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Una noche de septiembre aquel amante, influido, según supe más tarde, por una mujer morena con la que por entonces tonteaba, me llamó para decir que lo nuestro se había acabado y que no quería verme más, afirmación hecha en el mismo tono y con las mismas o casi idénticas palabras con las que me había venido a decir lo mismo más o menos una vez al mes durante cuatro años. Así que, como más o menos una vez al mes durante cuatro años, me encontré en la barra de un bar de Lavapiés que llevaba y lleva aún el profético nombre de La Ventura, ahogando solitaria mis penas en alcohol cuando, como ocurría casi siempre más o menos una vez al mes durante cuatro años, se me pegó un individuo de esos que acuden como moscas a la miel en cuanto ven a una tía sin compañía bebiendo, por más que la susodicha les deje claro cien y ciento cincuenta veces que quiere seguir estando sola, sola y sola.

El tipo en cuestión llevaba una pinta que llamaba la atención incluso en aquel bar donde hasta el más extravagante aliño indumentario (que diría Machado) resultaba poco vistoso habida cuenta de la infinidad de crestas, pelos de colores, piercings, peinados rastas, minifaldas cinturón, maxifaldas jipiosas, pantalones de comando y monos de pintor que por allí se veían. Iba vestido con una especie de túnica bordada y llevaba una barba larguísima que inducía a elucubrar sobre cómo demonios podía comerse aquel señor, por ejemplo, un plato de espaguetis, aunque la verdad es que tenía aspecto de alimentarse sólo de zumos o de aire, de tan delgado como estaba. Se plantó a mi lado en la barra y acto seguido, interpretando como invitación a la conversación un gruñido emitido por mí que en realidad quería decir «déjame en paz», me largó un rollo incomprensible sobre el sentido de la vida, rollo que le aguanté sólo porque pensé que al menos se le veía tan concentrado en lo divino que no parecía muy factible que le diera por pasarse a lo terreno, y que mientras no intentara abalanzarse sobre mí, probablemente disuadiría con su presencia a otros que sí pudieran intentarlo. Y allí estábamos, él perorando sobre algo así como el Todo Cósmico que debe ser Todo lo que realmente es y del que nadie sino el Todo mismo puede comprender su ser y yo apurando copa tras copa sin molestarme siquiera en poner cara de que el tal Todo Cósmico o lo que fuera o dejara de ser me interesara poco o mucho, cuando en éstas, y sin venir a cuento, el tío rebusca en una especie de bolso que llevaba colgando y que era lo más parecido al jubón de Frodo Bolsón y extrae de él una especie de cajita redonda que brillaba, me coge la mano, me la abre hasta hacerme extender la palma, me pone allí la cajita y me dice: «Toma, para ti.» Y en ese momento se marcha sin decir más y sin darme tiempo siquiera a pedirle que pagase su zumo (claro que bebía zumo, ¿qué esperabas?), y es entonces cuando me fijo en la cajita, y al abrirla me doy cuenta de que lo que me ha regalado es una brújula.

A la mañana siguiente llamé al mismo periodista que me había leído las cartas para saber cuándo iba a salir mi entrevista publicada, y no sé cómo acabé por contarle la historia de la brújula. Él me dijo que sin duda aquello era una señal que significaba que yo había perdido el Norte y que debía encontrarlo de nuevo, y sus palabras me hicieron pensar que quizá me convendría tomar una bifurcación y dejar así de seguir la senda que me iban marcando los pasos de aquel hombre por el que estaba tan obsesionada.

Por cierto, desde entonces he vuelto miles de veces a La Ventura, pero no he visto al tipo raro de la barba y la túnica. Casi llegué a creer que había soñado ese encuentro, que no fue más que una alucinación de borrachera, pero aquí está la brújula sobre la mesa de mi estudio para confirmar con su presencia la realidad de la historia.

El caso es que tomé la decisión de no perseguir a aquel hombre, de no llamar, no presentarme en su casa, no enviarle cartas, no escribirle poemas, no extrañar el calor de sus manos, el olor de su cuerpo, el reflejo del mío en su mirada. Antaño, siempre que había recurrido a una de esas tácticas, él había vuelto a mi lado con la misma actitud de quien te hace un favor, de quien te salva la vida porque le das pena y porque si él no vuelve contigo te quedarás sola, ya que no vas a encontrar a otro que te aguante teniendo en cuenta lo loca que estás y lo mala persona que eres. Sin embargo esta vez no hice nada por recuperarle, más bien al contrario. ¿Cómo decía el tango? «De pie, sobre el más negro, el último peldaño que alcanza mi existencia, el más débil y oscuro, desde allí, con tristeza, contemplo tu partida y dejo que te vayas…» Y así, escribí su nombre con tinta negra en un trozo de pergamino, la caricia deseada, dos sábanas, dos piernas, lo enrollé, lo introduje en una botella, la sellé con la cera de una vela negra derretida para la ocasión, la metí en el bolso junto con un cucharón de sopa, el monedero y las llaves, lavé mis manos sucias en las tranquilas aguas de la esperanza buena, cogí el metro, quijotesca y absurda emprendí la cruzada, me bajé en la estación de Cuatro Vientos -a la que nunca regresé-, busqué un descampado, arrastrábamos juntos un pasado de ruinas, cavé un hondo agujero con ayuda del cucharón, enterré la botella, tu mente estuvo grávida de oscuros apetitos, y regresé a casa decidida a no volver a mencionar jamás, ni siquiera por escrito, el nombre de aquel hombre, el mismo que ya nadie lee en un papel encerrado en una botella enterrada en un descampado en la zona de Cuatro Vientos, y dejo que te vayas, y dejo que te vayas…

6 de octubre.

Mi vecina Elena (la misma que vomitó el Ovoplex y que detecta en los catálogos las tripas retocadas con aerógrafo) me contó que cuando quería barrer la casa no le quedaba otro remedio que colgarse a Anita de la mochila de paseo porque si la dejaba en la cuna o en el cuco no paraba de llorar. Ahora mismo, por cierto, has cerrado los ojos y esbozado una sonrisa de profunda satisfacción sin que te preocupe lo más mínimo la escoliosis que me estás causando (o que más bien estás agravando, porque ya me la había causado antes el embarazo y mi consiguiente transformación de chica tetona en monstruo de feria). Y sí, sonríes, sonríes desde que naciste.

Sonríes por mucho que la gente se empeñe en repetir -presuntamente cargada de razón- que los bebés sólo pueden sonreír a partir de las seis semanas, según afirman los médicos y los psicólogos.

Tú sonríes cuando estás tranquila o cuando te despiertas y me ves, momento en que me dedicas un festival de guiños y balbuceos, supongo que para hacerte perdonar los lloros con los que arremeterás más tarde. Pareces encantada y aliviadísima al comprobar que no he desaparecido por la noche. Debe de darte mucho miedo perderme, porque tu padre asegura que cuando dormimos siempre estás agarrada a un rizo de mi pelo o tocándome la cara para comprobar que sigo ahí. (Sí, duermes en mi cama, práctica radicalmente desaconsejada por el inevitable doctor que escribe libros, pero después de despertarte a las tres de la mañana te niegas en rotundo a volver a tu cuna, y no estoy yo a esas horas como para intentar hacer entrar en razón a un bebé, así que te acuesto conmigo, única forma de que aguantemos las dos tranquilas hasta las siete.)

A los que dicen que no puedes sonreír (a los de antes) les respondo con estos dos argumentos: el primero, que si puedes llorar y hacer pucheros no veo por qué no vas a poder sonreír, si al fin y al cabo el mismo esfuerzo supone curvar las comisuras de los labios hacia arriba que hacia abajo. Y el segundo, que hace poco un científico inglés probó, gracias a las ecografías de última generación, que los bebés sonríen ya en el vientre de su madre, con lo cual resulta evidente que la sonrisa es un gesto innato y no un reflejo aprendido, hecho que de todas formas ya se daba por sabido porque los bebés ciegos sonríen. Además, hace nada unos japoneses probaron también que los fetos de cuatro semanas ya tienen actividad cerebral y responden a estímulos externos (lo vi hace muy poco en el telediario). Es como cuando, por fin, la ciencia médica reconoció que los fetos pueden comunicarse con la madre desde el útero después de siglos de hacer oídos sordos a todas las madres que afirmaban lo evidente: que el niño respondía tranquilizándose si ellas le hablaban o pegando patadas si ellas lloraban, error médico producto de una sociedad machista que prefería hacer caso a doctores varones que nunca han estado embarazados antes que a mujeres que sí sabían de lo que hablaban. El silencio de unas afirma las causas de otros.