– No tenían camas suficientes.
– ¡Pero eso es espantoso!
– No, de verdad, estoy bien. Tenía dos opciones, que me pusieran en una camilla en mitad de un pasillo o que Nash me trajera a casa.
– ¡Deberías haber llamado a Tim! Mira, te vamos a llevar a casa de inmediato. Ingrid se puede encargar de las niñas, mientras yo estoy trabajando…
– No, Dee.
– Sé razonable.
– No me voy a mover de aquí. Estoy bien. Nash lo está haciendo muy bien. Me va a llevar abajo cuando las niñas ya estén en el colegio, para que pueda desayunar en el jardín.
– ¿Y qué va hacer aquí ese hombre?
– Su nombre es Nash Gallagher, Dee. Me va a poner los baldosines del baño -se movió ligeramente. Sentía todo el cuerpo dolorido-. Las llaves de tu coche están en el cajón.
Dee se levantó.
– Vendré luego. Si es que estás segura de que te encuentras bien -no se marchó-. ¿Quieres que te traiga algo?
– Unas uvas -estaba ansiosa de que su hermana se marchara.
– ¿Nada más?
– Nada.
– Bueno, si estás segura -finalmente, preguntó lo que estaba ansiosa por preguntar-. ¿Conseguiste ir a la recepción?
– Sí, Dee. Lawrence me trajo unas rosas rojas, tal y como tú le indicaste, y lo pasamos bien.
– ¿Bien?
Sin duda se había excedido en su comentario.
– Dejémoslo en que fue una noche muy útil. Él se pasó toda la noche hablando con una mujer belga sobre lácteos, y yo me pasé la noche con el director del banco. Deberías estar orgullosa de ambos.
Dee la miró con desconfianza y se dirigió hacia la puerta.
– Te veré más tarde -abrió el bolso y volvió-. Toma, por si lo necesitas -era su móvil-. Por si acaso.
Estuvo tentada de preguntarle por si acaso qué, pero ya sabía la respuesta.
– No seas tonta, Dee. Si me quedo con tu móvil me voy a pasar toda la mañana contestando llamadas para ti.
– Puedo desviar las llamadas.
– ¿De verdad? Qué lista eres. Te lo agradezco, pero de verdad que no lo necesito. Nash ya me ha dejado el suyo -dijo ella, y se lo enseñó. Era pequeño y muy moderno.
– Vaya -dijo Dee.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– Quiero que me saques de esta cama. Necesito lavarme los dientes, entre otras cosas.
– De acuerdo. Pon el brazo alrededor de mi cuello -se inclino para que pudiera agarrarse y se sentó. Dijo unas cuantas palabras mientras se levantaba, motivadas por el dolor de los golpes que tenía en todo su cuerpo-. Eso ha sido muy instructivo.
– Cállate y ayúdame a levantarme.
El camisón se le subió por detrás.
– Tu trasero está tomando un color muy interesante.
– No quiero saberlo. Y no deberías estar mirando.
– Lo siento -dijo, mientras la llevaba en brazos hasta el baño. Cortó un trozo de papel y se lo puso en la mano. Ella estuvo a punto de decirle que se las podía arreglar, pero se dio cuenta de que eso, de entrada, era engañarse a sí misma.
– Grita cuando hayas terminado y vendré para ayudarte a lavarte.
– No hace falta.
– De acuerdo, como quieras. Vendré a recogerte del suelo cuando te hayas lavado. ¿O prefieres ir a casa de tu hermana?
– Está bien, te llamaré, te llamaré.
No tuvo otra elección. No podía levantarse.
Tal vez, debería de haber sido una situación embarazosa, pero no lo era. Se sentía muy cómoda, como si lo conociera de toda la vida. Mientras ella estaba sentada, él llenó el lavabo con agua. Le lavó la cara con una esponja, luego el cuello, la espalda, los brazos, mientras ella se tapaba los senos con una toalla.
– Es como ser una niña -dijo ella, mientras él le pasaba de nuevo la esponja enjabonada para que ella misma se ocupara de partes más íntimas. Luego la ayudó a ponerse un camisón limpio y a levantarse para poderse lavar los dientes.
Le hizo la cama y, a pesar de su insistencia en que quería bajar al jardín, ella se sintió muy cómoda en el momento en que se vio en la cama limpia y ordenada.
La peinó cuidadosamente.
– ¿Quieres que te recoja el pelo?
– Sí, por favor. Encontrarás una goma en la cómoda.
Entre un montón de cosas, encontró la foto de un hombre muy atractivo con una camiseta de rugby, que se reía de algo.
– ¿Era tu marido? -le mostró la foto para que la viera desde la cama.
– Sí, ese era Mike.
– Debes echarlo de menos -hubo un largo silencio-. Lo siento. Seguramente no quieres hablar de él.
– No hay problema. En realidad, para quien es más duro es para Clover y Rosie -dijo-. Les cuesta eso de no tener un padre. Sé que muchos niños están viviendo con uno de los dos padres. Pero las mías ni siquiera tienen el consuelo de ir a ver al otro a otra casa, alguien que les malcríe y compita por su amor.
– Créeme, es terrible.
– ¿Tus padres se separaron?
– ¡Oh, no! No eran gente tan civilizada. Se limitaron a vivir juntos y hacerse la vida imposible.
– Lo siento, Nash.
– No te preocupes. En el fondo tuve suerte. Tenía un abuelo al que recurrir cuando las cosas se ponían realmente mal -puso la foto de nuevo en su sitio-. Y ahora, dígame, señora mía. ¿Quiere el pato, las margaritas o las rosas?
– Las margaritas, por favor.
– ¿Y para desayunar?
– Ya no recuerdo la última vez que desayuné en la cama.
– Pues aprovecha. ¿Un huevo pasado por agua y tostadas?
Ella se rió, pero se contrajo ante el dolor de sus heridas.
– Estoy feliz -dijo con una mueca-. En serio.
Él le recogió el pelo cuidadosamente, pasándole la mano y levantándoselo de la nuca.
Estaba absolutamente feliz.
Capítulo 10
Stacey desayunó, tomó unos analgésicos, y se durmió de nuevo. Cuando se despertó, había una enorme cesta llena de flores junto a la cama. No necesitaba leer la tarjeta para saber quién se lo había mandado.
Con todo mi cariño. Espero que te recuperes pronto. Lawrence.
Seguro que lo que ponía en la tarjeta lo habría escrito su hermana. Debía de haber parado en la tienda de flores de camino a la oficina.
– ¡Nash! -lo llamó ella.
Él apareció tan rápidamente, que le dio la sensación de que hubiera estado esperando en la escalera a que lo llamara.
– Por favor, llévate estas flores. Me están poniendo dolor de cabeza.
– ¿Y no esperará verlas cuando venga a visitarte?
– Si viene, ya me las traerás -le dijo.
– ¿Dónde quieres que las ponga?
– En el comedor. Hace más frío y durarán más tiempo.
– De acuerdo -dijo él y se frotó la barbilla contra el hombro, dejándose una mancha de yeso sobre la camiseta. Ningún hombre tenía derecho a parecer tan sexy, tan deseable. No era justo que una mujer decidida a ser razonable, se encontrara con una situación tan difícil.
– ¿Qué? -preguntó él.
Ella lo miró y negó con la cabeza, decidida a no decir lo que estaba pensando. -Tienes yeso en el pelo.
– ¿De verdad? -Alzó la mano, pero la bajó antes de quitarse nada-. Luego me lo quitas tú.
Stacey se dio cuenta de que los dos estaban pensando en lo ocurrido en el jardín, cuando ella le quitó el trozo de cristal que le había caído sobre la cabeza y estuvieron a punto de lanzarse el uno en brazos del otro, dos minutos después de haberse conocido. Quizá debería recapacitar sobre lo de llamar a su hermana y decirle que se iba a su casa.
Tanto cuidado implicaba que tenían que tocarse. Aquello estaba poniendo a prueba su tan elaborado plan de futuro.
– ¿Quieres comer algo, o prefieres esperar a que traiga a las niñas del colegio? Me han pedido varitas de pescado para cenar. Pero quizá tú quieras comer algo de adultos.
El móvil sonó en ese momento. Stacey se lo pasó a Nash.
– Será para ti.
Nash lo alcanzó y respondió. Era una voz femenina.