La psicóloga que dirigía el grupo de apoyo me atendió muy amablemente y me regaló una guía de actuación editada por la Comunidad de Madrid en la que leí cuáles eran las secuelas del maltrato y cómo muchas mujeres las vivían incluso años después de que la relación hubiera acabado:
– Autoestima pendular.
– Miedo.
– Estrés.
– Conmoción psíquica aguda.
– Crisis de ansiedad.
– Depresión.
– Desorientación.
– Incomunicación y aislamiento.
– Bloqueos emocionales.
– Complejo de culpa y asunción de la responsabilidad de los sucesos.
– Desmotivación, ausencia de esperanza.
– Trastornos alimentarios severos.
– Trastornos del sueño.
– Irritabilidad y reacciones de indignación fuera de contexto.
Me describían punto por punto: por entonces me odiaba y me acometían cada dos por tres todo tipo de tentaciones suicidas pensando que mi vida no servía para nada, ni para mí ni para nadie que me rodeara; se me ponía el corazón en la boca cada vez que campanilleaba el timbre del teléfono más allá de las diez de la noche, no te quiero describir ya si lo que sonaba era el pitido del telefonillo del portal; lloraba por cualquier cosa: si se retrasaba un autobús, si tenía que corregir un texto o si se me quemaba el cazo de la leche; no podía ir en metro porque de repente me asaltaba una claustrofobia aguda que me impedía respirar, como si se me hubiesen bloqueado de pronto las vías respiratorias, además me perdía siempre en los pasillos y al final no acertaba a recordar ni adónde quería ir ni de dónde venía (el viaje a Cuatro Vientos constituyó una afortunada excepción); me había quedado sin amigos porque no quería hablar con aquellos empeñados en decir que pobrecito él y que había que ver lo mal que le había tratado yo, así que había dejado de llamar a muchos de ellos, cuando no de devolverles el saludo, con lo cual me gané una fama de borde y maleducada que no te quiero ni contar, fama merecida, porque de repente me dominaban unos accesos de rabia injustificada y lo pagaba a gritos con cualquiera: amigos, perro, portero o señor que me empujaba en el autobús. Y es que yo respondía a mis sentimientos más profundos de odio hacia mí misma, pues me sentía responsable de todo lo que me había pasado y me estaba pasando, volcando ese odio al exterior y traduciéndolo en agresividad, y pasaba por encima de los demás como una apisonadora para luego volver a odiarme por ello, en un círculo vicioso del que no conseguía salir; me sentía incapaz de volver a querer a nadie y, si por casualidad me liaba con alguien, dejaba siempre muy claro que lo nuestro no podía ir más allá de una noche o simplemente boicoteaba la relación poniéndome insoportable; pensaba que todo lo que me pasaba había sido mi culpa, que yo no era una persona a la que alguien pudiera querer, que estaba loca, que no tenía ni puñetera idea de escribir y que lo mejor era que no volviera a hacerlo, y que estaba gordísima. Y lo estaba: había engordado siete kilos en cuatro años a base de intentar calmar la ansiedad con atracones de chocolate, y me daba asco verme en el espejo. Y a todo eso se añadía un problema más: bebía como una cosaca.
El hombre al que una brújula eliminó de mi paisaje bebía mucho, lo que se dice mucho, salía todas las noches y se ventilaba un mínimo de tres o cuatro copas. Pero también bebía de día: las cañas del tapeo, los güisquis para la sobremesa y los carajillos de media tarde. El caso es que a base de seguirle el ritmo yo misma me había convertido, si no en una alcohólica anónima, sí en una borracha conocida, conocida en todos los bares de Malasaña y Lavapiés.
Pero no todo era negro en mi vida. Había perdido un montón de amigos, cierto, pero también conservaba muchos que habían demostrado una lealtad inquebrantable y que me habían aguantado en los peores momentos, cuando gritaba a la menor nimiedad o me ponía a llorar porque se me derramaba la taza de té; estaba redonda, pero no obesa, seguía teniendo una cara bonita y, desde luego, no me costaba ligar; había escrito un libro del que me avergonzaba, pero al menos había conseguido publicarlo; me había quedado sin novio, pero había ganado en tranquilidad; tenía casa propia (o que llegaría a serlo algún día, porque en realidad la casa era del banco), un perro al que adoraba, varios trabajos (por más que malpagados) y, sobre todo, tenía ganas de vivir, no demasiadas ni exultantes, pero desde luego muchas más de las que tuviera antes, pues por cada pensamiento suicida que surgía dentro de mí había dos momentos en los que pensaba: «Esto se puede arreglar, las cosas se pueden arreglar, todo puede ir a mejor.» Porque como te he escrito antes no disponemos de más armas que la razón para combatir los sentimientos.
10 de octubre.
Te explico lo que son «contracciones ineficaces». Son las que tuve yo durante casi un mes antes de que nacieras. Son muy fuertes y se diferencian por su intensidad de las «contracciones de Braxton-Hicks», que son, por así decirlo, unas contracciones de prueba, poco dolorosas, con las que el útero se va entrenando para el parto y que se notan desde el octavo mes de embarazo. Las que yo sufría, sin embargo, eran serias, de esas que te hacían doblarte en dos de dolor, pero resultaban ineficaces porque la capacidad de contracción del útero estaba disminuida y eran movimientos demasiado débiles como para dilatar el cuello de la matriz. Creo que a esto se le llama distocia uterina. En fin, el caso es que me tiré días doblada de dolor antes de llegar a parir. Cuando le conté esta historia a Miguel Hermoso me hizo una metáfora preciosa, me dijo que él conocía otro tipo de contracciones ineficaces: las que uno experimenta cuando escribe un guión por la noche y se siente convencido de que está escribiendo la escena del siglo y de que ya puede dar la obra por terminada para descubrir, a la mañana siguiente y cuando lee la escena bajo otra luz (la del día) y tras haber dormido, que lo que había creado ni tiene originalidad ni hace avanzar la acción ni resulta interesante ni nada, y que lo que se había tomado por el parto de la obra maestra no había sido más que un ataque de ineficaces contracciones… artísticas. Las mismas, me temo, que me llevaron a pergeñar esas novelas que tengo guardadas en el cajón y que algún día te dejaré leer para que veas lo pedante que podía llegar a ser tu madre antes de que siquiera se planteara concebirte, mucho menos escribir para ti.
Habían pasado escasos seis meses desde el asunto de la brújula cuando me invitaron a una fiesta en la que conocí a una chica aparentemente normal y corriente (unos treintaypocos años, rubia, ojos muy claros, sin un 666 tatuado ni un pentáculo colgándole al cuello ni una cabellera que le llegara por debajo de la cintura ni ningún signo externo que delatara algún interés esotérico ni vinculación con lo paranormal). No sé cómo salió a colación el tema de la cartomancia, pero cuando yo le conté que la única vez que me habían leído las cartas la predicción se había cumplido, ella me dijo que siempre llevaba a mano las suyas y que le gustaría hacerme una tirada. Acepté encantada y entonces la desconocida me llevó a una habitación apartada del salón donde la reunión hervía en plena ebullición para, lejos del mundanal ruido, extraer de su bolso dos barajas, una del tarot y otra española, proceder a mezclarlas concienzudamente, extender algunas cartas sobre la mesa, y hacerme las siguientes predicciones: