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– Lawrence… No hacía falta que te desviaras para venir aquí. Ya habías mandado las flores. Siéntate.

Stacey estaba tumbada en el sofá, como una heroína decimonónica.

Las niñas estaban con ellos, viendo los dibujos animados.

Estaba claro que a Lawrence lo ponían nervioso.

– ¿Dónde está Nash? -les preguntó, extrañada de que no estuviera a su vera.

– Está arreglando algo-dijo Clover-. Nos ha pedido que no saliéramos al jardín en media hora.

Bueno, seguramente, lo mejor era que Lawrence las viera en sus peores momentos.

Estaba sentado al borde del sillón, claramente incómodo.

– ¿Cómo estás, Stacey? Sabía que habías tenido un accidente, pero no sabía que hubiera sido tan grave.

¿Tenía un aspecto tan terrible?

– Parece peor de lo que es. Siento no poder ir contigo a la cena del sábado.

– No pasa nada. Cuando me dijo Dee que no vendrías, llamé a Cecile, que está encantada de venir en tu lugar.

Parecía realmente contento con el cambio de planes.

– ¿Cecile?

– La señora Latour. La conociste el lunes por la noche en la recepción.

– ¿Sí? – ¿Se refería a la dama con la que había estado hablando toda la noche? ¡Vaya! -. Sí, ahora recuerdo.

– Llegará el sábado por la mañana.

– ¿Viene desde Bruselas solo para una cena?

– Bueno, no para una cena. Para pasar todo el fin de semana -un ligero rubor tiñó sus mejillas.

– Me alegro mucho por ti, Lawrence, lo digo sinceramente. ¿Se lo has contado a Dee? -él la miró con pánico, pero Stacey le agarró la mano-. No temas, no puede matarte.

Sin duda, le reservaba ese destino a su hermana, que era demasiado lenta y no sabía aprovechar sus oportunidades.

Nash tenía dos opciones: sentarse y mirar con odio a Lawrence Fordham o hacer algo más por Stacey.

– ¿Vas a empezar un negocio?

– Fuiste tú el que me instaste a ello. Me dijiste que tratara de alcanzar la luna. Por desgracia, el director del banco insiste en que necesito un plan de empresa antes que nada. Y Archie asegura que necesito más tierra.

– ¿Archie?

– Archie Baldwin, el anciano que solía llevar el vivero. Fui a verlo. Pensé que, tal vez, el sabría qué iban a construir en el antiguo jardín -decidió ir un poco más allá-. Pensé que, tal vez, iba abrirlo de nuevo y que yo podría negociar algo.

– ¿Y qué te dijo Archie?

– Nada. Siempre había creído que él era el dueño de ese lugar, pero por lo que me dijo, me pareció que, en realidad, era alquilado. Me sugirió que te preguntara a ti.

– ¿Y por qué no lo has hecho?

¿Por qué no lo había hecho? No estaba segura, así que hizo una mueca.

– Bueno, el lunes estuve corriendo todo el día. Y, cuando viniste a darme el número de teléfono, estabas de muy mal humor -se encogió de hombros-. Desde entonces, he estado en la cama toda dolorida.

– Lo siento -se arrodilló junto a la cama y le tomó la mano. Estaba realmente serio, lo que a ella la perturbó.

– ¿Lo sientes?

– Debería habértelo dicho. No sé por qué no lo hice.

– ¿Decirme qué? Nash, por favor…

– Verás, yo no estoy limpiando ese lugar para nadie. Es que Archie es mi abuelo.

– ¿Archie? -se quedó atónita.

Pero aún le sorprendió más no haberse dado cuenta, pues había un gran parecido entre ellos.

– ¿Por qué no me lo dijo? -preguntó ella, profundamente herida. Pensaba que Archie era su amigo. También pensaba que Nash lo era-. ¿Y por qué no me lo has dicho tú?

Él le tomó la mano y se la puso sobre su propia frente, como sí, así, pudiera entender de algún modo lo que sentía.

– Solía pasar todo mi tiempo en el jardín cuando era niño. Era el único lugar en el que me sentía a salvo -se quedó en silencio un momento-. Pero hace unos veinte años, hubo una gran pelea en mi familia. Archie acusó a mi madre de haberme descuidado. Todo el mundo dijo demasiadas cosas que no quiero recordar aquí. Yo tenía trece años y era el único miembro de la familia al que todo el mundo hablaba. Entonces me negué a ser el mensajero de mi madre o de mi padre. Prefería no hablar con ninguno de ellos.

– ¡Oh, Nash! ¡Eso es espantoso!

– Cuando Archie se enfermó, hice las paces con él. Se lo llevaron de su oficina en una camilla.

– Lo sé. Yo fui la que lo encontré.

– Entonces fuiste tú la que le salvaste la vida -le besó los dedos y la miró-. Gracias. Nunca me habría perdonado…

– Está bien, no te preocupes -le susurró-. Está bien…

– Cuando vi cómo estaba el lugar… -se detuvo, como si le costara explicar tantas cosas-. Pensé que debía limpiar los árboles. Siempre me levantaba en brazos para que agarrara un melocotón.

– ¿Si? -le vino a la mente la dulce imagen de un niño mordiendo la fruta madura y recordó aquella pregunta que no había comprendido: «¿Has probado el sabor de un melocotón maduro recién caído del árbol?». Después, la había besado mientras pensaba en aquel recuerdo infantil.

Había algo tremendamente tierno en todo aquello.

– Y, de pronto, apareciste tú, saltaste por encima de aquel muro, y tuve la sensación de que ya no me podría apartar de ti -Nash sabía que eso había sido un golpe bajo. Injusto. Lawrence Fordham no tenía la oportunidad de compartir el silencio de la noche con ella. Pero en cuestiones de amor, todo era justo… Y Nash estaba, sin duda alguna, enamorado de aquella mujer. Lo que había dicho no había sido más que la verdad.

– Stacey…

– Shh… Ven aquí -se movió para dejarle sitio en la cama.

A él se le secó la boca. Deseaba aquello, lo deseaba demasiado como para cometer un error.

– ¿Estás segura?

– Solo quiero abrazarte, Nash.

Él se quitó los zapatos y la abrazó. Su contacto fue cálido y dulce y sintió ganas de hacerle el amor de ese modo tierno que los poetas describen en sus libros.

Pero ella solo quería que la abrazara. Con eso se conformaría.

– Perdona… -dijo ella. Él se sobresaltó. ¡Había cometido algún error! Había mal interpretado algo-. ¿Es que no te quitas los calcetines para meterte en la cama?

¿Meterse en la cama? ¿No se trataba de estar solo encima de la cama?

– Generalmente, me lo quito todo.

– Entonces, sugiero que lo hagas -sus ojos eran una dulce invitación-. Por favor, apaga la luz. Con el aspecto que tengo en este momento, preferiría que nos limitáramos al sentido del tacto.

Capítulo 11

– Mamá, es muy tarde.

– ¿Tarde? -Stacey abrió los ojos y parpadeó, al sentir la luz del sol. Clover la estaba mirando fijamente-. ¿Cómo de tarde? -Miró el reloj que estaba en la mesilla- ¿Dónde está el reloj?

– Está allí -dio la vuelta a la cama, hacia la otra mesilla-. Hola, Nash -agarró el reloj y se lo llevó a su madre-. Son las ocho y cuarto, mira.

Stacey miró. Clover tenía razón. Luego se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Se incorporó rápidamente, sin apenas notar el dolor que sentía. Él se giró y la estaba mirando.

¡Maldición! ¿Cómo le iba a explicar aquello a su hija de nueve años?

– Mami, si Nash va a dormir aquí contigo, ¿puedo quedarme yo en la habitación que sobra? Soy demasiado mayor para compartir mi dormitorio con Rosie.

¿Así de simple?

– Ya hablaremos de eso más tarde. Vete a lavar y asegúrate de que tu hermana está despierta… -Nash estaba sonriendo-. ¡No tiene gracia!

Le besó la pierna aún llena de moratones.

– No, claro que no. Estoy muy serio, ¿no me ves? Tú lo sabes.

Stacey no sabía nada, solo que era muy tarde y que, seguro, Clover anunciaría mañana mismo la inminente llegada de un hermanito.

– Ayúdame -le dijo-. Solo conseguiremos que las niñas lleguen al colegio a tiempo si nos ponemos en marcha los dos.

– Me las puedo arreglar solo -salió de la cama, se puso la ropa que había dejado en el suelo la noche anterior y se dirigió hacia la puerta-. Quédate aquí. No muevas un músculo. Enseguida vuelvo.