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Lo veo en mis hermanas: una y otra lucen mejor o peor tipo según quién se cuide más o menos o quién haga más o menos ejercicio (Laureta prácticamente vive en el gimnasio y Asun asiste tres veces por semana), pero, desde luego, ninguna de las dos tiene el tipo que tenía antes de parir, ni siquiera La Triple Ele o La Linda Laureta (así conocida desde su adolescencia en su círculo de amigos en razón de su elegancia, su altura y su figura juncal), a la que de todas formas creo que lo de la maternidad le vino bien, porque antes estaba demasiado esquelética, y es que Laureta no ha vuelto a comer un bollo de chocolate desde los quince años, cuando mi hermano Vicente la llamó culigorda en medio de una encendida discusión a cuenta de un jersey que no sé quién de los dos le había quitado al otro. Es la típica hermana que ha nacido para acomplejar a las que le rodean. Acaba de cumplir cuarenta y cinco años y sigue teniendo un tipo que yo no he tenido ni tendré nunca y una larga melena negra y lacia, como oriental, de anuncio de champú, que le cae por debajo de los hombros. (La melena se la alisa, eso sí, al igual que Asun, y las dos van por la vida siempre como recién salidas de la peluquería -¿o sin el como?-, con lo cual marcan aún más la diferencia con su hermana pequeña, rubia de pelo rizado, casi siempre enmarañado, con cierto aspecto de estropajo de fregar.) Los que no nos conocen mucho piensan a menudo que Laureta es más joven que yo, y Todo El Mundo afirma que es clavada a mi madre, pero como yo nací cuando tu abuela ya era mayor, siempre he conocido a mi madre con el pelo blanco y corto, o al menos no recuerdo otra cosa. Desde luego, en las fotos de la boda sí se aprecia el parecido: los mismos ojos negros, la misma cara de talla de Salzillo, sencilla, espiritual, esa cara de virgencita ensimismada que nunca ha roto un plato. Los que la conocieron de joven dicen que mi madre era un bellezón que se llevaba de calle a medio Alicante, e incluso una vez le escuché a la tía Eugenia decir, después de una de las algaradas más sonadas que mis padres tuvieron y de que mi madre se fuera a pasar tres días a su casa, que no entendía cómo su Eva había acabado casándose con semejante pelagatos cuando, con lo guapísima que había sido, hubiera podido elegir entre los mejores partidos de Alicante, que ofertas nunca le faltaron.

A tu madre tampoco le faltaron ofertas en su día, te lo juro. Lo que pasa es que casi siempre se decidía por las peores.

El caso es que David y yo ni siquiera nos habíamos besado aquella noche y no nos habíamos metido una sola raya de cocaína. O al menos yo. Sí era cierto que él había celebrado su cumpleaños y que yo era una de las invitadas. No era cierto que nuestra amistad pudiera calificarse de íntima (o no al menos en el sentido de intimidad que la revista sugería), ni que yo hubiese alcanzado en ningún momento de la noche un estado de semiinconsciencia.

La foto a la que la revista se refería cuando hablaba de «el cariñoso achuchón» reflejaba en realidad un momento bastante inocente en el que yo estaba hablándole al oído al «chico de moda» no llevada por ningún impulso amoroso o lascivo, sino por la sencilla razón de que el atronador chunda chunda del garito no permitía mantener una conversación a una distancia superior a quince centímetros del interlocutor. Y sí, David me pasaba el brazo por los hombros. No, no se trataba de un trato especial ya que idénticas atenciones había dispensado a la mitad de sus amigos y amigas aquella noche.

La otra foto a la que se refería la revista cuando hablaba de «el estado de semiinconsciencia» reflejaba en realidad el momento en que yo, borracha como estaba, tuve que sentarme en un sillón del local para no desmayarme. David, de lo más solícito, se sentó a mi lado y me apretó la mano con fuerza, y no era aquél tanto un gesto afectuoso como una manera de transmitirme que no me estaba dejando sola, que estaba dispuesto a sacarme a tomar el aire si hiciera falta.

Cosa que hizo, pero no a las seis de la mañana, sino más bien alrededor de la una. Momento inmortalizado también por el fotógrafo. De forma que la foto a la que la revista se refería cuando hablaba de «la pareja que abandonaba acaramelada el local» reflejaba en realidad cómo yo salía de Pacha agarrándome a David para no caerme.

La cuestión es que estuvimos en la calle tomando el fresco apenas cinco minutos, hasta que apareció Consuelo, a la que no habíamos podido encontrar dentro del follón de la discoteca pero que, convenientemente avisada mediante un sms, acudió presta y veloz para tomar el relevo de David, que volvió al local a seguir la juerga por su cuenta. Ignoro si él acabó a las seis de la mañana. Lo que sé es que yo a las dos estaba en mi casa, sola.

De hecho, ni siquiera sabía que David estaba casado ni tenía por qué saberlo, ya que nunca me lo dijo. Porque él se había casado en Bali por algún rito exótico de esos según los cuales lo estás a los ojos de Vishnú, Brama o Shiva y a los de los lectores de la revista que pagó por la exclusiva, pero no a los de Hacienda y el Registro Civil español, por si las moscas, no sea que en el futuro David quisiera divorciarse y a la otra le diera por intentar llevarse la mitad de sus bienes o por reclamar una pensión. Así que no nos invitó a ninguno de sus ex compañeros de clase y los que no leíamos prensa del corazón ni siquiera nos enteramos de la noticia de su matrimonio. Sí sabía que a él le encantaba la compañía femenina porque por entonces frecuentábamos los mismos bares y muy de cuando en cuando quedábamos en reuniones nostálgicas con los viejos amigos del instituto, y solía encontrármelo en ellas siempre con chicas muy jóvenes, evidentemente emocionadísimas de estar a su lado. Además, una vez nos había invitado a su apartamento, para tomar la última copa, y allí no había trazas, ni tan siquiera indicios, de una presencia femenina: el pisito estaba inmaculado como una habitación de hotel. Y tan inmaculado, como que no vivía allí. Tras casarse (o lo que fuera) había conservado su guarida de soltero a pesar de haberse ido con su mujer a un chalecito en una urbanización de la sierra madrileña. La excusa que a ella le ofreció para mantener lo que iba a ser su picadero era la necesidad de conservar un piso en el centro de la ciudad por razones de trabajo, puesto que él era actor y tenía que acudir a estrenos de cine y teatro para establecer contactos, hacerse ver y que se notara que seguía estando en el «candelabro» y no se veía capaz, tras las consabidas copas del estreno, de coger el coche y hacerse sesenta kilómetros en mitad de la noche y habiendo bebido. Por supuesto que su mujer le acompañaba a los estrenos siempre que podía, pero podía poco, porque ella trabajaba en el teatro y se pasaba la vida de gira por provincias. Y es que las obras en las que actuaba Verónica eran de esas que casi nunca llegan a estrenarse en la capital, y con esto supongo que ya se entiende que Verónica era más conocida por ser la mujer del chico de moda que por su talento como actriz. Pero de todo esto, claro, me enteré yo mucho más tarde.

14 de octubre.

Soy una de esas incautas que creían que la maternidad no me iba a alterar el cuerpo lo más mínimo y que me iba a convertir en una cuarentona estupenda, una cincuentona impresionante, una sesentona magnética y una setentona incendiaria (Angela Molina, la Paredes, Pilar Bardem y Julieta Serrano, para entendernos). Se me había olvidado que la mayoría de los modelos de mujer que se nos ofrecen desde los medios de comunicación se han hecho reconstrucciones de todo tipo (pre y posparto), de forma que cualquier parecido entre esos clones de mujeres y la cruda realidad es mera coincidencia.

Me contó Sonia (la actriz, coletilla que hay que añadir siempre para no confundirla con las otras Sonias) que cuando ella dio a luz en la clínica Nuevo Parque vino una enfermera a preguntarle si iba a aprovechar para hacerse la liposucción. Al parecer es una práctica normal entre las modelos: cesárea y lipo, dos en uno, y sales de la clínica con los mismos vaqueros ajustados con los que te hiciste el Predictor. No me lo acababa de creer por más que ella me asegurara que era verdad, y verdad de la buena, lo que me contaba. Pero lo que sí me parecía increíble del todo era la costumbre, muy extendida en Hollywood según Sonia, de inducir una cesárea al iniciarse el octavo mes de gestación para evitar que se produzca el temido ensanchamiento del hueso de la cadera, que se da justo al final del embarazo, y asegurar así que la futura madre no rebasará jamás su talla 38. Sonaba casi a experimento nazi y no tengo constancia de que se realice de verdad, pero lo cierto es que sólo así puedo explicarme cómo salen en los programas del corazón tantos reportajes de madres de dos y tres niños exhibiendo modelito playero en Ibiza, modelito que apenas cubre un cuerpo que para sí lo quisiera tu prima Laurita (hija de Laura, el diminutivo en castellano para diferenciarla de su madre, a la que a día de hoy mucha gente aún llama Laureta) a sus diecisiete años (y eso que a tu prima Laurita siempre la toman por modelo).