, mientras contemplaba las estrellas del cielo preguntándose qué demonios estaba haciendo. Siempre se había propuesto tener una vida sin complicaciones.
Después de una niñez vivida con unos padres que disfrutaban haciéndose infelices el uno al otro, tenía cierta aversión a las complicaciones, y había llegado hasta los treinta y tres sin encontrar motivo alguno para cambiar de opinión.
Estaba allí de paso, eso era todo. Iba a pasar un día o dos con su abuelo, haciendo las paces con él antes de que el hombre se marchara. Pero por lo que había visto, estaba claro que si aceptaba liderar el viaje a Sudamérica, no volverían a verse otra vez.
Sin embargo, su abuelo no estaba todavía tan mal como para morir de inmediato. Tal vez estaba frágil, pero no por eso dejaba de divertirle controlar las cosas, manipular a la gente. Y Nash había sido indulgente con él, le había permitido que creyera que tenía el control. Era lo mínimo que podía hacer por un anciano como él…
– Tienes que pasarte por el vivero, Nash. Alguien debe hacerlo. Solo para decir adiós. Me sacaron de allí en una camilla -el viejo sabía cómo mover los hilos del corazón-. Pensó Nash y sonrió para sí mismo. Luego su abuelo añadió- Yo iría si pudiera, pero no me dejan salir de aquí -Nash estuvo tentado de ofrecerse a sacarlo a hurtadillas, pero pensó que era mejor que el viejo no viera el modo en que el jardín se había deteriorado sin su constante amor y atención-. Vuelve el domingo y cuéntame cómo está. Entonces firmaré los papeles.
Nunca nada era tan simple. Desde luego no para su padre. Por supuesto, no lo había engañado. Podía leer el subtexto con toda facilidad: «Cuando vuelvas de haber visto el pasado, firmaré esos papeles de compromiso con una constructora. Pero no te voy a dejar escapar tan fácilmente. Quiero que, antes de tomar una decisión, te enfrentes con el pasado».
Sabía lo que le esperaba pero, a pesar de todo, le resultó realmente impactante enfrentarse a ello. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí, regodeándose en la nostalgia del pasado, si Stacey O'Neill no hubiera saltado el muro y se hubiera encontrado a sí mismo hundiéndose en ese par de ojos de color miel?
Los melocotones podrían haberle tocado alguna fibra sensible, un deseo de recobrar un tiempo pasado mucho más simple, en un lugar en el que había sido feliz. Pero los ojos de Stacey y su sonrisa, su rubor, lo habían tentado con la idea de que tal vez podría volver a ser feliz otra vez.
Sabía que era complicado. Realmente complicado. No era solo una muchacha a la que podría amar y luego abandonar si descubría que no era lo que esperaba. Era una mujer con dos hijas. Eran un paquete completo y, una cosa que sabía, por encima de todo, era que los niños no debían sufrir por causa de los adultos.
Lo más sencillo y lo más sensato era marcharse de allí. Alejarse del jardín, de Stacey, de Rosie y de Clover.
Entonces, ¿por qué seguir haciendo que las cosas fueran simples, había perdido, de pronto, su atractivo?
¿Por qué le costaba tanto no escalar el muro de la casa y complicarse realmente la vida?
Se iría al día siguiente. Haría las maletas y se iría al día siguiente. Llamaría a la residencia, tal y como había prometido, y continuaría con su vida sin complicaciones, tal y como había planeado.
El sol había hecho florecer la madreselva y olía maravillosamente bien.
Stacey se quedó en la puerta trasera, negándose a cerrarla e irse a la cama.
Ella agitó la cabeza. ¿Se estaba engañando a sí misma? Su inquietud no tenía nada que ver con la madreselva. Era el hombre que estaba al otro lado del muro el que la tenía allí, de pie, en la oscuridad del jardín como una niña tonta esperando a que el caballero de la armadura apareciera de un momento a otro, y le prometiera toda clase de emociones excitantes.
Ya le había ocurrido antes. Bueno, quizás no exactamente, pero la motocicleta de Mike era lo más próximo a eso. Lo suficientemente excitante como para que una romántica adolescente de diecisiete años se dejara embelesar.
Pero ya no tenía diecisiete años. Ya había llegado el momento de que se enfrentara a la realidad. Nash Gallagher se marcharía de allí en un par de semanas. El tipo de citas que tendría con Lawrence Fordham era lo más emocionante que iba a vivir.