Evidentemente aquella canción no la escuché por primera vez en casa, que en mi casa había discos de Gardel (tía Reme, ya sabes, y, por contagio, mi madre) o de Serrat (Asun), o de Leonard Cohen (Laureta) o de Genesis (Vicente) o de Wagner (mi padre), pero de Víctor Jara nunca hubo nada. No te devanes la cabeza que te lo aclaro, aunque debiera ser fácil de adivinar: la canción me la descubrió José Merlo, quien, siempre innovador a la hora de proponer textos para comentarios (ya he dicho que él era un profe de los de progresía y buena onda), nos la puso un día en clase en un radiocasete cascado que había traído de su propia casa y en el que el tema se oía con un siseo de fondo, como de reverberación de película antigua, que hacía que la voz del chileno tuviese un deje cascado y abatido que más le hubiera convenido al tango que a la canción protesta. Fue José Merlo el que nos contó que cuando Víctor Jara se enteró de que su hija era diabética escribió esta canción para su esposa y su niña, que compartían el mismo nombre. La imagen de una mujer corriendo bajo la lluvia sólo para poder ver a su marido escasos cinco minutos sugería un amor tan entregado que conmovía al mismísimo Merlo, al que dudo que las historias de amor heterosexuales conmovieran demasiado. Cuando nuestro profesor nos explicó que aquel ritornelo, la vida es eterna, sugería en la letra de la canción la conexión entre la madre y la hija, decidí, recién cumplidos los diecisiete años, que mi hija se llamaría Amanda, por mucho que Víctor Jara, definitivamente, no estuviera de moda, y fuera aún peor visto que Los Secretos entre la pandillita de modernos de pro que llevábamos muñequeras de pinchos, fantaseando en mi yo más íntimo con una hija fruto del amor del mismísimo profesor que nos hizo escuchar aquel tema a dos Amandas dedicado. Y más tarde, ya en la facultad, me ratifiqué en mi decisión, porque amanda, en latín, es la forma gerundiva dativa femenina del verbo amar, es decir, que amanda significa «para ser amada». Pero lo que me acabó de convencer a la hora de darte tu nombre fue enterarme de que no se conoce ninguna santa Amanda, de forma que así podría seguir una antigua tradición familiar, y es que mi bisabuelo, el abuelo de mi madre, que era ateo y masón, llamó a sus tres hijas Palmira, Flora y Sabina, nombres romanos y no de santas, pues no quería que ninguna de ellas pasase por la pila bautismal o tuviera nada que ver con el santoral católico, y a mí siempre me encantó aquella idea, y me ha hecho ilusión recuperarla y darte un nombre pagano que explica que tu madre te concibió en abstracto y en concreto, como concepto y embrión, para amarte.
Porque al pensarte te di forma y al nombrarte te creé: tú eres mi logoi.
No debieran afectarme las pegas familiares, tendría que estar acostumbrada a ellas, tendría que tener asumido que nunca les gustará la ropa que visto, los libros que leo, la gente que frecuento, tendría que entender de una vez que cada familia es como una compañía de teatro en la que los roles se reparten, que la unidad familiar depende en parte de que cada uno cumpla el papel adjudicado y así Vicente tiene que ser el galán, Laureta la primera actriz, Asun la actriz de reparto y Eva -la desastre, gorda, inmadura e histérica- la cómica. Pero como a veces se me olvida esta verdad creí que las críticas iban en serio y pensé en algún momento en darte el nombre de Eva para que fueras la tercera de la familia que lo llevaras (tu abuela, tu madre y tú). Pero tu padre seguía empeñado en que fueras Amanda pese a que yo, no él, hubiera elegido el nombre.
Y elegí Amanda porque al nombrarte quería crearte, y crearte distinta a mí. Mi Otra. Una Otra que machacara por fin a aquella primera Otra que me consumía. Una Otra luminosa, invencible.
Tenías que ser distinta, no podías ser como yo, y por eso, aunque a punto estuviste de ser Eva, te quedaste con Amanda, porque así había de ser y por sugerencia (no me atrevo a escribir imposición) de tu padre -que no estaba acostumbrado a acatar decisiones o aceptar indicaciones de nadie, y mucho menos de una familia que no era la suya, ni siquiera por matrimonio puesto que conmigo no se ha casado- y, desde luego, porque siempre te habíamos llamado Amanda, desde que supimos que existías como embrión, pese a que mis hermanos pusieran el grito en el cielo y aseguraran que nadie sabría pronunciar tu nombre y que todos los niños se meterían contigo en el patio del colegio. Cuando se lo comenté a Paz me aconsejó que si tal cosa sucediera, te enseñase a decir: «Voy a llamar a mi tita Paz y te pondrá una demanda por acoso que te vas a cagar.»
Te quedaste con Amanda y no fuiste Eva, y las gracias sean dadas a tu padre, porque Eva es nombre de suplantadora, porque es la sumisa que le quitó su puesto a la primera esposa, a aquella Lilith que no nació de la costilla de Adán, la que fue creada a la vez que su compañero y modelada a partir del mismo barro, a aquella Lilith que exigió copular a horcajadas sobre su pareja, a aquella Lilith a la que un Dios padre masculino y vengativo expulsó del Paraíso (un Dios también suplantador que le había robado el puesto a Elohim, el creador/creatriz que no tenía género, que era a la vez Él y Ella pero que en la segunda versión del Génesis fue sustituido porque algún escribiente, varón, decidió que el Creador era padre y no madre, y que a Lilith mejor la echaban no sólo del Paraíso sino también del libro) y que fue burdamente reemplazada por una Eva segundona de Adán, una Eva como la que no te llamas, porque tú nunca vas a ser una segundona y porque dice Alejandro Jodorowsky que trae mala suerte llamar a los hijos como a los padres, que así nunca desarrollan personalidad propia. Debe de tener razón, mira si no cómo salí yo, siempre intentando a la desesperada averiguar quién soy, en permanente búsqueda de una identidad que desde el principio me fue negada pues ni mi propio nombre tenía: nunca fui Eva en mi casa, siempre Evita, siempre niña incluso cuando dejé de serlo, una niña que seré siempre para ellos hasta que muera.
Seguía tu tío insistiendo, entre calada y calada de su purito -haciendo caso omiso al cartel de «No fumar» que colgaba bien visible en la pared frente a nuestro banco-, en que a los niños hay que ponerles nombres de toda la vida y no inventos sudamericanos. De todas formas, poco nos importa que tu tío conozca o no la etimología de tu nombre porque dudo mucho que vayas a tener demasiada relación con él en un futuro. Y es que tu tío Vicente, tu narilargo y estiradísimo tío Vicente, no es precisamente el mejor amigo de tu madre. Está dotado de una visión muy peculiar del mundo según la cual éste se divide en dos partes: una, Vicente Agulló Benayas; la otra, los demás. Eso sí, con la particularidad de que la segunda debe girar siempre alrededor de la primera. Por eso a tu formalísimo, organizadísimo, correctísimo y perfectísimo tío Vicente le molesta muchíiiisimo tener un caos de hermana pequeña como la que tiene, porque no logra encajarla en ninguno de esos dos segmentos.