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Habían pasado años desde la última vez, pero su memoria no la había abandonado. Había estado trabajando desde el instante mismo en que se lo había encontrado con todas aquellas fresas en las manos, mostrándole pequeños fragmentos de lo que era el deseo cálido, urgente y dulce.

Pero los fragmentos se habían fundido en un momento de realidad y ella se iba acercando cada vez más deprisa a ese punto en el que derretirse de placer parecía inevitable.

De pronto, Nash dejó de besarla, se apartó ligeramente y ella gimió una pequeña protesta, hasta que se encontró con sus ojos azules y ardientes…

– ¿Alguna vez has…? -comenzó a decir. Luego se detuvo, como si necesitara respirar. Podía sentir su corazón latiendo a toda prisa, notaba el subir y bajar de su torso, mientras, como ella, trataba de recobrar el aliento. Habría querido poder apoyar su cabeza sobre su pecho, haber podido sentir el calor, pero algo le dijo que él trataba de decirle algo importante.

– ¿Qué? ¿Si alguna vez he…?

– Si alguna vez has probado el sabor de un melocotón recién caído del árbol.

Podría haber esperado cualquier cosa, excepto aquello. Confusa, se apartó de él y lo miró a la cara, tratando de descubrir el significado oculto que había tras sus palabras.

Detrás de ellos, estaba Clover, en la puerta, con uno de los pequeños gatitos entre las manos, y los ojos muy abiertos, en un gesto pensativo.

¡Maldición! ¿Qué habría visto? ¿Qué estaría pensando?

– Clover -empezó a decir, mientras su cabeza daba vueltas tratando de encontrar algo que decir-. ¿Qué estás haciendo con el gatito?

– Se ha despertado. Tiene hambre otra vez -de pronto cambió de tema-. ¿Es que Nash va a ser mi nuevo papá?

Hubo un largo y doloroso silencio antes de que Stacey lograra soltar una carcajada y apartar el brazo de Nash de su cintura. Él no trató de detenerla en ningún momento. Probablemente estaba tratando de decidir entre salir corriendo o tomar una ruta más directa y saltar por la ventana abierta.

– ¿Tu nuevo padre? -repitió Stacey, incapaz de mirar a Nash.

– Te estaba besando. Papá también te besaba así.

Pobre hombre. Un solo beso y su hija ya lo estaba apuntando con una pistola.

– Sí, bueno… es que me sentía un poco triste porque los gatitos han perdido a su madre -improvisó ella-. Nash solo trataba de consolarme.

Y desde luego que había logrado consolarla…

Clover no pareció muy convencida. Ya tenía diez años y era lo suficientemente mayor como para entender las diferencias entre consolar a alguien y un beso como aquel.

– Cuando a la madre de Sarah Graham empezaron a consolarla así, Sarah se encontró con un nuevo padre y una hermana bebé.

¡Estupendo! Finalmente, miró a Nash en espera de un poco de ayuda.

Él estiró la mano, y pasó un dedo por la pequeña cabeza del gatito.

– ¿Te gustaría tener una hermanita? -le preguntó a Clover.

¡Vaya forma de ayudar!

Al menos, Clover no la traicionó.

– ¡Para nada! -Dijo, sin dudarlo un momento-. Ya tengo una hermanita y es un rollo -Stacey respiró aliviada demasiado pronto, antes de lo que estaba por venir-. Pero no me importaría tener un hermanito como Harry, mi primo.

No, no sería moreno, como Harry, sino con la piel dorada como el brillo del sol y el pelo rubio.

– Clover, llévate ese gatito abajo y ponlo en la caja con los demás. Luego, lávate las manos con jabón y agua caliente.

– De acuerdo -Clover hizo un amago de moverse, pero no salió-. ¿Dónde está la mamá de los gatitos? -le preguntó a Nash. Stacey notó que él la estaba mirando y ella se negó a ver la expresión de sus ojos. Probablemente, sería de pánico absoluto. No obstante, estaba esperando a que ella lo guiara-. A lo mejor está herida -continuó Clover, antes de que Stacey pudiera pensar en algo que decir. No le resultaba fácil pensar claramente cuando su hija de nueve años acababa de pillarla comportándose como una adolescente atolondrada- Deberíais estar buscándola.

– Clover, cariño -comenzó a decir Stacey, mientras pensaba en todas las pequeñas víctimas que veía en la carretera cuando salía a pasear en su bicicleta.

– ¡A lo mejor no está muerta!

– Tienes razón, Clover -le dijo Nash rápidamente-. Iré a buscarla. De hecho, eso era lo que pensaba haber hecho en cuanto me asegurara de que los gatitos estaban bien.

Ya estaba. No necesitaba saltar por la ventana del baño. Su hija le había ofrecido una salida menos arriesgada.

– Sí, vete. Ya me las arreglaré yo con el baño.

– ¿Puedes? -sonrió ligeramente-. ¿Significa eso que me he quedado sin repostería?

– Ya sabes que los dulces son perjudiciales.

– ¿De verdad? -se encogió de hombros. Estaba claro que la acampada al aire libre y la repostería eran incompatibles-. Pero no dejes que la fruta se estropee.

No esperó a que ella le diera las gracias. Le revolvió los rizos a Clover y se dirigió hacia la escalera.

Stacey agarró la lija como si fuera un salvavidas y ya que sus piernas parecían dos esponjas que se negaban a sujetarla, se puso a trabajar en el rodapié.

Así no podría dejarse vencer por la tentación de mirar a Nash por la ventana, mientras buscaba a la gata por el jardín. Y no iba a recolectar fruta. No estaba dispuesta a volver a saltar por encima de ese muro otra vez.

– ¡Mami, mami! -Poco a poco fue tomando conciencia de la voz de Rosie- ¿Dónde se ha ido Nash?

Maldición, maldición, maldición. No había sido su intención, haber hecho lo que había hecho. No había tenido intención alguna de besarla. Había sido una locura. No quería complicarse la vida, verse sumido en un laberinto de compromisos emocionales.

Si estaba solo, nadie podría hacerle daño. Así era como había vivido desde que había tenido la madurez suficiente para entender los juegos en los que se metían los hombres y las mujeres, las estrategias que usaban para hacerse daño mutuamente. Le había servido. Al menos hasta entonces.

Se puso de cuclillas y apoyó la espalda sobre el muro cálido, sintiendo un miedo profundo dentro de él al reconocer cuánto se había alejado de la soledad en los últimos días.

Era fácil estar solo cuando no deseaba nada. Es fácil mantener los ojos fijos en el camino que tienes delante, cuando nadie te distrae, cuando nadie te hace sentir que deseas los caminos adyacentes.

Pero, ¿qué se podía hacer cuando el cuerpo ardía, cuando te pedía que dejaras de huir con la promesa de que no te arrepentirías? No había que creerlo, no si se seguía el sentido común.

Pero, ¿qué se hacía cuando el corazón te decía que querías perderte en los brazos de una mujer y darle, a cambio, a ella y a sus hijas todo lo que tenías, darle el hijo que tanto deseaba? ¿Qué se podía hacer cuando, de pronto, eso parecía lo más importante del mundo?

Sufrir, eso era lo que se podía hacer.

Se sentía furioso e inútil. Reconocía un vacío y una frustración inexistente hasta hacía tan solo unos días, en una vida que, hasta entonces había transcurrido sin problemas, como si se tratara de un tren expreso que se dirigiera hacia una gran ciudad.

De pronto, un día, una bola había llegado volando, y había originado un cambio de ruta. Un solo segundo más en brazos de Stacey y, quizás, ya no se habría dado cuenta de nada hasta que hubiera sido demasiado tarde. Y quizás, ya no le habría importado.

Nash se levantó y se apartó del muro.

Había llegado el momento de dejar de ser sentimental, y de empezar a sentir con la cabeza una vez más. Se iba a marchar el jueves. Estaría lejos al menos durante un año. No tenía tiempo para nada de aquello. Tenía que olvidarse de los melocotones dulces, de los labios cálidos y de esa clase de amor que él buscaba en sus sueños más profundos.

Stacey, decidida a no pensar más en Nash, comenzó a frotar la lija con fiereza. Más tarde fue a ver cómo estaban los gatitos, y se preparó una taza de té. Luego pensó en todas las frutas dulces y maduras que había al otro lado del muro. Sí, estaba muy bien que asegurara con toda determinación que no iba a pasar allí, pero sería criminal dejar que toda esa fruta se pudriera o fuera aplastada por una apisonadora.