De hecho, si el jardín iba a ser destruido para construir en él, podía volver cuando Clover y Rosie estuvieran en el colegio y seleccionar algunos esquejes para poder tener sus propias fresas el próximo año. Pero, de pronto, se detuvo.
¿Qué sentido tenía? No estarían allí el próximo año.
De acuerdo, llevaba diciendo eso ya dos años, pero ya no podía esperar más. Si bien era cierto que no tenía la carga de una hipoteca, no había ninguna posibilidad de que vendiera suficientes plantas salvajes para sobrevivir con eso. Si se limitaba a criar petunias, podría, también, conseguir trabajo en una oficina. Con aquel triste pensamiento retrocedió alejándose de las fresas.
De pronto, notó que algo le obstruía el camino. Se detuvo y frunció el ceño. No había observado antes que hubiera nada en el camino. Confundida, se dio la vuelta.
La obstrucción llevaba un par de botas raídas y unos gruesos calcetines enrollados por encima.
Por encima de las botas aparecieron dos largas y musculosas piernas, con las rodillas llenas de cicatrices, unos muslos llenos de vello, continuando con unos pantalones cortos, desgastados, que se ajustaban al tipo de caderas que debían llevar un aviso diciendo «perjudiciales para la salud».
– ¿En qué puedo ayudarla? -la voz que acompañaba a las piernas sonó dulcemente grave.
Stacey se ruborizó. Que la pillaran entrando en una propiedad privada ya era bastante malo. Pero tener la mano llena de fresas, como una prueba clara de su falta, era realmente vergonzante. Estaba aún pensando en algo que decir, cuando Clover la rescató.
– ¡Mami! -su hija mayor, obedeciendo las órdenes de que no se subiera al muro, estaba en la rama de un árbol igualmente viejo.
Debería haberse enfadado, pero la aparición de su hija le devolvió la dignidad perdida. Era una mujer respetable, era madre. Una madre viuda, además. ¿Qué podía haber más respetable que eso?
Giró la cabeza, dispuesta a enfrentarse a su propia vergüenza y se encontró ante el tipo de hombre que debería llevar una advertencia de «perjudicial para la salud» no solo en la espalda, sino en el torso, en los brazos y en aquellos hombros anchos y fuertes.
Eso, sin decir nada de su rostro moreno, sus ojos azules y ese tipo de pelo lleno de mechas que siempre le había provocado un temblor en las rodillas. Por eso se había casado a los dieciocho y había sido madre a los diecinueve, y se había dedicado a hacer puré de verduras para Clover, en lugar de aprender a cultivarlas en la universidad local.
Era evidente que aquel delicioso hombre no tenía una advertencia de lo perjudicial que era para la salud ni en sus extremidades ni en ninguna otra parte de su cuerpo, pues, con la excepción de un impresionante bronceado, unos bermudas, unos calcetines y unas botas, no llevaba nada más puesto. Y no le cabía duda de que los pies y los tobillos debían hacer juego con el resto, y que pertenecían a la variedad de «irresistibles». Igual que su sonrisa.
– ¿Era esto lo que estaba buscando?
– ¿Buscando? Oh, buscando… -Stacey, con un gran esfuerzo, levantó la mirada de la cesta de fresas que llevaba en las manos y trató de controlar sus rodillas-. Esto… sí.
– Estaba en uno de los invernaderos y entró por el techo -levantó la pelota sobre un dedo, mientras la hacía girar y la volvió a sujetar con la palma de la mano-. Menuda patada -miró la distancia entre el muro y el tejado de cristal roto-. Muy fuerte para una niña -sonrió a Clover que estaba todavía en el árbol-. ¿Tú padre es un jugador profesional?
– No. Mi padre está en el cielo.
Aquel si era un modo de parar una conversación.
– Clover, si no te bajas ahora mismo de ahí, dejaré la pelota aquí -le advirtió Stacey, volviendo la cabeza para evitar la perturbadora visión de aquellos hombros musculosos. Mike también había tenido unos hombros así, todo músculo y nada de cerebro, eso era lo que le decía su hermana. Dee había sido siempre la inteligente.
Pero ella no aprendería jamás.
Clover desapareció.
– Algo me dice que esa chica es un demonio.
– No, para nada. Solo es una fanática del fútbol -otras mujeres tenían niñas delicadas que reclamaban zapatillas de puntas y un papel principal en el Royal Ballet. Stacey se debatía entre el orgullo y la mortificación de no poder darle a su primogénita, que era tremendamente habilidosa con el balón, y que avergonzaría a los chicos de primaria, unas botas de fútbol. Pero eso era algo que no podía permitirse una viuda-. Es la capitana del equipo del colegio. ¿Ha provocado muchos daños?
– ¿Daños? -preguntó él.
– En el invernadero.
– No creo que otro cristal roto sea un problema -él sonrió.
– No… supongo que no -respondió ella. Una sonrisa como aquella debería de haber estado prohibida. De pronto, algo nerviosa continuó-: ¡Espero que no…! Quiero decir… -no, claro que no estaba herido. Su piel dorada estaba intacta. Bueno, eso aparte de una pequeña cicatriz blanca en el cuello.
Entonces fue cuando vio el resplandor de un pequeño cristal sobre su pelo y, sin pensar, estiró la mano y se lo quitó.
Capítulo 2
Stacey miró el trozo de cristal brillante que tenía sujeto entre los dedos y sintió que se ruborizaba.
No podía creer que había hecho aquello. Y, ¿qué debía hacer a continuación?
A pesar del hecho de que era totalmente incapaz de mirarle a los ojos, él debió de darse cuenta de qué era lo que pensaba, pues la agarró de la muñeca con una mano firme y le quitó el cristal de entre los dedos. Después lo arrojó al suelo y lo hundió en la tierra con el tacón.
– Gracias -dijo ella, con la voz temblorosa.
– Creo que soy yo el que debo darle las gracias a usted -seguía agarrándole la muñeca, transmitiéndole un calor que le derretía los huesos. Durante un rato, la mantuvo prisionera hasta que, de pronto, la soltó, como si se hubiera quemado. Se pasó la mano por el pelo para mantenerla ocupada. Luego, se miró la mano.
– ¿Lo ve? Siempre hago esto. Podría haberme cortado.
Ella se encogió de hombros.
– Es por culpa de ser madre -comenzó a decir ella-. Una no puede evitarlo -tragó saliva y trató de ignorar el peligroso cosquilleo que sentía en aquel lugar en que sus dedos habían tocado su muñeca. No sentía nada precisamente maternal. No, claro que no-. Me he permitido recolectar algunas fresas -dijo ella, sacando el tema antes de que él lo hiciera-. Espero que no le importe.
– Me ha parecido muy precavida al no llenar la cesta. ¿Están ricas?
¿Había estado allí, observándola? Se ruborizó una vez más.
– ¡Mami! -otra desesperada súplica.
– Creo que la capitana del equipo quiere seguir adelante con el juego -le dijo él, ofreciéndole la pelota.
– ¿Cómo? ¡Ah, no! Esa es Rosie. Tiene solo siete años. Clover la pone en la portería, pero no es muy buena -alcanzó el balón y se lo puso bajo el brazo-. Trataré de mantenerlas bajo control, pero cuando han estado en el colegio todo el día…
– No se preocupe. Estaré por aquí un par de días. Si la pelota vuelve a caer, me dan un grito desde el jardín y yo se la lanzo.
– Puede que se arrepienta de haber propuesto eso -se obligó a distanciarse de él y se negó a ceder a la tentación de quedarse mirándolo. Pero él camino a su lado y ella se dirigió hacia el muro.
¿Iba a ofrecerle ayuda para saltar al otro lado? Trató de no pensar en lo que podría ser sentir sus manos alrededor de la cintura, su respiración en el cuello.
– ¿Qué le va a suceder a este lugar? -le preguntó rápidamente para distraerse-. ¿Lo sabe? -miró hacia atrás-. He oído que iba a ser vendido a uno de esos horribles constructores -él no respondió-. ¡Oh, Dios santo! ¿Es usted?