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Adoraba las margaritas, especialmente aquellas tan altas, con un centro grande y amarillo-. Seguro que lo ha dejado Nash.

– Supongo.

– Le gusta tomar té con nosotras -dijo Rosie-. Ha dejado una nota.

– ¿Una nota? Su corazón no se había enterado aún de que había una cosa que se llamaba «ser razonable», y dio un inesperado vuelco-. ¿Qué nota?

– Solo decía: Gracias por lo de anoche -se encogió de hombros-. O algo parecido.

– Y, ¿dónde está la nota?

– En la cocina. Sobre el aparador.

Stacey contuvo las ganas de bajar corriendo a leerla. Se podía decir mucho sobre un hombre por su letra.

– ¿Por qué no pones las flores en agua?

– Vale.

– Y, Rosie… Trata de no romper el jarrón.

– Esta vez no. Nash decía en la nota que ya había comprobado que no había arañas entre las flores -Stacey no pensaba que su hija menor pudiera haber leído algo así. Rosie notó el gesto dudoso de su madre, porque dijo-. Ha sido Clover la que la ha leído.

– De acuerdo -Stacey tragó saliva. Habría querido salir al jardín, asomar la cabeza por el muro, darle las gracias e invitarlo a desayunar. Bueno, y un montón de cosas estúpidas más, en las que no se atrevía ni a pensar, y mucho menos, a decir en alto.

Se dirigió hacia el baño, retorciendo las flores entre los dedos. «Amarillo y blanco», pensó. «Como las margaritas». Eso le daría al baño un aspecto fresco y soleado. Alegre.

Iría en bicicleta a la residencia más tarde, mientras las niñas estaban en el entrenamiento de fútbol. Miró el reloj. Mucho más tarde, porque solo eran las ocho en punto.

Terminó de preparar unas plantas que ya estaban listas para ser vendidas, por si encontraba algún sitio donde venderlas. En la gasolinera que había a la salida del pueblo le habían dicho que le admitirían unas cuantas flores silvestres si podía suministrarles también, plantas más propias de jardines normales. No es que tuviera nada en contra de ese tipo de plantas, pero, para eso, prefería un trabajo en una oficina. Agarró unas cuantas plantas de prímulas y soñó un poco.

Finalmente, las niñas se marcharon a su entrenamiento, pero, en el momento en que Stacey se estaba montando en la bicicleta, apareció su hermana. Le llevaba el vestido de Armani, un traje de seda y un par de suéteres, muy delicados, con una falda que dejó sobre el sofá. Luego, volvió a su coche y sacó un par de zapatos que todavía estaban en su caja.

Su hermana no había elegido un buen momento, pues Stacey no estaba de humor para aguantar los «paternalistas» consejos de su hermana, ni aún cuando viniera con un montón de etiquetas de marca bajo el brazo.

La ropa de diseño no resultaba muy útil cuando una se ganaba la vida como jardinera. Lo que se necesita es un buen par de botas, unos pantalones de trabajo y jerséis de rebajas.

Miró la ropa con desconfianza.

– ¿Qué es lo que quieres?

– ¡Stacey! -Le dijo Dee herida-. Tenía que traerte el vestido y, mientras buscaba en el armario pensé que, tal vez, te podría servir todo esto -hizo que sonara como si su hermana le hiciera un favor quitándoselo de las manos-. Están un poco pasados de moda, ya sabes.

– ¿De verdad? -miró los zapatos. Eran una talla más grande que la que usaba su hermana-. ¿También te han encogido los pies?

Dee se ruborizó ligeramente.

– Los compré un día mientras esperaba a Harry -dijo rápidamente-. Me parecía un desperdicio verlos allí, en el escaparate.

– Sí, tienes razón -dijo Stacey y Dee se sintió aliviada-. Estoy segura de que, si los llevas a la tienda, te devolverán el dinero.

– Los compré hace mucho tiempo. Y no sé qué he hecho con los recibos.

¿Eso decía una mujer que archivaba los recibos del supermercado en orden?

– Quizá deberías mirar en el bolso -le sugirió Stacey secamente. Había visto aquellas elegantes sandalias en la zapatería favorita de Dee la última vez que había estado en la ciudad. Repitió la pregunta-. ¿Qué quieres?

– De acuerdo -dijo-. Lo admito. Necesito que me hagas un favor, un gran favor.

– Quieres que me acueste con Lawrence el sábado por la noche.

– ¿Lo harías? -preguntó Dee esperanzada.

– No, Dee, no lo haría.

– Quizá tengas razón. Deberías tratarle con calma.

– ¿Por qué? ¿Es que es virgen? -no esperó a que le respondiera. No quería saber nada sobre Lawrence Fordham-. Venga, vamos. ¿Me puedes llevar a la residencia de ancianos y te dejaré que elijas los baldosines de mi baño?

– ¿Del baño?

– Tú me dijiste que necesitaba baldosines nuevos.

– Pero no quería decir… -de pronto, encontró una nueva táctica-. Si me ayudas, pagaré a alguien para que lo haga.

– Entonces nunca aprenderé -respondió Stacey-. Además, las niñas me van a ayudar. Puede resultar divertido.

– ¿De verdad? De acuerdo. Vamos a comprar pintura.

Y así lo hicieron.

¡Dios santo! ¿Sonaba tan convencida o Dee solamente le estaba tomando el pelo?

Una vez que sugirió el modo más barato y limpio de usar baldosines blancos y amarillos para crear un bonito efecto, volvió al tema que le interesaba.

– Verás, hay una recepción en el Town Hall mañana por la noche.

– ¿Sí? Qué bien. ¿Cuántas cajas de baldosines voy a necesitar?

Dee sacó una calculadora del bolso.

– Tenía la esperanza de que acabaras diciendo eso -comenzó a marcar unas cuantas cifras-. Lawrence está en el comité de Twinning y le prometí que iría con él.

– ¿Y? ¿Se supone que debería estar celosa?

Dee ignoró la pregunta.

– El problema es que ha surgido un ataque de pánico en Europa por un nuevo yogur orgánico que va a salir al mercado y tengo que volar a París a primera hora de la mañana. Puede que tenga que estar allí un par de días.

– ¿Y te vas a perder la recepción? Eso debe ser realmente duro para ti -dijo Stacey.

– No para mí, pero sí para Lawrence. Le he pedido que se una al comité por las conexiones que tenemos con Europa, pero si yo no voy, estoy segura de que pondrá alguna excusa para no asistir.

¿Era capaz de hacer eso? A lo mejor no era un idiota total, después de todo.

– ¿Es que no puede hacer nada sin tenerte a ti a su lado?

– Sin tenerme a mí a su lado seguiría teniendo una pequeña tienda de productos lácteos en lugar de una macro-compañía. Sus productos son maravillosos, pero carece completamente de una visión de negocios. Por cierto, necesitarás seis cajas de baldosines amarillos y cinco de blancos. ¿Me vas a ayudar?

Stacey le enseñó a su hermana el muestrario de pinturas.

– Este amarillo se parece al de los baldosines. Y, si resultas tan imprescindible al lado de Lawrence, ¿por qué no me voy yo a París y te quedas tú aquí?

Dee miró el color con detenimiento y agitó la cabeza.

– No. Va a ser demasiado amarillo. Deberías poner una base blanca y un estarcido amarillo – ¿estarcido? Stacey ya tenía suficientes problemas con la pintura lisa como para complicarlo más-. Supongo que tú podrías ir a París -continuó Dée dudosa, mientras elegía unas cuantas plantillas y las ponía en el carro-. Pero, ¿cuánto sabes tú sobre el mercado de los yogures orgánicos? -le preguntó y esperó. Al no recibir respuesta, sonrió-. ¿Tanto? -agarró una lata de pintura blanca-. Asumo que puedo decirle a Lawrence que irás con él.

Stacey puso la pintura blanca de nuevo en el estante y agarró un bote de color amarillo.

– Lo haré -dijo, mientras volvía a poner las plantillas en su sitio original-. Pero necesito un favor también -su hermana la miró desconfiada-. Puesto que no vas a usar el coche este lunes, ¿podrías prestármelo?