– ¿Te permiten beber whisky?
– No, pero no te preocupes, hace falta mucho más que eso para matarme.
Se detuvo en la tienda del pueblo para comprar un poco de pan y leche. Estaba cerrada, pero el anuncio que vio en el escaparate le llamó la atención.
Habitación de alquiler. Adecuada para un estudiante. Contactar con Stacey O'Neill, en el Lodge, Prior's Lañe.
Solo podía haber dos razones por las que no se lo había dicho. No se fiaba de él, o no se fiaba de sí misma. Y él se había portado muy bien aún cuando los ojos de ella le habían rogado en silencio que se portara mal.
Quizá debería parar en su casa y preguntarle cuál de las dos razones era. Aceptar aquella invitación.
No, claro que no debía hacerlo. Sabía que no debía.
Si hubiera estado preparada para alquilarle una habitación se lo habría dicho cuando se lo había preguntado.
Pero no sería amable por su parte avergonzarla, no lo sería.
Pero, al diablo con ser amable, cuando se había pasado un montón de noches en el duro suelo, dando vueltas de un lado a otro, preocupado por las dificultades que ella tendría para vender la casa, si él le robaba las vistas.
Eso, además del desconcertante efecto de la idea de encontrarse a la señora O'Neill a primera hora de la mañana, con el pelo revuelto y los ojos vulnerables. Eso era suficiente para darle a cualquier hombre todo tipo de extrañas ideas.
Se montó en su Harley, y ya estaba a mitad de camino por Prior's Lañe, cuando recordó que se iba a marchar el jueves, justo después de la charla. Si le decía a Stacey que le dejara aquella habitación, sabía que no se marcharía a ningún sitio en mucho tiempo.
El suelo podía ser duro y su saco de dormir solitario, pero para un hombre dispuesto a evitarse complicaciones, era mucho más seguro.
Stacey estaba lijando la pintura de la ventana, cuando oyó una moto que se aproximaba. El corazón se le encogió y levantó la cabeza para escuchar ese sonido especial que hacía el motorista al cambiar de marcha.
Pero la moto redujo la velocidad antes de acercarse a la casa. Seguro que era alguien que se había equivocado.
Algún tiempo atrás solo el sonido de una Harley habría sido suficiente para que se pusiera a llorar. Sin embargo, en aquella ocasión se limitó a seguir lijando.
Había querido a Mike. Lo había querido mucho más de lo que él la había querido a ella. Había sido un inútil, un marido infiel, y un padre no demasiado bueno. Ella había madurado. Él no. Pero nunca había renunciado a seguir intentándolo y, durante un tiempo lo había echado de menos. Pero su hermana tenía razón. Había llegado el momento de dejar escapar el pasado.
Desde la ventana, pudo ver lo que ocurría al otro lado del muro. Nash acababa de entrar en jardín con una gran Harley. ¿Había sido aquella la moto que había oído?
Ella lo observó, sabiendo que él no era consciente de ello, mientras se desabrochaba la cazadora. Recordó el olor a cuero y a gasolina, a hombre dispuesto a amar. Nash era uno de esos hombres por los que una mujer podía perder la cabeza.
Pero ninguna mujer en su sano juicio volvería a cometer el mismo error.
Miró al jarrón lleno de margaritas que se había llevado hasta el baño para que la inspiraran. Lawrence Fordham no le regalaría margaritas. Seguro que era uno de esos individuos que regalaban las tradicionales rosas rojas, si es que regalaba flores. Y estaba segura de que no le iba a gustar que su acompañante tuviera las manos más rudas que las de él. Suspiró y se puso los guantes.
Nash se quitó la cazadora y sacó una cerveza de la nevera portátil, le quitó la arandela y se sentó dispuesto a enfrentarse a sus opciones. Pero el fresco aroma de un jardín frutal lo embriagó.
Después de haber limpiado la base de los árboles, no había podido evitar seguir adelante.
Le había dicho a su abuelo que no era un jardinero, pero seguro que habría aprendido algo de él durante todos aquellos años en los que lo había seguido a lo largo de su santuario, haciendo pequeños trabajos que él le encargaba.
La verdad era que había aprendido mucho. Su abuelo siempre le había respondido a cuantas preguntas le había hecho.
Si se quedaba, aquel jardín centenario sería suyo. No tenía otra atadura que la promesa de cuidar de aquel santuario.
Pero, ¿cómo podría hacer eso si estaba en el otro extremo del mundo?
En Centro América podría encontrar la inmortalidad. Le daría su nombre a alguna especie milagrosa de planta. Aparecería en los periódicos científicos, y en las listas de los grandes buscadores de plantas de todos los siglos. Una semana atrás estaba convencido de que aquello era lo que quería.
Pero es que una semana atrás aún no había conocido a Stacey.
Quizás debería sugerirle a Archie que le diera el jardín a ella. Seguro que lo apreciaría más que nadie. También se lo podía dar él una vez que estuviera en su poder. La idea le resultaba realmente atrayente. Podría hacer realidad su sueño…
Aunque se sentía muy atraído por la idea, tuvo que volver a la realidad. Ya tenía bastantes problemas. Restaurar un lugar así costaba mucho dinero. Por supuesto, no había ningún motivo que le impidiera hacer eso por ella. Tenía todo el verano para hacerlo. Podría arreglar la oficina, instalar un ordenador y contratar a alguien para que le diseñara una página Web. Podría poner una puerta en el muro.
Comenzó a darle vueltas a la idea. Se levantó y se dirigió hacia el invernadero
No estaban tan mal. Podrían estar restaurados en unas cuantas semanas. Le dio una patada a un baldosín suelto, que había sido levantado por la incontrolable fuerza de una planta, que había aprovechado una grieta para fijarse. Se arrodilló y la colocó en su lugar. No estaba tan mal. Se puso de cuclillas y pensó sobre ello. Poco a poco fue tomando conciencia del maullido de los gatitos.
Stacey se arrepintió de haber empezado. Prefería mil veces cavar en la tierra antes que lijar. Y estaba aún en la parte fácil.
Clover y Rosie ya la habían abandonado. Había empezado con mucho entusiasmo, pero se habían aburrido. En cuanto empezaron a hacer una cadena de margaritas para dársela a Nash, entendió que las había perdido y las mandó a recoger guisantes.
Se levantó el borde de la camiseta y se quitó el sudor de la cara. Cuando alzó la vista vio que Nash había dejado una caja de cartón encima del muro. El sol resplandecía como oro sobre sus hombros. ¿Es que aquel hombre nunca se ponía camiseta? ¿No sabía el efecto que provocaba sobre una mujer su torso desnudo?
Claro que lo sabía. Mike incluso paseaba con el torso desnudo cuando estaba todo nevado.
Daba muy mal ejemplo saltando de arriba abajo sin camiseta. Si pensaba visitarlas a menudo, tendría que ponerse camiseta y entrar por puerta principal, como todo el mundo. Se lo iba a decir.
Pero no en aquel preciso instante. Estaba demasiado ocupada. Tenía que seguir lijando la madera y obviarlo a él y a su caja con lo que contuviera. Seguro que lo que pretendía era que lo volvieran a invitar a tomar té. Pues no iba a conseguirlo.
– Stacey -Nash estaba de pie bajo la ventana, con la caja en la mano-. ¡Stacey! -la llamó de nuevo, negándose a ser ignorado.
– Estoy muy ocupada, Nash. Y si lo que tienes ahí son más flores, te diré que ya no tengo jarrones.
– No son flores. Mira, ¿puedes bajar? Tengo un problema – ¡vaya, tenía un problema! Tendría que probar a vivir un día de su vida. Se iba a enterar-. Necesito tu consejo.
¡Seguro! ¿Es que parecía tan tonta?
Ella lo ignoró, pero él no esperó una respuesta. Entró en la casa como si fuera suya.
¡Qué cara! Porque le hubiera arreglado la cortadora… porque lo hubiera invitado a té…
Se apartó de la ventana y se dirigió a la cocina. Para cuando llegó, Nash no solo estaba allí, sino que estaba sacando la leche del frigorífico.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó. Y entonces los vio. Eran tres… no, cuatro bolitas de pelo, arropadas en su camiseta que maullaban desesperadas.