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19 de octubre.

Ayer noche salí con Sonia, Sonia la actriz (ya sabes: no hay que confundirla con las otras Sonias), que me invitó al estreno de una obra de teatro. Me resultaba un poco extraño encontrarme allí, como una cucaracha en un plato de nata, entre todas las actrices, modelos, cantantes y artisteo en general que lucían sus mejores y más ajustadas galas para la ocasión mientras que yo iba vestida con uno de los tres únicos pantalones que ahora me caben y con una pinta de trapera que haría que, en comparación, cualquier mendigo colgado de su tetrabrik de Don Simón resultara un prodigio de distinción. Normalmente me preocupa un pimiento mi aspecto y ya tengo muy asumido que entre los muchos o pocos dones que se me concedieron al nacer no figuraba el de la elegancia, pero no es lo mismo llevar unas pintas horribles cuando eres una simple chica gordita pero todavía con un pasar que cuando eres una matrona recién parida con unas ubres que te caen hasta la cintura y unas caderas anchas como el olvido. Le pregunté de nuevo a Sonia, que ya ha tenido un hijo pero sigue teniendo un tipo estupendo:

– Sonia, ¿después de haber parido, cuánto se tarda en recuperar el cuerpo que una tenía?

– Ya te lo dije, pesada: nunca.

– Pero tú sí que lo has recuperado -miento piadosamente, porque lo cierto es que Sonia es una Sonia menos juncal de lo que era, pero también es cierto que la diferencia no le resta atractivo.

– Pues entonces échale un año.

– ¿Un añooooo? ¡Pero yo no me puedo tirar así un año! Me da algo…

– Bueno, nena, si haces mucho ejercicio y una dieta equilibrada, puedes reducirlo a… once meses.

Nos sentaron a una mesa al lado de un actor que me solía gustar muchísimo por la época en la que aún suspiraba por José Merlo. Yo daba por hecho que él nada podía interesarme, en primer lugar porque su juventud, como la mía, ya se ha esfumado, pues si tenemos en cuenta que su juventud era menos juventud que la mía -o sea, que me saca unos años-, el señor ya está a punto de dejar de ser un apetecible cuarentón para pasar a ser un cincuentón venerable, y a mí nunca me han gustado los hombres maduros, y en segundo lugar porque no me gustan los actores por mucho que pueda llegar a admirarlos: demasiado egocéntricos y neuróticos para mi gusto. (Y para muestra un botón: David Muñoz.) Pero resultó que este señor no era de los que empiezan todas sus frases con el inevitable yo y, para colmo, se hallaba sorprendentemente bien conservado para su edad, por lo que me estaba poniendo tan nerviosa tenerle cerca que me metí tres copas de champán entre pecho y espalda. Craso error, porque después de casi diez meses sin beber me sentaron como un tiro y ya se sabe que el alcohol agudiza los sentimientos, así que al rato ya estaba yo hundiéndome otra vez en la fosa de la depresión y pensando que años atrás hubiera podido al menos intentar seducir a este señor y a cualquier otro (conste que escribo intentarlo, no conseguirlo), mientras que ahora cualquier intento estaría condenado al ridículo más espantoso porque ¿qué galán maduro iba a fijar sus ojos en la réplica femenina del muñeco Michelin?

Bajé de un taxi frente al portal a las tres de la mañana, no borracha perdida pero sí un poco tambaleante, saludé a Supernegro y me dispuse a intentar que encajase la llave en la cerradura, tarea harto difícil dado mi cansancio y mi ligera intoxicación etílica. En ese momento escuché la voz de Supernegro.

– ¿Sabes lo que dicen en mi tierra en estos casos?

– No, ¿qué dicen? -respondo, pensando que va a hacer algún tipo de chiste sexual sobre llaves grandes que no encajan en cerraduras estrechas.

– Pues dicen: «Mujer parida, en casa y tendida.»

Cuando llego a nuestro cuarto te encuentro dormida de lo más plácidamente al lado de tu padre, que ni se entera de que he vuelto. No así tú, que te pones a gimotear en cuanto percibes mi presencia. Descubro entonces que tu indiferente o agotado progenitor no ha advertido que te has hecho una caca enorme y que te molesta el pañal, así que me dispongo a cambiarte. Pero entonces se me viene a la cabeza una escena del libro Corre, conejo, de Updike, cuando Janice, borracha perdida, intenta bañar al bebé y acaba por ahogarlo, y me acosan horribles imágenes de una madre beoda intentando cambiar un pañal y un bebé que se le resbala entre los brazos como una pastilla de jabón. Aun así, de alguna manera consigo cambiarte sin que tu integridad física peligre en momento alguno y me meto en la cama con tu padre y contigo. No consigo dormir y el tiempo se me pasa dando vueltas en la cama e intentando no aplastarte, porque me agobio al pensar que no sirvo para esto, que no sirvo para nada, que ni voy a recuperar mi antigua vida ni me voy a saber adaptar a la nueva, e imagino que la luz de la luna, apoyada en los postigos entreabiertos, arroja al pie de la cama una escala encantada ofreciendo una salida mágica hacia una vida celestial y distinta. Entonces me llaman la atención unos gemiditos casi inaudibles de satisfacción, vuelvo la cabeza para mirarte y me doy cuenta de que te has quedado dormida otra vez con uno de mis rizos enganchado al minúsculo puño que parece de juguete, pero que se aferra como una tenaza.

Paz llamó a declarar a Consuelo, que estuvo allí aquella noche, y que podría explicar todo el malentendido. Cuando, antes de tomar su declaración, la jueza le preguntó si mantenía alguna amistad o enemistad manifiesta con alguna de las partes, Consuelo se quedó mirando a la letrada con los ojos muy abiertos como si no supiera qué responder.

– Ehmm, yo es que soy amiga de Eva, por eso lo puedo contar todo, porque estaba allí…

El abogado de Cita tachó a Consuelo como testigo, y la jueza lo aceptó.

Después llamó a declarar a un tipo al que yo no había visto en la vida y que afirmó trabajar de camarero en Pachá. El abogado le preguntó si me reconocía. El chico me miró y afirmó tranquilamente que sí, aunque a mí ni siquiera me sonaba su cara. Después dijo que estaba en Pachá la noche del día tal y que recordaba perfectamente cómo yo había desaparecido abrazada al «señor Muñoz» (al que había reconocido perfectamente, aseguró, no sólo porque salía en la tele sino por ser un habitual del local) por la puerta de acceso a los cuartos de baño.

Cuando le tocó el turno a Paz ella le preguntó: primero, si aquella noche había mucha gente en el local; segundo, si él había estado todo el tiempo en la barra atendiendo a clientes; y tercero, y una vez hubo contestado afirmativamente a las dos primeras preguntas, cómo, al estar trabajando en la barra y entre el trajín que supone estar yendo y viniendo para buscar botellas, coger hielo, servir vasos, dar el cambio, etc., había podido apreciar tan claramente las evoluciones del señor Muñoz y su representada. Aquí, el camarero se quedó blanco, apretó los labios, como si le hubieran pegado una bofetada, y cuando recuperó el color y el habla, afirmó con rotundidad que los (nos) había visto, y punto.

Después, el abogado de la parte contraria (esto es, uno de los abogados de Cita) solicitó a la jueza que le permitiera aportar cierta documentación. La jueza le preguntó de qué se trataba. El abogado, extrayendo con gesto muy teatral una carpeta de su cartera, le informó que tenía un informe del hospital La Paz, lugar en la que la demandante (yo) había sido internada con evidentes síntomas de intoxicación por consumo de drogas.

Paz me dirigió una mirada en la que creí leer un «¿De qué están hablando?», a lo que respondí con un encogimiento de hombros que quería decir: «Ni idea.»