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– No lo he vendido, Stacey.

– Pero…

Un cuidador apareció en aquel momento.

– Ya se ha terminado el tiempo de visitas, Archie. Es la hora del baño.

– Vete a ver al señor Gallagher otra vez. Pregúntale qué es, exactamente, lo que está haciendo allí. Después, vuelve y me cuentas lo que te ha respondido -dijo el anciano mientras se alejaba en su silla de ruedas.

No lo entendía. Si Archie no había vendido el jardín entonces, ¿qué?

El sudor le corría por la cara, pero ya casi había terminado. Nash abrió una botella de agua y dio un par de tragos. Luego se la echó por la cabeza. En ese momento, oyó las voces de Rosie y Clover que acababan de llegar del colegio.

– Mamá, ¿va a venir Nash a merendar esta tarde? -preguntó Rosie, mientras mecía a uno de los gatitos en sus brazos.

«Se están acostumbrando a él demasiado deprisa», pensó Stacey. Esperan que esté aquí. Hacía bien en no complicar más las cosas.

– Hoy no. Voy a salir, ¿recordáis? Ya os lo dije.

– ¿Tienes que irte?

– Os lo pasaréis bien. Vera va a venir a cuidaros. Dice que tiene una nueva película de Walt Disney que os va a encantar.

– Quizás Nash pueda venir a verla con nosotras.

«Vera seguro que estaría encantada», pensó Stacey y subió las escaleras a toda prisa, dispuesta a cambiarse de ropa.

Se quitó la falda y se desabrochó la camisa. Abrió la puerta del baño y se detuvo de golpe.

Estaba todo amarillo, el tipo de amarillo que hacía juego con las margaritas que Nash había cortado para ella. Y los muebles estaban todos blancos, bien pintados.

Nash se había dado la vuelta al sentir que la puerta se abría, y estaba esperando algún tipo de comentario. Difícil, cuando ella estaba sin habla…

– Nash, es maravilloso. No me lo esperaba. No tenías porqué…

– Lo sé -dijo él y tragó saliva-. Pero es que el pastel estaba muy bueno.

– ¿De verdad? -se rió ella-. No tendrías que haber estado trabajando.

– Eso es lo que he estado haciendo. Está casi terminado. Vendré mañana y te pondré los baldosines -agarró unas cuantas brochas y unos botes de pintura-. Ahora me marcho, para dejar que te prepares para tu fiesta -la miró de arriba abajo-. Aunque, personalmente, para mi gusto estás perfecta así.

Ella bajó la vista y gimió avergonzada. Rápidamente, se cubrió con la camisa que llevaba en la mano.

Él se rió.

– Trata de no salpicar

Nash se pasó las manos por la cara. Estaba cansado. Había estado despierto casi toda la noche, primero buscando a la gata, luego en el veterinario. Luego, se había pasado todo el día haciendo algo por Stacey, para que cada vez que entrara en el baño se acordara de él, se acordara del modo en que la había besado.

Estaba agotado, pero inquieto al mismo tiempo.

Sí, le había tomado el pelo por su inesperada desnudez pero, en realidad, no había sido algo gracioso, sino profundamente perturbador. Nunca había deseado a una mujer del modo en que la deseaba a ella.

Dio un sorbo de la botella de agua y se echó el resto sobre la cabeza, en un esfuerzo de aclarar su mente. No lo ayudó en exceso. No hizo sino certificarle que era algo más profundo que un deseo pasajero.

Si solo era sexo lo que quería, podría haber aceptado su tácita invitación.

De acuerdo que quería sexo, pero aquello era algo más, mucho más. Se preocupaba por Stacey, le importaba lo que le pudiera ocurrir. Quería verla. Se puso de pie y miró al muro. Apretó el puño dentro del bolsillo, en un gesto de frustración porque ella se iba.

¡La estudiante! Se le había olvidado decirle lo de la estudiante. Aunque fuera a salir, seguro que querría saber que alguien estaba interesado en alquilar la habitación.

Stacey no estaba segura de si ponerse o no el traje de seda. Tampoco estaba muy convencida de su pelo. Se parecía demasiado a su hermana así. No parecía ella misma.

Bueno, quizás eso fuera una buena cosa, después de todo.

Estaba segura de que a Lawrence no le gustaría que fuera descalza, con sus rizos alborotados malamente recogidos en una goma de niña.

El timbre sonó. Se miró por última vez al espejo y decidió que no había forma de que pudiera hacer bien el papel de «señora Stepford».

Lawrence estaba en la puerta, con un ramo de rosas rojas en la mano. Seguro que su hermana le había dicho que las comprara para causarle buena impresión. Puede que hasta hubiera interrumpido alguna reunión importante para hacer el pedido ella misma por él.

Stacey lo rescató, agarrándoselas.

– Gracias -dijo él agradecido, y claramente aliviado por no habérselas podido entregar sin más preámbulos, totalmente ajeno al hecho de que debería de haber sido ella la que diera las gracias, y no a la inversa.

– Has llegado un poco pronto, Lawrence. La niñera aún no está aquí.

– Lo siento -se disculpó-. No sabía exactamente dónde vivías y no quería llegar tarde -miró al reloj-. La recepción es a las siete.

– Tenemos mucho tiempo -le aseguró-. No conoces a mis hijas, ¿verdad? Son Clover y Rosie.

– Me llamo Primrose -la corrigió Rosie-. Mi madre nos puso nombre de flores silvestres. Mamá las cultiva, ¿lo sabía?

– ¿Sí? -Les habló en ese tono paternalista que usan los hombres que no están acostumbrados a los niños-. Si hubierais sido niños, ¿qué habríais hecho?

– Si hubiéramos sido niños nos habría llamado Lou sewort y Frogbit.

Stacey miró a las niñas en silencio, advirtiéndoles que se comportaran y luego sonrió a Lawrence.

– Vente a la cocina y cuéntame qué es exactamente lo que pasa esta noche -dijo ella, para salvarlo de sus hijas. Estaba claro que no le perdonaban que las hubiera privado de la compañía de Nash.

Llenó un jarrón con la intención de hacer que aquellas flores tan tiesas tuvieran un aspecto medianamente natural. Hizo lo que pudo y se volvió a él.

– Ha sido un detalle muy bonito, Lawrence…

Las palabras murieron en su boca al ver apostado en la puerta a Nash.

Tenía el pelo y la camisa mojados, los pantalones cortos sucios y las botas llenas de pintura amarilla. El contraste con la pulcra apariencia de Lawrence era innegable.

Lo único que ambos hombres tenían en común era su expresión de sorpresa, mezclada con la de desaprobación.

– Nash -dijo ella-. ¿Has venido a ver a la gata?

El apartó la vista de Lawrence y la miró a ella.

– Bonitas flores -afirmó, queriendo decir «caras, aburridas y predecibles». Exactamente lo mismo que ella pensaba-. Y te has arreglado el pelo. Antes no me di cuenta. Supongo que estaba distraído.

Se ruborizó por completo al recordar que era lo que lo había distraído.

– ¿Stacey? -Lawrence le tocó el codo como si tratara de darle seguridad, pero no ayudó en absoluto.

Ella no sabía qué hacer.

– ¿Qué quieres, Nash?

Le mostró un trozo de papel.

– Nada. Había venido a darte esto. Alguien vino esta mañana a ver la habitación -dijo él, con un la voz afilada como el filo de un cuchillo.

Ella no hizo ni el más mínimo amago de ir a por el papel, así que él se acercó y se lo puso en la mano.

Olía a tierra mojada y a césped y a pintura y ansió poder apretar su cuerpo contra el suyo y haber hecho que la besara y que el mundo desapareciera para siempre.

– Dejó su nombre y su número de teléfono.

– Nash -la cosa cada vez iba a peor-. Estaba buscando a alguien para mucho tiempo. Tú dijiste que estabas de paso.

– No necesito explicaciones, Stacey. Fue un error -miró a Lawrence-. Veo, exactamente, cómo son las cosas -se sacó las llaves del bolsillo-. Aquí están tus llaves.

– No.

– No voy a poder cuidar de la gata mañana.

Se dio la vuelta y salió.

– ¡Nash! -ella lo siguió, apartándose de Lawrence, sin importarle qué pensara.