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Habían pasado unas dos semanas desde la visita al profesor cuando un periodista se presentó en casa para hacerme una de las primeras entrevistas a propósito de Enganchadas, que se acababa de publicar y ni era todavía un éxito editorial ni nadie sospechaba remotamente que algún día llegara a serlo. Al terminar acabé invitándole a un café porque me di cuenta de que al pobre le había apetecido tan poco hacerme preguntas como a mí responderlas. Él lo había hecho por dinero, y yo por educación. Cuando desconectó la grabadora y se relajó, me explicó que, aparte de trabajar para el semanario en el que aparecería nuestra charla, escribía también en una revista sobre parapsicología, y no lo hacía por dinero, sino porque de verdad le interesaban los temas esotéricos. De ahí a contarme que sabía echar las cartas y ofrecerse a hacerme una tirada no mediaron tres sorbos de café. Yo, que siempre había oído que para que las cartas digan la verdad nunca debes pedir que te las lean, ni mucho menos pagar por que lo hagan, pues el lector debe ofrecerse él mismo a echarlas desinteresadamente, acepté la propuesta del periodista, más por curiosa que por crédula, y escuché cómo, según él, las cartas decían que estaba viviendo una relación que no me convenía pero que, a partir del mes de septiembre, el curso de aquella historia iba a llegar a una encrucijada porque una mujer morena iba a interferir para acabar con ella. Y a partir de septiembre, siempre según las cartas -o según quien las leía o decía leerlas-, me tocaría a mí decidir si seguir o no. Y si no quería seguir, me dijo, tendría que escribir con tinta negra el nombre de mi pareja en un papel blanco, enrollar acto seguido el papel y meterlo dentro de una botella, sellar ésta con cera negra y enterrarla después en un lugar por donde yo supiera que no iba a volver. Así le transferiría la historia y el amor a la mujer morena pues, según me explicó, no hay mejor magia para librarse de una relación de inconveniencia que pasársela a un tercero.

Sorprendentemente, me vino a decir lo mismo, aunque con distintas palabras y metáforas, claro, que el profesor tío segundo o lo que fuera de Consuelo, que me había asegurado que los maltratadores son codependientes, que necesitan a su víctima porque sólo humillando a una persona se sienten reforzados y compensan su complejo de inferioridad. Por eso no pueden estar solos. Y por eso casi nunca sueltan a una presa si no han encontrado otra con que sustituirla. Ya esa necesidad que se enciende en la entrepierna como una llamarada y que incendia la razón la llaman amor, y dicen muero de amor porque mueren de la urgencia de la piel de otro, de verse reflejados en los ojos de otro. Pero hablan de un amor hecho a su propia imagen, lo invocan con triste acento de suspiros y lágrimas pautado, y a quien quiera escucharles le dicen y repiten cuánto sufren, cuánto aman, porque se han convertido en ridículos espías de los pasos de otro, en implacables jueces que condenan sin pruebas, y es que no en vano al niño amor lo pintan ciego, que ya lo dijo Tirso de Molina, porque ve lo que quiere ver y lo que inventa, y a veces lo que se llama amor es desvarío. Desvarío y cadenas.

Efectivamente, antes del verano intervino una mujer morena y este hombre me dejó. Ya me había dejado muchas veces, pero en todas aquellas ocasiones yo le había perseguido para que volviera, convencida de que si lo hacía, si finalmente le tenía para mí sola y conseguía vivir con él para embarcarnos ambos en una relación «normal», me redimiría a sus ojos, a los míos y a los del mundo, y dejaría de ser la mala que él decía que era, la mala que yo creía ser y la mala por la que muchos de nuestros amigos comunes me tenían, siempre creyendo lo que él, hecho un mar de lágrimas, les contaba cuando se los encontraba de copas. Aquéllos eran los amigos que tomaban partido resuelta y alegremente por el ofensor para convencerse así de que, en realidad, en aquella historia no había ofensa ninguna y sí mucho teatro, y de que no estaban, por tanto, obligados a intervenir. El caso es que yo me había empapado de esa imagen de mí misma hasta tal punto que llegué a olvidar quién era realmente y, al no quererme en absoluto, no hacía otra cosa que sabotearme. Repetía de nuevo el viejo esquema: dentro de una, dos, y las dos enfrentadas.

5 de octubre.

Olvídate de la oxitocina y del efecto Bambi y de todas esas puñetas. Hace un minuto me he estado planteando seriamente darte en adopción o hacerte beber una infusión a base de cogollos de la planta de marihuana que hay en la terraza (que creció casi por casualidad, sin que nadie se ocupara de ella, y con la que ahora no sabemos qué hacer, porque yo no tengo ni idea sobre recolección o procesamiento de las hojas o de los cogollos, y tu padre menos). Te has tirado toda la mañana llorando, y cuando ha quedado claro que no era ni porque quisieras comer (me has escupido la leche a la cara indignadísima), ni porque te faltara el chupete (que también me has escupido), ni porque tuvieras el pañal sucio, he descubierto que lo único que querías, pequeño bulto cagón y mimado, es que te tuviera en brazos, así que estoy escribiendo contigo encima, situación enormemente incómoda para mí pero que a ti parece encantarte, porque ahora estás calladita como una santa, mirando alternativamente a tu madre y al teclado con mucha atención, como si te estuvieras planteando seriamente la posibilidad de seguir, en un futuro, los pasos de la que te parió (visto lo visto, te lo desaconsejo de corazón).

Tengo un libro que me regalaron cuando me quedé embarazada en el que se afirma que en casos así no debería cogerte de ninguna de las maneras, que lo que tendría que hacer es dejarte llorar en tu cuna hasta que te callaras de puro agotamiento. Yeso mismo es lo que viene a decir también mi madre. Vale. Pero yo estoy segura de que el doctor que escribió tan sádico manual no se habrá sacado su flamante carrera de Medicina dedicándose precisamente a cuidar a bebés, y estoy segura también de que a sus propios niños los habrá cuidado o su señora o la chacha, porque a ver quién es el guapo que tiene corazón o estómago para dejar a un bebé de dieciséis días llorando desconsolado.

Yo no, desde luego. Primero, porque cuando lloras tus berridos se me cuelan en los tímpanos y amenazan con provocarme la peor jaqueca de mi vida. Segundo, porque me asaltan dudas sobre si no iré a provocarte un tremendo trauma infantil y de mayor seré yo la responsable de que te hayas convertido en una skinhead, una asesina en serie o una especuladora inmobiliaria. Lo digo porque he leído en otros libros, escritos por doctores que nada tienen que ver con el anterior, que los niños a los que se deja llorar sin proporcionarles consuelo aprenden que no pueden generar una respuesta de su medio ambiente, que a nadie le importan sus necesidades, que están solos frente al mundo. Parece ser que, según los estudios realizados por no sé qué universidad yanqui (estos estudios siempre los realizan las universidades yanquis, que son las que tienen presupuesto para gastárselo en martirizar a bebés), los niños que presentaban un mayor nivel de desarrollo cognitivo y socio-emocional tenían mamas muy reactivas, es decir, madres que respondían a la más mínima señal con la que sus hijos intentaran captar su atención.

O sea, que lo que para mi madre y para según qué doctores que creen saberlo todo sobre crianza de bebés es ser una exagerada y una histérica, para otros se llama ser reactiva. Y, si bien es cierto que la opinión de mi madre cuenta para mí más que la de un galeno que ni siquiera ha cuidado de sus hijos -no sólo porque madre no hay más que una, sino también porque mi madre sí ha criado cuatro retoños y lo ha hecho ella sola, sin ayuda de chacha o de cónyuge-, me consta que, por mucho que ella me diga que no te coja en brazos, no aplicaba la teoría con sus propios bebés, al menos conmigo, que era, según las crónicas familiares, un bebé berreón como el que más que se pasó los primeros años de su vida mecida por mi mamá primero y por tíos, tías, amigas y cualquier vecino que pasara por allí después. Ese bebé creció y se convirtió en tu madre, la madre que te escribe ahora, aprovechando esta media hora bendita en que ¡por fin! duermes como el bebé que eres.