– Sin problema -a pesar de los truenos, Clover cerró los ojos y volvió a dormirse.
Stacey no se preocupó por ponerse un chubasquero, se limitó a buscar una linterna que había detrás de la puerta.
La lluvia caía con fuerza, pero no tenía tiempo de preocuparse por eso. Atravesó el jardín corriendo, calándose de agua hasta los huesos antes de llegar al muro. No se había imaginado nunca que fuera posible mojarse tanto fuera de la ducha.
– ¡Nash! -le gritó-. ¡Nash!
No hubo respuesta, pero no estaba segura de que pudiera oírla con el sonido de la lluvia.
Se enganchó la linterna en el brazo y saltó al otro lado del muro.
Sus dedos fríos y húmedos resbalaban sobre la piedra, pero al fin logró alzarse encima. Agarró la linterna, la encendió e iluminó en dirección al campamento. No veía la tienda.
– ¡Nash! -volvió a gritar. Seguro que la habría oído o la habría visto. No podía estar durmiendo con la que estaba cayendo.
Agitó la linterna enérgicamente, tratando de sujetarse al muro con fuerza. Durante un momento pensó que había visto algo moverse y miró para abajo. Nada. De pronto, al mismo tiempo que un rayo atravesaba el cielo, el muro comenzó a moverse y, antes de que se diera cuenta, se estaba desmoronando.
– Eres una irresponsable -Stacey estaba en una ambulancia que la llevaba al hospital local-. ¿Qué estabas haciendo?
Nash estaba lleno de barro. Tenía la cara manchada y las manos con sangre, pero le estaba acariciando la frente, y se sentía bien.
– Estaba lloviendo -dijo ella-. Pensé que te ibas a pillar una neumonía o algo así.
– ¿Te importa lo que me ocurra?
– Por supuesto que me importa -pero al sentir que sonada demasiado como una declaración añadió-. Me habías prometido terminarme el baño mañana. ¿O es ya hoy?
De pronto sintió pánico y trató de moverse, pero el enfermero la contuvo.
– Será mejor que no se mueva, señora O'Neill, hasta que no sepamos qué está roto.
¿Roto? La intervención del enfermero la había distraído momentáneamente de su preocupación.
– ¿Con quién están Clover y Rosie?
– Con Vera. Estaba mirando la tormenta desde la ventana y fue ella la que llamó a la ambulancia antes de venir a ayudar a sacarte de entre los escombros.
– ¿Sí? Me veo haciendo pasteles durante el resto de mis días.
– No vas a hacer absolutamente nada en un par de semanas. No hace falta una radiografía para saber que te has fracturado el tobillo.
Ella protestó.
– Dee no me lo va a perdonar. Tengo que ir a una cena con Lawrence el sábado. Me ha prestado su vestido de Armani…
– No te preocupes de eso ahora.
«¡Dios! Seguro que piensa que estoy delirando», pensó ella.
– Lo digo en serio.
Nash le apretó la mano y ella se dio cuenta de que llevaba un rato haciéndolo y de que le provocaba una cálida y reconfortante sensación.
– Estoy seguro de que lo comprenderá. ¿Quieres que lo llame?
– ¿A Lawrence? ¡No!
– ¿Y a tu hermana? ¿Estará ya en casa?
– No lo sé. Pero no tiene sentido que la llamemos en mitad de la noche. Lo único que hará será echarme la bronca por estropearle sus planes.
¿Sus planes?
– No lo hará. Si va a gritarle a alguien, será a mí.
– Entonces, definitivamente no vas a llamarla. No quiero que se divierta con todo esto -comenzó a reírse, pero la carcajada se convirtió en tos-. ¿Estás seguro de que no es más que mi tobillo?
– Te has librado de milagro, porque podía haber sido realmente grave.
Y Nash pensó que no podría haberse perdonado a sí mismo si así hubiera sido.
La ambulancia se detuvo a la puerta del hospital.
– ¿Me voy a tener que quedar aquí, Nash? -le preguntó-. Alguien tendrá que cuidar de Clover y de Rosie, y de la gata y los gatitos.
– Yo lo haré -dijo él y se lo repitió a sí mismo, mientras se la llevaban en una silla de ruedas.
Le pareció que habían pasado horas la siguiente vez que la vio.
– Solo tiene una fractura de tobillo y unas pocas contusiones -dijo la enfermera-. Pero va a estar dolorida durante unos cuantos días, señora O'Neill. Estamos tratando de conseguirle una cama, pero no hay ninguna libre. El problema es que el hospital está lleno.
– Yo no quiero una cama, quiero irme a mi casa.
– ¿Tiene alguien que la cuide allí?
– Me las arreglaré.
La enfermera no parecía muy convencida. Miró a Nash buscando algún tipo de confirmación.
Pero aquello no sería un problema. Después de todo, si no llega a ser por él, el accidente no habría sucedido.
– No se preocupe. Yo me quedaré con ella hasta que pueda andar.
– Pero…
Nash la cortó.
– Venías a ofrecerme una habitación cuando te sucedió esto. Bueno, eso espero, porque el viento se había llevado mi tienda.
– ¿Lo has perdido todo?
– No. Me llevé todo a la oficina antes de que empezara a soplar con demasiada fuerza.
– Así que ahora te sientes culpable y por eso insistes en cuidarme. Pues no tienes por qué hacerlo. Tú querías irte…
– Y tú querías alguien para mucho tiempo -dijo él-. Pero, si quieres, puedo compartir la habitación con la estudiante, y así tendrás a alguien permanente cuando me haya ido.
– ¡Pero si es una chica!
– No pensarías que iba a compartir una cama doble con un hombre -el auxiliar de clínica llegó para llevarla hasta la salida-. ¿Qué me dices?
– ¿Idiota? -respondió ella.
– Tomaré eso como un sí -miró a la enfermera-. Entonces, ¿la puedo llevar a su casa? ¿Dónde puedo organizar lo del transporte?
– Sígame y le muestro donde -salieron de la sala y la mujer lo miró con cierta distancia. Nash se encogió de hombros.
– Lo de la estudiante no era más que una broma, ¿de acuerdo?
La enfermera no se mostró en absoluto impresionada.
– ¿Quiere decir que no le bastaría con decirle a la señora O'Neill que está enamorado de ella?
– ¿Enamorado? ¿Como en «hasta que la muerte os separe»?
Nash tuvo, de repente, la misma sensación que debió de sentir en el preciso instante en que el muro se desplomaba: algo así como un «esto no puede estarme sucediendo a mí».
Pero sí, claro que le estaba sucediendo.
Aquello no le gustaba. No podía estar allí, en la cama, por la mañana, mientras todos los demás corrían de un lado a otro.
– Mamá, ¿dónde están mis pantalones cortos?
– En la cesta de la ropa para planchar.
– ¿Quieres decir que no están planchados? -Bajó las escaleras a toda prisa-. ¡Nash, hay que plancharlos! ¿Sabes planchar?
– ¡Rosie, te los puedes poner sin planchar! -gritó ella mientras su hija bajaba las escaleras-. ¡Nash, no hace falta que se los planches!
Pronto oyó que sacaba la tabla y gruñó.
Acto seguido, escuchó la voz de su hermana, y trató de esconderse debajo de las sábanas al oír que subía las escaleras.
No funcionó.
– ¿Qué demonios está pasando aquí? Ese hombre dice que te has roto un tobillo. ¿Sabes que está en la cocina planchándole los pantalones cortos a la niña?
– No tenía por qué hacerlo.
Dee se sentó al borde de la cama y la miró.
– ¿Qué ha pasado?
– Tuve una pequeña caída el lunes por la noche.
– ¿El lunes? ¿Todo esto pasó el lunes? Estoy fuera un par de días, y todo se derrumba.
– Todo no, solo el muro. Y no ha sido nada, de verdad.
– He visto el muro. No pareció que hubiera sido «nada». Además, tienes un ojo morado.
– Gracias, necesitaba saber eso -había estado durmiendo todo el martes y todavía no se había acercado a un espejo.
– ¿No deberías estar en el hospital?