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Cerró la puerta y se metió en la cama, decidida a olvidarse de Nash, de su pelo rubio y de su sonrisa embriagadora.

Pero el olor a madreselva se coló por la ventana y la perturbó una vez más.

Para un hombre capaz de dormir en cualquier parte y en cualquier circunstancia, aquella estaba resultando una muy mala noche. Después de un rato, dejó de intentarlo, se puso las manos bajo la cabeza y se puso a pensar en el pasado y en su jardín. Los mejores recuerdos que tenía procedían de allí. Algunas cosas nunca cambiaban.

Stacey dio vueltas y vueltas hasta que tuvo el camisón tan retorcido que se vio obligada a salir de la cama para desenredarlo. La noche era tan corta que los árboles ya empezaban a distinguirse con toda claridad, dibujados contra el cielo. Tenía ganas de hacer algo energético y ruidoso para luchar con los sueños que la perturbaban.

Miró al reloj. Eran solo las cuatro de la mañana de un domingo. Demasiado temprano para hacer ruido.

Quizá si preparaba un poco de té y se daba una vuelta por el jardín para despejarse la cabeza, podría volver a dormir.

Abrió la ventana algo más para que entrara el aire de la mañana y se apoyó en el alféizar. Vio que había un ligero resplandor al otro lado del muro. Le hacía sentirse menos sola saber que no era la única alma despierta.

¿Qué estaría haciendo él? Tal vez estaría leyendo o escribiendo sus notas. Quizás estaba planificando su próximo viaje.

¿Un viaje de investigación? ¿Un botánico? Agitó la cabeza renegando de su credulidad. El hombre trabajaba allí limpiando la basura. ¿Es que nunca aprendería a no dejarse engañar?

Aparentemente, no. Se puso unos pantalones de chándal y una camiseta y bajo las escaleras, para poner la tetera. Cuando el agua hirvió, preparó té y lo llevó fuera.

– ¿Nash? -su susurro sonó como un trueno en mitad del silencio del amanecer. Un pájaro rechistó en un árbol. Su corazón latía aún más sonoramente que el susurro.

Nada. No hubo respuesta. Seguramente, se habría dormido con la linterna encendida. Considerando el modo en que le latía el corazón, aquello era, probablemente lo mejor. Aquello era lo más estúpido del mundo…

– ¿Nash?

– Stacey, ¿pasa algo?

¡Cielo santo! No lo había oído acercarse, pero su voz, grave, urgente, resonó al otro lado del muro. Aquello sí que le aceleraba el corazón.

– No. Vi tu luz encendida. He preparado un poco de té y he pensado que, tal vez, quieras un poco. Asoma la cabeza y te pasaré la taza.

Nash se quedó allí, de pie, en mitad de la oscuridad. ¿Realmente quería que el muro continuara entre ellos, o era una invitación?

Pensó que sabía la respuesta, pero no estaba seguro de que ella la supiera. Se alzó en el muro y vio su rostro: dulce, inocente, dudoso. Bueno, ya eran dos los que dudaban. Pero prefería dudar estando a su lado.

– Espera, voy a pasar a tu jardín. Será más fácil -ella no puso ninguna objeción, y él saltó al otro lado. Notó que hacía un gesto de dolor al ver que él pisaba una de sus plantas favoritas-. Tal vez, debería poner una puerta.

Hubo una breve pausa.

– Claro que, no tiene mucho sentido, teniendo en cuenta que te vas a marchar -era una tácita pregunta a la que no podía ofrecerle respuesta alguna, así es que continuó-. ¿No podías dormir?

– No -respondió ella, mientras observaba su pelo rubio, sus hombros plateados y su torso desnudo bajo la luz de la luna-. Es este repentino calor -dijo ella, sintiendo, de repente, mucho calor-. Pensé que estarías acostumbrado al calor.

Lo estaba. Hacía falta mucho más que eso para despertarlo, pero Stacey era ese «mucho más». El modo en que lo había mirado antes de que Clover reclamara su atención, no solo lo había mantenido despierto, sino que le estaba procurando todo tipo de pensamientos perturbadores.

Pero, ¿cómo se podía hacer el amor a una mujer con dos niñas?

La respuesta parecía ser: «cuando se acerca a ti antes del amanecer». Quizá, pero no si estás planeando tomar un avión en dirección a una lejana selva tropical en un futuro muy próximo.

– Hay cosas a las que uno nunca se acostumbra -dijo, y tomó la taza que le estaba ofreciendo-. ¿Nos sentamos en el banco que hay junto a la puerta trasera? Por si acaso se despiertan las niñas.

Acababa de invocar a sus dos carabinas durmientes, las que los obligaban a seguir el camino correcto. Él dio un sorbo a su té y lideró el camino hacia la casa, lejos de la tentadora llamada de la suave hierba bajo sus pies desnudos. Al oír la voz de Stacey, se había apresurado a su encuentro, sin detenerse ni tan siquiera a ponerse las botas.

– Tu jardín huele maravillosamente bien.

– Sí, es la madreselva.

– Cuéntame ese proyecto que tienes de vender plantas silvestres -dijo él.

Ella lo miró, como si le sorprendiera que él se acordara.

– No es un proyecto. Es solo un sueño.

– ¿Crees que tienes suficiente mercado?

– Probablemente no. Pero ayudaría que dejara de cultivar verduras que la gente del pueblo obtiene gratis y construyera unos cuantos viveros.

– Estoy seguro de que la tienda de víveres te lo agradecería.

– Sí -Stacey miró su taza.

Pero los viveros requerían dinero. Archie y ella habían hablado de ellos. Él iba a haberla aconsejado. Pero antes de poder hacer nada, se lo había encontrado, sobre el escritorio de su despacho, víctima de un ataque al corazón. Tenía que sacar tiempo para ir a visitarlo. La residencia estaba demasiado lejos para ir en bicicleta, pero quizá pudiera persuadir a Dee para que la llevara. O, incluso, puede que le dejara el coche durante unas horas. Después de todo, Dee le debía un favor.

– ¿Stacey?

Ella negó con la cabeza.

– Olvídalo, Nash. Yo ya lo he olvidado.

– ¿De verdad? -no lo estaba mirando, y él, sin embargo, quería desesperadamente encontrar sus ojos.

Stacey sentía su presencia con una fuerza que la impulsaba a hacer algo estúpido, a decir algo estúpido. Algo del tipo, «no quiero hablar de mis viejos sueños, quiero hacer realidad alguno nuevo».

Estaba controlando con tal vehemencia lo que sentía, que saltó en el momento en que la tocó.

– No te creo.

«Piensa… piensa… Di algo para detener esto».

Pero sus dedos le acariciaron la mejilla, abrasándole la piel. Y ella se volvió, sin poder evitarlo, a enfrentarse a sus ojos, oscuros e ilegibles bajo la tenue luz del amanecer.

– No te creo -repitió él.

– Quizá no -admitió ella y se dio la vuelta-. Pero no tiene sentido llorar por la luna.

– No tiene sentido llorar por ella. Tratar de alcanzarla es otra cosa. No renuncies a tus sueños Stacey.

– ¿Cuáles son los tuyos, Nash?

Él bajó la mano y ella se volvió entonces.

– No soy ningún soñador.

– ¿No? -Ella forzó una sonrisa-. Pero si eres botánico -permitió que la duda tiñera su voz-. Seguro que debes estar ansioso por descubrir alguna especie de planta nueva a la que pondrían tu nombre. Es un tipo de inmortalidad.

– Sí, quizás -sonrió educadamente y dejó la taza en la bandeja-. Será mejor que me vaya y siga adelante con mis planes. Gracias por el té.

– De nada -dijo ella, mientras veía cómo se alejaba en dirección al muro-. Vuelve cuando quieras.

– Mamá, ¿qué estás haciendo?

– Pensando.

– ¿Acerca de qué?

Sobre baldosines y esa misteriosa sustancia llamada cemento, y sobre el color que debía aplicar en las paredes del baño para darle luminosidad. Pero se preguntaba si con sus esfuerzos de pintora aficionada, lograría realmente que tuviera mejor aspecto. ¿O acabaría por empeorarlo?

– No mucho -dijo, y se volvió hacia Rosie que llevaba en la mano un gran ramo de flores-. ¿De dónde las has sacado? -preguntó. Como si no lo supiera.

– Estaba en los escalones de la puerta trasera -claro. No había abierto aquella puerta desde su aventura al amanecer. De hecho, había estado evitando salir al jardín, aunque no tenía muy claro el por qué. Pero no pudo resistir la tentación de tocar los sedosos pétalos de las flores y de sacar una de ellas del ramo. Leucantemum vulgare. Una margarita.