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– O sea, que me estás aconsejando que no demande.

– No, al contrario: yo te aconsejo que demandes aunque crea que vayas a perder. No sólo porque pienso que esto es un atropello que no se puede consentir y porque sé de buena tinta que desde el principio ellos sabían que estaban publicando una historia falsa, que tú no tenías nada que ver con David y que organizaron todo el montaje para vender, porque lo de que hubieras publicado un libro con un título como el de Enganchadas les venía al pelo. También te lo recomiendo para que les pares los pies, para que vean que vas en serio y se lo piensen antes de seguir con el culebrón, para que evites que te sigan a la playa y te saquen en portada en un top less robado o que aparezca cualquier foto que te hicieras a los quince años en la piscina, yo qué sé. Además, de este modo limpias un poco tu nombre, porque si demandas se verá que no te haces partícipe de lo publicado, que ya es algo. Si no demandas, de algún modo parecería que admites tácitamente que lo publicado era verdad.

– Sí, pero tú misma has dicho que me va a salir carísimo.

– Conmigo no. De eso te vale tener amigas de la infancia. Pero, por supuesto, esto de mis honorarios queda en secreto entre tú y yo.

Así que demandé.

17 de octubre.

Volvía del pediatra arrastrando el cochecito en el que dormías plácidamente (y es que siempre te quedas traspuesta según te monto en el carro, y no hay método mejor de que se te pase una crisis de llanto vespertino que pasearte en cochecito pasillo arriba, pasillo abajo), cuando en la calle Carretas me paré frente al escaparate de una tienda enorme de ropa para bebés. Los trajecitos me atraían como la luz a la polilla y, casi sin saber cómo había llegado allí, me encontré curioseando entre el género, ávida de comprarte ropa que en realidad no necesitas. La ropa talla un mes estaba separada en dos grandes anaqueles, rosa pastel y azul celeste, de forma que me dirigí a la señorita y le pregunté muy educadamente:

– Perdona, ¿tenéis algo para bebé que no sea rosa o azul?

– Sí, mira allí.

Y me indicó una estantería enorme con ropita multicolor.

– Sí, pero es que allí pone «A partir de tres meses», y esta niña tiene veinte días -dije, señalando a mi bebé, tú, que ibas de lo más moderna con tu ranita malva y tu chaquetita verde, todo un alegato indumentario en contra de los estereotipos sexistas, aunque me temo que tu abuela no hubiera estado muy de acuerdo conmigo y le hubiera dado un conato de infarto (otro) si te hubiese visto. (Es por eso por lo que cuando vamos a comer a casa de mi madre te llevamos vestida de blanco y rosa porque, como me dijo la pediatra cuando me recomendó la lactancia artificial, bastante estrés tengo yo en mi vida como para añadirle más.)

– Pues lo siento, señora. De talla de un mes sólo hay eso -me respondió muy seria la dependienta, como si la pretensión de vestir a un bebé de naranja o amarillo fuese algo tan descabellado como comer hamburguesas con salsa de chocolate.

Así que me marché de allí muy digna, empujando mi cochecito y sin llevarme nada de la tienda, refunfuñando para mis adentros y meditando sobre algo que leí hace tiempo: puedes vestir a una niña de azul, pero nunca vistas a un niño de rosa. Y sobre la posibilidad de abrir una tienda Hip Bebé… Pero algo en mi interior me dice que me arruinaría.

Eso sí, antes de presentar la demanda intenté por todos los medios llamar a David, porque sabía que mi reclamación perdería peso sin su apoyo. Nunca me respondió. Cuando llamaba a su móvil o a su casa me encontraba indefectiblemente con el contestador, en el que dejé varios mensajes que jamás obtuvieron respuesta. Y así, de un certero e irreversible corte de guillotina, se acabó una amistad que venía durando casi veinte años, desde los tiempos del instituto, cuando me enamoré de José Merlo, al que sabía un amor imposible no sólo porque me llevara veinte años o porque a él no le gustaran las mujeres, sino por la opresiva sensación de inferioridad que se apoderaba de mí cada vez que quedaba a tomar un café con él -se trataba de un educador de aquellos progres que animaban tertulias literarias y actividades culturales fuera de las paredes del aula, y que estaba siempre dispuesto a charlar con cualquier alumno después de clase- y éste, absorto en su propia fascinación literaria, se olvidaba de mi ignorancia y de mi incapacidad para seguir sus elucubraciones y se embarcaba en monólogos inacabables en los que iba salpicando nombres de autores y títulos de libros que yo no había leído o, peor aún, de los que jamás había oído hablar hasta entonces y, para colmo, haciendo pausas que parecían invitarme a que participara silenciosamente en sus pensamientos, invitación que forzadamente yo debía declinar pues ni remota idea tenía sobre lo que podía José estar pensando. Puede que fuera por eso por lo que me lié entonces con David, no tanto por darle en las narices a las pijas que babeaban por él y que nos miraban por encima del hombro a Sonia, a Tania y a mí porque no llevábamos Loden, como por restregarle en la cara mi conquista al profesor que secretamente la deseaba para sí, o quizá por sentir que me acercaba más a él, que algo de José Merlo conseguiría yo si besaba a quien él besaba en sus sueños nocturnos; si probaba su saliva, por muy imaginaria que fuera, en la saliva que con la suya se mezclaba por las noches y en su cabeza. Pero siempre me mantuve reservada, fingiendo que no era consciente de que nuestros morreos no eran sólo producto de la curiosidad sexual propia de la edad, de que los juegos estaban animados por algo más que por un acuerdo de exploración mutua sin ulteriores compromisos o por un muy particular concepto de extensión de la amistad, de que bajo aquellos juegos aparentemente irrelevantes latía un impulso de acercamiento más profundo por parte de David, demasiado orgulloso para expresarlo verbalmente, mientras yo permanecía desdeñosa, indiferente a sus insinuaciones, y aún hoy no sé decir con exactitud si era orgullo feroz el que mantenía inconmovible en mi postura (antes morir que liarse en seno con un chico que escucha a Los Secretos), o si se debía a que me estaba reservando para un futuro más brillante, o si no me comprometía, simplemente, porque, parafraseando a Groucho Marx, no quería ingresar en ningún club que admitiera a gente como yo.

El caso, decía, es que David nunca se puso al teléfono, y ni siquiera se dignó responder un solo mensaje y pararse a explicarme lo que yo ya sabía: que no quería, que no podía, que no pensaba ayudarme. Me dolió mucho darme cuenta de que ya no quería saber nada de mí, que su carrera estaba muy por encima de sus antiguas amistades, y ni siquiera me valía el consuelo de pensar que, por muy profundamente que me propusiera en adelante despreciar a David Muñoz, era casi seguro que él se despreciaría a sí mismo con mucha más virulencia aún.

18 de octubre.

En la planta baja del edificio en el que vivimos hay un karaoke cuya clientela es de lo más variopinta: a partir de las siete vemos a mucho viejecito que debe de ir a gastarse allí el cheque de la pensión mientras que, después de las diez, proliferan cantidad de gañanes con pinta de llevar el carnet del Atleti en la cartera, y bastantes guiris, sobre todo hooligans británicos. Hemos visto a más de uno sacarse muy ufano una foto con una titi en la puerta del establecimiento, supongo que para fardar después entre sus coleguillas de Manchester. ¿Fardar de qué?, te preguntarás. Pues fardar concretamente de la titi a la que han conocido en el local, porque el presunto karaoke en realidad no es otra cosa que un club de alterne bastante popular, que no llega a ser de alto standing pero que se precia de ser de los más famosos de la capital. El «negocio» cuenta con un portero que se aposta en la entrada desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Es un tiarrón negro-negro -vaya, que el tono de la piel le tira más al ébano que al chocolate-, formato armario ropero y debe de medir casi dos metros de altura y un metro de hombro a hombro. A mí me vino como caído del cielo: por fin podía llegar a casa de noche a la hora que quisiera sin pasar un miedo terrible al abrir la puerta del portal y sin tener que mirar por encima del hombro cada vez que viera a un tipo con pinta rara bajar por la acera, porque el barrio está plagado de individuos con pinta sospechosa: tenemos traficantes marroquíes y colombianos, yonquis, pastilleros y borrachos, bakalas rapados e incondicionales del Real Madrid. Sabedora de que nadie iba a intentar atracarme en el portal -como ya pasó una vez- mientras el negro cancerbero montara guardia a la puerta del garito, cada vez que entraba o salía de casa siempre le saludaba de lo más amable y le dedicaba una sonrisa agradecida. Al principio el portero me ignoraba soberanamente y ya te he dicho que cuando Cita me hizo famosa incluso me esquivaba la mirada. Lo cierto es que al tipo le tomó su tiempo devolverme el saludo -igual es que no sabía si yo estaba intentando ligármelo o qué- y al principio hacía como que no me oía. Después empezó a responderme con una escueta inclinación de cabeza y más o menos a los cuatro meses ya se dignaba a pronunciar entre dientes un «hola». Un día incluso me ayudó con las maletas cuando bajaba del taxi. Muy caballero pero muy frío, eso sí.