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Le había dicho que tomara cuanta quisiera, que no dejara que se estropeara en el árbol.

Le concedía mucha libertad sobre un lugar que solamente estaba limpiando.

A pesar de todo, tenía que reconocer que era un buen trato. Vera estaría muy contenta si se encontraba un par de pasteles en el frigorífico, a cambio de haber cuidado a las niñas el lunes por la noche. Y cuando él regresara, si es que Nash regresaba, tendría hambre.

Escaló el muro, recolectó fruta suficiente para hacer una docena de pasteles. Y, cuando ya no había más fruta, no pudo evitar pasear de un lado a otro como si esperara que él apareciera y la encontrara allí. Un beso, y todo su sentido común se había esfumado.

Se dio una vuelta por el jardín. Nash lo había limpiado, incluso había preparado el terreno para volverlo a sembrar. El lugar empezaba a recuperar el aspecto que tenía antaño, cuando Archie llevaba aquel lugar, y vendía siemprevivas a gente lo suficientemente lista como para ir hasta allí a comprarlas. Las verduras y frutas que cultivaba casi siempre las regalaba.

Ella le decía que ese no era modo de llevar un negocio, y él respondía que no necesitaba mucho.

¿Qué demonios estaba pasando allí?

Si el jardín iba a acabar aplastado por una apisonadora, ¿por qué Nash se estaba molestando en limpiarlo y en cuidarlo? Realmente, ¿para qué necesitaban un hombre que hiciera nada allí, cuando una máquina podría acabar con todo aquello en unas cuantas horas?

De pronto se encontró con muchas más preguntas que respuestas, pero Nash no regresaba y ella tenía un montón de fruta que limpiar.

Cuando terminó de hacerlo, tenía las manos tintadas de zumo rojo y las uñas negras. Con un poco de suerte, cuando Lawrence Fordham llegara al día siguiente, la miraría de arriba abajo y saldría corriendo. Después, le diría a su hermana Dee que prefería morir en celibato, antes de llevar a su hermana a la cena del sábado.

Nash seguía sin aparecer.

Llegó la hora en que les pidió a las niñas que dejaran a los gatos, que se dieran un baño y se metieran en la cama.

Ella se limpió las manos con agua caliente y se le pusieron rojas. Tal vez era de tanto restregarse. Le daba igual. Se metió en la cama y se durmió.

Nash tardó varias horas en encontrar a la gata. Caminó varias millas en dirección a la ciudad, buscando a ambos lados de la carretera. Después, con la linterna, buscó por los caminos de tierra. Podía estar muerta, pero no soportaba la idea de que estuviera malherida y agonizante.

Estaba a punto de darse por vencido, cuando un par de ojos reflejaron la luz de su linterna. La había encontrado. Se había enganchado en una alambrada, pero aún estaba viva.

Stacey se despertó al oír unas piedrecitas que golpeaban el cristal de su ventana. Al principio, no supo qué era.

Luego, una piedra golpeó de nuevo y ella se levantó a ver de quién se trataba.

– ¿Nash? -si pensaba que podía regresar en mitad de la noche, mientras las niñas estaban dormidas…

– Stacey, tengo a la gata.

– ¿Viva?

– Pues claro que está viva -protestó él. No iba a haber traído el cuerpo sin vida del animal-. Déjame entrar, por favor.

Ella bajó las escaleras y abrió la puerta con los dedos temblorosos.

– El veterinario le ha cosido las heridas y le ha dado antibióticos -la pobre criatura estaba envuelta en una manta. No entendía cómo no la habían dejado con el veterinario toda la noche-. Me dijeron que se recuperaría antes si sabía que sus gatitos estaban bien.

– ¡Oh, Nash! -nunca había sido una gata bonita, pero con la mitad del pelo afeitado, y todas aquellas hileras de puntos negros, parecía una versión felina de Frankenstein-. ¿Dónde la has encontrado?

– En el camino de la granja de Bennett. Estaba enganchada en una alambrada.

– ¡Pero eso está a kilómetros de aquí! -cuando entró en la cocina, notó que tenía los brazos heridos él también, no sabía si por las zarpas de la gata o por la alambrada-. ¿Y tú? ¿Te has puesto la antitetánica?

– No te preocupes, llevo la vacuna al día -puso a la gata en la caja, junto a sus gatitos, y ambos observaron cómo los lamía.

– Vamos -dijo Stacey-. Vamos a limpiar esas heridas.

Buscó un líquido antiséptico.

– Pero si ya me había lavado en la consulta. Además, la alambrada estaba limpia.

– ¿Y desinfectada?

Él sonrió.

– Lo dudo.

– Eso era lo que me imaginaba -le agarró la muñeca y comenzó a limpiarle las heridas-. Pero esto te tiene que haber dolido.

– Sobreviviré -al sentir sus dedos fríos sobre la muñeca, y su pelo revuelto de recién levantada de la cama, pensó que podría hacer mucho más que eso.

Por encima del intenso olor a antiséptico, había un aroma a sábanas limpias y a cepillo de dientes, mucho más atractivo que un exótico perfume.

Mientras ella se detenía para sujetarse de nuevo el pelo con la goma, justo antes de volver a su tarea, Nash decidió que las últimas horas habían valido la pena solo por aquello.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó ella. Sí, claro que tenía hambre. Pero no era comida lo que necesitaba, era a Stacey, allí mismo, en sus brazos-. ¿Has cenado?

Aquello era ridículo. No necesitaba a nadie, nunca había necesitado a nadie.

– No, pero tengo…

– ¿Huevos?

– Stacey…

– Están muy bien, los consigo a cambio de mis verduras. Son orgánicos, sin colesterol -le explicó.

– ¿Tus verduras?

– No, los huevos. ¿Los quieres revueltos?

Stacey se dio cuenta de que estaba hablando demasiado. Siempre lo hacía cuando estaba nerviosa. Y, desde luego, en aquel momento estaba nerviosa. Porque había decidido que Nash no se iba a ir, se iba a quedar con ella.

– Stacey, es muy tarde. Será mejor que me vaya, si tú te las puedes arreglar sola.

Comprobó que la gata estaba bien, y evitó la mirada de Stacey. Porque le provocaba algo dentro, le hacía sentir algo que no quería sentir. No quería ser tan vulnerable, odiaba esa necesidad que sentía de ella.

Ella se arrodilló a su lado. La gata estaba medio dormida y los gatitos se acurrucaban junto a su vientre.

– Stacey -se volvió y lo miró. Iba a decirle que se marchaba, que el jueves se habría ido, pero las palabras se murieron en su boca. Estiró la mano y la posó sobre su mejilla.

– ¡Stacey!

Ella se levantó de golpe y se dio la vuelta.

– ¡Dee!

– He traído el coche. Iba a meter la llave en el buzón pero, al ver luz, pensé que pasaba algo.

– No pasada nada, al menos, de momento -Stacey tragó saliva, sintiéndose como una adolescente a la que su madre había pillado in fraganti-. Tenemos una enferma. Es una gata.

– ¿Una gata? -Dee miró fijamente a Nash-. ¿Pero tú no tienes gato?

– No. Vive en el jardín de Archie, el viejo vivero. Tiene gatitos. ¿Quieres uno para Harry?

– No, claro que no. Y, ¿desde cuando unos gatos son una emergencia? -Dee no miraba para nada la caja, pues su atención estaba fija en el hombre que estaba junto a la caja.

Nash se estiró.

– Ha sido una alambrada la que ha provocado el problema.

– ¿Y usted quién es?

«¡Oh, no!», pensó Stacey.

– Soy Nash Gallagher -le tendió la mano, pero ella lo ignoró.

– Nash está trabajando en el terreno de al lado -dijo Stacey-. Está limpiando el jardín.

– ¿Limpiando el jardín? ¿Quieres decir que es un peón?

– ¡Dee!

Él la sujetó del brazo.

– Tranquila, Stacey. No es algo por lo que tenga que pedir disculpas -se volvió hacia Dee-, Sí, señora, estoy limpiando el jardín de Archie -luego sonrió-. Stacey lo único que ha hecho ha sido ofrecerme de vez en cuando una taza de té y ocuparse de unos gatitos sin madre.