– ¿Sería eso un problema? -la comisura de su labio se alzó en una sonrisa y él la miró de reojo.
Ella deseó en aquel momento tener mejor aspecto, no haberse limitado a sujetarse el pelo con una de las gomas de las niñas. Se podría haber puesto un poco de máscara en las pestañas, haberse pintado los labios.
«¿Todo eso para pintar una puerta? Vamos. Stacey, sé realista. Este tipo es un tiarrón y tú no eres más que una madre viuda con dos niñas», se dijo ella.
– Nos va a quitar las vistas -dijo ella rápidamente. No es que aquello le fuera a importar a ella durante mucho tiempo. Un prado de flores silvestres en el colegio público no podía considerarse una carrera profesional. Tenía que dejar de engañarse con la idea de que algún día podría llegar a hacer de aquella pasión que sentía por las flores silvestres un negocio lucrativo, y de que llegaría a arreglar la casa para poder venderla. Miró al jardín que se elevaba por la colina-. Quizá no consigan los permisos para construir.
– Ya los tienen.
– Vaya -se lo esperaba pero, a pesar de todo, no dejó de sentirse descorazonada. ¿Casas? -preguntó esperanzada.
– Naves industriales.
– Vaya -repitió-. ¿Trabaja usted para la constructora?
El negó con la cabeza.
– Trabajo para mí mismo. Soy Nash Gallagher -dijo, presentándose y tendiéndole la mano para estrechársela. Pero, entre la pelota y las fresas, tenía ambas ocupadas. Probablemente, era lo mejor. Todavía no se había recuperado del tacto de sus dedos sobre la muñeca. Si encima se trataba de juntar palma contra palma, aquello iba a hacer que la cabeza empezara a darle vueltas, y le iba a resultar imposible escalar el muro.
Pero no podía negarse a decirle su nombre.
– Stacey O'Neill. Y, seguramente, ya habrá deducido que esas dos «molestias» son Clover y Rosie.
– Bien, me alegro de haberla conocido. Como ya he dicho, me quedaré aquí durante unos días. Lo digo por si, al ver luz, piensan que pasa algo y se les ocurre llamar a la policía.
– ¿Se va a quedar? ¿Va a acampar? ¿Aquí? -vio que en un rincón había una tienda de campaña de una sola plaza y se preguntó si tendría permiso. Luego decidió que eso no era asunto suyo.
– Esto resulta de lo más lujoso si lo comparo con algunos de los lugares en los que he estado -le aseguró él, mal interpretando, claramente, su preocupación-. Tiene agua corriente y esas cosas…
Ella se contuvo, y no preguntó a qué tipo de sitios se refería, y se preguntó si habría entrado en la oficina para utilizar el agua y los servicios. ¿Qué más daba?
– Pero va a dormir en la tienda. Supongo que se estará bien, siempre y cuando no llueva. Esta ha sido una primavera muy lluviosa.
– ¿Está sugiriendo que este repentino buen tiempo no va a durar? -le preguntó él, con un toque de ironía en la voz y levantando las cejas.
– Ya lleva así toda la semana, y en este verano, eso ha sido todo un récord -inmediatamente, dio marcha atrás-. Aunque según el hombre del tiempo, no tendrá que preocuparse en un par de días.
Alzó la vista y miró al cielo limpio de nubes.
– Esperemos que así sea.
– ¡Mami!
– Se están impacientando -lanzó la pelota por encima del muro-. Trataré de que no vuelva a caer aquí.
– No hay problema si ocurre, de verdad.
Quizá no, pero ella sí tenía uno. Mientras saltaba por encima del muro, tratando de mantener su dignidad intacta, él se quedó allí mirando sus piernas pálidas por la falta de sol del invierno, un blanco moteado por las salpicaduras azules de la pintura de la puerta, por la rozadura de un ladrillo polvoriento, y un toque verdoso de plantas aplastadas en las rodillas, de haber agarrado las fresas.
Miró las frutas que llevaba en las manos y se arrepintió de no habérselas dejado a los insectos. Por su causa, tendría que pasar por encima del muro con una mano o tirarlas.
– ¿Puedo ayudarla? -se ofreció él. Otra vez.
Se imaginó aquellas dos grandes manos levantándola, o dándole un empujón en el trasero.
– Pues… -aquello empezaba a resultar realmente ridículo. Estaba ya demasiado cerca de los treinta. Tenía dos niñas. Solo las adolescentes se ruborizaban… -. Tal vez podría sujetarme las fresas mientras escalo -le sugirió.
Él no hizo el más mínimo amago de recogerlas. En lugar de eso, unió las manos y se las colocó a la altura del pie para que las usara de escalón. Ella se sintió momentáneamente decepcionada, pero reaccionó de inmediato y puso la playera sobre sus manos. Se agarró al muro y logró llegar a la cumbre sin la raspadura de rodilla habitual.
– Gracias -dijo ella.
– De nada -respondió él, mientras ella pasaba las piernas al otro lado-. Pásese cuando quiera.
Ella fingió que no lo había oído, y descendió apresuradamente hasta su jardín, acabando de aplastar definitivamente la dedalera, y no sin mancillar la deliciosa apariencia de las fresas. A pesar de la ayuda, se las había arreglado para convertirlas en zumo.
Nash Gallagher observó cómo su adorable vecina pasaba las piernas por encima del muro hacia el otro lado, y desaparecía rápidamente. Era evidente que había estado pintando. Tenía restos de pintura azul en las piernas, en la ropa y en los dedos. Al fijarse en el protector modo con que sujetaba las fresas, había notado también el azul de sus cutículas. ¿Es que le divertiría hacer ese tipo de cosas?
Con un «papá» en el cielo, daba la impresión de que no le quedaba mucha elección.
Stacey estaba triturando las fresas para mezclarlas con helado y dárselas a Clover y a Rosie como postre, cuando el picaporte de la puerta, aún colgante y medio atornillado, decidió caerse al suelo con gran estruendo.
Clover, que acababa de tomarse la última cucharada de judías blancas, lo miró.
– Lo que esta casa necesita es un hombre habilidoso -dijo la niña. Stacey le retiró el plato y le puso el helado delante-. O un hombre con mucho dinero.
– ¡Clover!
– Es verdad -añadió Rosie-. Eso es lo que dice la tía Dee.
Dee tenía toda la razón, pero ella, personalmente, habría preferido que se reservara su opinión para sí misma. O, al menos, que no lo promulgara a voces delante de las niñas.
Pero su hermana estaba empeñada en buscarle un marido, alguien que encajara en la idea que ella tenía de lo que era adecuado para su hermana, y no confiaba en que ella misma tuviera la capacidad de elegir bien. Necesitaba alguien estable. Alguien que, bajo ninguna circunstancia se dedicara a montar en moto.
Un administrativo, por ejemplo. O, aún mejor, un actuario de seguros, como su marido. Un hombre genéticamente programado para no arriesgar su vida innecesariamente.
Por desgracia, aunque le caía muy bien su cuñado, no le atraía en absoluto la idea de casarse con su clon. Su pensamiento se dirigía más bien al campamento montado por aquel extraño en un rincón del jardín y se sorprendió a sí misma con una sonrisa en los labios. Había cosas que no podía sustituir el dinero.
Pero, mientras le daba Stacey el helado, se prometió a sí misma que, para cuando llegara a comer el sábado, ella ya tendría la puerta bien pintada y los muebles en su sitio.
La verdad era que su encuentro con Nash Gallagher le había dado una idea. Bueno, más de una, pero se refería a la única realista. Hacer el amor ente un montón de fresas estaba muy bien cuando se era joven y libre, pero no era adecuado para una madre responsable. Las madres necesitaban tener sentido común.
Se libró de la fantasía y se centro en lo que era razonable. Tal vez su casa no fuera, precisamente, la viva imagen de las que aparecen en las revistas de decoración, pero era habitable. Y tenía una habitación de sobra. Dos, si consideraba el ático. A Nash podía no importarle dormir en una tienda, pero la mayoría de la gente no le hacía ascos a un baño con agua caliente y a unas sábanas limpias. Quizá podría alquilarle las habitaciones a un par de estudiantes.