Poco sé de lo que se hizo o se dejó de hacer con aquel dinero -sospecho o me suena que el capital se invirtió con tino-, pero sí que mi madre tenía cuentas corrientes propias y bien nutridas porque en alguna discusión con mi padre se lo oí decir, que ella no le necesitaba para nada, que tenía capital suficiente para vivir sola y sin su ayuda el resto de su vida si quisiera, y que como le siguiera gritando iba a agarrar el portante en aquel mismo momento y nunca más le veríamos el pelo. En el calor de una de esas discusiones él le dijo vinas palabras que se me quedaron grabadas a fuego, algo como que ella era una desagradecida, que así le iba a pagar el favor que le hizo al casarse con ella y traerla después a Madrid. Como comprenderás, no es una frase de la que una se olvide fácilmente. Lo peor es que esas palabras me dejaron una duda que, desde que las oí, me asaltaba recurrentemente cuando pensaba en mis padres: no sé qué favor era ése. Yo siempre había creído a pies juntillas lo que contaba Eugenia, la mejor amiga de mi madre, que no se cansaba de repetir que el que salió ganando en aquel matrimonio había sido él (siempre tuve la impresión de que a Eugenia mi padre, por lo que fuera, no le caía demasiado bien, y eso era raro, porque es un hombre que le suele caer bien a la gente en general y muy en particular a las mujeres), y que favor ninguno le había hecho trayéndola aquí, porque ni a mi madre le gustaba la capital ni le venía bien el clima para su enfermedad. Pero, eso sí, por lo menos de este modo pudo vivir cerca de Eugenia, su amiga del alma.
Pues bien, esta mañana mi padre y mi hermano han ido al banco con una nota del médico, y no sé mediante qué truco o subterfugio, legal o ilegal, han conseguido cambiar la titularidad de las cuentas de mi madre en favor de mi padre en connivencia con el director de la sucursal, íntimo amigo de la familia de toda la vida. «Ahora ya mejor que no se despierte», dijo Vicente, «porque como lo haga y se entere de esto nos mata». Yo pensé que algo así era típico de Vicente, que se siente medio mundo y centro de gravitación de la otra mitad, por lo que toma siempre sus eficientes decisiones sin consultar a los demás, con una exorbitada ansiedad por controlarlo y preverlo todo debajo de la que subyace otra preocupación mucho más honda: una búsqueda simbólica de la protección y el refugio que anheló y no tuvo en la infancia.
Se supone que este cambio se hace necesariamente por una cuestión de seguridad, de seguridad de mi padre, para evitar que, en caso de morir mi madre, Hacienda se lleve la mitad del dinero. O quizá sea, y en esto yo no me había parado a pensar nunca, porque mis padres ahora vivan de los réditos de esas cuentas, ya que la pensión de él para mucho no debe de dar.
Y entonces caigo en lo curioso que resulta que yo nunca haya tenido muy claro qué tipo de vida llevaban mis padres, o de dónde salía el dinero que la sufragaba. En su día, antes de que él dejara de trabajar -pues antes de cumplir los cincuenta y cinco se prejubiló, cosa rara en la época, pero no para un hombre que podía vivir holgadamente de las rentas de su mujer-, yo sabía que trabajaba en una empresa de importación y exportación, pero nunca pregunté mucho sobre su cargo o sus atribuciones absorbida como estaba, en la adolescencia, por mi amor no correspondido y, en la primera juventud, por la obsesión de largarme en seguida de aquella casa en donde ellos dos se cruzaban gritos y reproches día sí y día también. Siempre pensé que lo importante era encontrar un trabajo lo antes posible y buscarme una casa propia, y en cuanto tuve una no regresé al hogar en el que había crecido más que una vez cada dos domingos, para comer, y en esas ocasiones no preguntaba mucho sobre la vida de los demás ni tampoco contaba demasiado sobre la mía, porque en realidad casi no hablaba de nada y me limitaba a poner buena cara y a dar cuenta de lo que hubiera en el plato. Tenía poco que decir y mis expresiones de cariño eran forzadas, como si estuviera ocultando una culpa escondida. Había algo casi trágico bajo el aburrimiento de aquellas comidas, unida como estaba yo a los otros comensales por un vínculo secreto y no reconocido que iba más allá de los lazos de sangre: el del pasado compartido y el de todo lo no dicho pero en el fondo sabido. Parecía que nos esforzáramos desesperadamente, en ese intento de fingir que éramos una familia bien avenida, en buscar algo en el fondo de los platos que no íbamos a hallar jamás. Yo habría sido incapaz de decir exactamente el qué, carecía de palabras para argumentarlo y sólo entendía que algo faltaba y que me sentía vacía y desconsolada sin aquel algo. Deseaba sentir la antigua e instantánea reacción infantil cuando mi madre se inclinaba hacia mí, aquel profundo sentimiento de proximidad, casi de fusión. Y por eso seguía yendo cada dos domingos, a sabiendas de que yo no me iba a sentir a gusto y probablemente ellos tampoco.
Me he dado cuenta de que el hecho de que tu padre esté en paro ha resultado ser una bendición disfrazada de desgracia, porque si llega a trabajar yo no podría ir a visitar a mi madre. Paradojas de la vida.
Nada más llegar esta tarde me comunican que ha remontado y la analítica ha mejorado: me siento como en una ruleta rusa emocional. Fíjate, he escrito «ruleta rusa» en lugar de «montaña rusa», y creo que no ha sido inocente: una posibilidad de que viva frente a cinco de que muera. Acompañada siempre de un tipo de dolor denso, compacto, incluso aburrido, que no se parece a ninguno de los dolores que antes sintiera porque está asumido resignadamente desde el principio: se sabía que esto iba a llegar, aunque nunca se supo de qué forma llegaría, y por tanto es un dolor previsto y, aun así, totalmente nuevo. Me adentro por la tristeza como por un gran país desconocido, con una guía de viajes en la mano que en realidad de nada me sirve.
Como te dije, el año anterior a tu concepción no fue precisamente uno de los mejores de mi vida. El juicio no ayudó mucho, primero porque me hizo perder la poca confianza que aún albergaba hacia el género humano, y también porque agravó mis ataques de ansiedad. Durante una temporada no podía ni coger el metro: en cuanto descendía dos tramos de escalera tenía la impresión de que me ahogaba, de que nunca podría salir de allí. Desarrollé también un temor enfermizo al teléfono: si lo oía sonar cuando no estaba esperando una llamada me entraba una taquicardia, situación bastante difícil de sobrellevar si una vive en una casa en la que, entre llamadas de editores, agente, periodistas y amigos varios, el timbre del teléfono campanillea cada dos minutos más o menos, sobre todo después del affaire Cita y mi consiguiente salto a la fama mediática y ascensión al Olimpo del colorín. Vivía con la impresión de que tenía al mundo en mi contra y de que nada de lo que yo hiciera iba a tener mucho sentido, porque al fin y al cabo me enfrentaba a fuerzas mucho más poderosas que yo. Visto con distancia todo resulta muy relativo, pero entonces no me lo parecía así. Hice un monumental esfuerzo por no recurrir a las pastillas porque sabía que no podía mezclarlas con alcohol, de forma que intenté todos los métodos de relajación posibles, desde el recurso a cintas new age cuya escucha me producía a veces vergüenza ajena, pero de las que, en mi desesperación, no sabía prescindir, hasta el de aguantar una hora sentada en la postura del loto frente a una pared en blanco, con lo que realmente no conseguí mucha tranquilidad de espíritu, pero sí unas agujetas espantosas. Visto que la meditación no me ayudaba, empecé a pensar que el alcohol sí podría hacerlo, y me di a la bebida en serio como no lo había hecho desde los días de la primera juventud, cuando aguantar cantidades ingentes de alcohol se convertía en un reto y en una forma de demostrar a los demás lo dura que era una. En realidad una no era dura ni a los veinte años ni a los treintaytantos, con la diferencia de que a partir de los treinta el organismo está mucho más baqueteado y ya no aguanta como antaño.