¡Estaba hecha un desastre! Se lavó las manos y se pasó los dedos húmedos por el pelo. Se lo había lavado aquella misma mañana, pero no se había preocupado por echarse un poco de acondicionador. Se acercó al espejo. Se notaba. Bueno, era muy tarde ya. Así que se lo recogió con una goma de terciopelo. No era exactamente sofisticada, pero cualquiera sería mejor que la del pato.
¿Y qué se iba a poner?
Se estiró y miró su propio reflejo en el espejo.
– ¿A quién crees que estás engañando, Stacey O'Neill? -se preguntó-. Da exactamente igual que no te hayas cuidado las uñas desde hace meses. Da igual que no te hayas puesto suavizante en el pelo. Nash Gallagher no lo va a notar.
Además, se moriría de vergüenza si él notaba que ella había hecho un esfuerzo especial. Lo último que quería era que pensara que se había fijado en él. Seguramente acabaría por avergonzarlo más de lo que ella estaba.
No era más que un hombre amable que le había reparado la cortadora de césped, en agradecimiento por un bizcocho. Clover y Rosie lo habían acorralado y obligado a quedarse a cenar. Al menos, podrían comer pronto, de modo que él podría escapar a tiempo de poder seguir con su vida.
Unos vaqueros. Eso era lo que debía ponerse. Se pondría sus vaqueros buenos. Lo de «buenos» no significaba «sexys y de diseño», sino los únicos que no estaban destrozados. Estaría bien, porque así podría ocultar sus rodillas de jardinera. Pero ese era un gesto vanidoso. No, no era vanidad, sino amabilidad. Sus rodillas podrían llegar a quitarle las ganas de comer espaguetis.
Se pondría los vaqueros con una camiseta ancha. Perfecto.
Pero tenía las piernas irritadas por el sol, y los vaqueros le picaban y se sentía incómoda.
Bien. No había problema. En algún lugar tendría una falda, una cosa un tanto vieja, de color crema, pero que estaba limpia. Sin embargo, quedaba muy mal con la camiseta.
Tenía un suéter rojo que Dee le había pasado. No estaba mal. Quizás un pequeño toque de máscara en las pestañas. No quería que pensara que no había hecho un esfuerzo, no sería educado por su parte. Pero, desde luego, nada de carmín. Nada. Se miró al espejo.
Bueno, un poquito de brillo.
Mientras se pintaba los labios, vio en sus mejillas un fugaz rubor.
Era representativo de la tensión que sentía en la boca del estómago, la urgente necesidad de tragar saliva.
– ¡Clover, Rosie! -las llamó, al llegar a la cocina. Aparecieron a una velocidad sospechosa, demasiado dispuestas a colaborar. Las dos sabían que tenía todo el derecho a estar enfadada con ellas, pero no lo estaba. Solo estaba enfadada consigo misma-. ¿Podéis poner la mesa, por favor?
– Ya la hemos puesto -Dios santo, la habían puesto. Y se habían molestado en sacar la mejor mantelería y la porcelana. Incluso habían colocado las servilletas de tela. Bueno, tal vez no importaba. Quizás él pensara que siempre comían así-. ¿Podemos cortar unas flores? -preguntó Rosie. ¿Flores? No tendría por qué pensar que ella estaba «barriendo hacia dentro» solo porque hubiera unas flores en la mesa-. Por favor -le rogó la niña.
Clover se unió a la súplica de su hermana.
– Podemos cortar unas rosas silvestres?
– «Rosa canina» -la corrigió su madre.
Definitivamente tenía que decir que no.
– Te vas a pinchar con las espinas, y se te caerán los pétalos antes de llegar aquí. Será mejor que pongas algo más colorido y alegre. Puedes usar el jarrón de cerámica.
Tenía un aspecto un tanto infantil que estuviera de acuerdo con la promotora de la idea.
Las niñas salieron a toda prisa, mientras Stacey se ponía el delantal, llenaba el cazo de agua y lo ponía al fuego para hacer los espaguetis. La salsa ya la tenía hecha en la nevera. Esperaba que cundiera lo suficiente. Sería mejor que prepara la tarta que tenía prevista para el día siguiente. Sacó un litro de leche de la nevera y empezó a hacer una crema pastelera.
El reloj del recibidor marcó la hora. ¡Maldición! Se le había hecho muy tarde con tanto vestirse y tanto maquillaje. Tendría que darle conversación mientras terminaba la comida. ¿De qué hablaban dos personas adultas?
Si al menos hubiera tenido alguna bebida que ofrecerle. Pero solo había una botella de licor de jengibre que le había tocado en una tómbola. La única alternativa era el mosto sin azúcar, que evitaba la caries. De pronto, presintió algo y levantó la vista.
Nash ya estaba en el jardín. Llevaba unos vaqueros y una camisa oscura. Se sentía como si tuviera diecisiete años otra vez, como cuando Mike la esperaba con la moto a la puerta y su padre lo miraba con un gesto tan agrio que podría haber cortado la leche.
– Cuidado -le dijo a Rosie, mientras llenaba de agua el jarrón en el fregadero. Pero continuó dándole vueltas a la crema, sin apartar los ojos de Nash que atravesaba el jardín. Se detuvo a mirar unas hierbas que ella tenía plantadas.
Luego, se volvió y la pilló con una estúpida sonrisa dibujada en el rostro. El sonrió también confirmando con su gesto que tenía unos dientes estupendos.
Detrás de ella, se oyó un grito y un quebrar de loza.
Capítulo 4
Nash se detuvo al entrar y vio el desastre: un jarrón roto, flores y agua por todas partes, y Rosie a punto de llorar.
– ¿He llegado demasiado pronto?
Stacey, en condiciones normales, habría previsto el posible desastre en el que desembocaría el que una niña de siete años pusiera flores en la mesa. Tendría que haberla estado observando de cerca. Claro que no podría haberse imaginado nunca que una araña se le posaría sobre la mano mientras atravesaba la cocina con el jarrón en la mano.
– Puedo darme una vuelta por el jardín y fingir que no he visto nada de esto, si lo prefiere.
Stacey, que estaba recogiendo meticulosamente los restos de cerámica rota, alzó la vista. No debería de haberse molestado en impresionarlo. Los niños tenían la facultad de bajarte a la tierra siempre.
– No, pase. Si puede encontrar algún lugar seguro en el que posar el pie.
– ¿Puedo ayudar en algo? -debió notar la sorpresa de ella-. Puedo manejar una fregona.
– ¿De verdad? -aquel hombre era como una fantasía femenina hecha realidad. ¿Encima podía usar una fregona? Stacey se sintió momentáneamente tentada a hacer la prueba, pero controló la inyección de hormonas que la revelación le había provocado-. No, gracias, no hace falta -se levantó y tiró los trozos de jarrón roto en la basura, mientras que ayudaba a Clover a recoger las flores-. Ya casi estamos. Me acabo de dar cuenta de que no tengo nada de beber, a menos que quiera mosto -dijo, preguntándose si se le notaba lo nerviosa que estaba-. Es una de esas bebidas estupendas, con vitamina C.
– Es una oferta tentadora -dijo él-. Pero he encontrado esto en mi bodega y me preguntaba si querría compartirlo conmigo antes de que caduque.
Señaló una botella de vino tinto que había dejado sobre la mesa.
Vino. Eso era tan… adulto. Había estado viviendo en un mundo infantil durante tanto tiempo, que se le había olvidado en qué consistía.
Vino. ¡Cielo santo! Trató de controlar el pánico. Tenía un sacacorchos en algún lugar. Pero no recordaba dónde lo había visto por última vez.
– ¿Tiene una bodega en la tienda? -preguntó, mientras ganaba tiempo para pensar.
– ¿No la tiene todo el mundo? -Nash sacó una navaja múltiple, la abrió y apareció un sacacorchos.
Era evidente que era un hombre preparado para enfrentarse a cualquier imprevisto. Las hormonas gritaban desesperadas contra los barrotes de la cárcel, ansiosas por ser liberadas.
– Nosotras también tenemos una bodega -dijo Rosie-. Pero está vacía. Solo hay arañas -la niña se estremeció.
– Ha sido una araña la causante de la catástrofe de las flores -le explicó Stacey-. A Rosie no le gustan.
– Pero las arañas no tienen nada malo, Primrose. Son muy beneficiosas -la niña no pareció muy convencida-. De entrada, se comen a los mosquitos. Cuando estaba en la selva… -sacó un par de latas de cola de su bolsillo y miró a Stacey-. ¿Pueden tomarla?