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A mi amiga Consuelo, diseñadora de profesión, le rescindieron el contrato en la empresa textil para la que trabajaba en Alicante (la familia es vasca, pero siempre vivieron a dos bloques de mi casa) y decidió venir a probar fortuna en Madrid. Como al principio no tenía muy claro si encontraría trabajo y no quería alquilar un piso mientras no supiera qué iba a ser de su suerte, se instaló en mi casa durante una temporada, ocupando el cuarto que ahora es tu habitación y durmiendo sobre un colchón que hace poco tiré para hacerle sitio a tu cuna. En paro, y relevada por primera vez en mucho tiempo de la obligación de tener que levantarse temprano, se encontraba libre para salir hasta las tantas. Como ya te he contado, uno de mis trabajos de entonces consistía en encargarme de la sección de cultura de un programa nocturno de radio que escuchaban cuatro gatos y medio -uno de ellos, casualmente, la enfermera que atiende a tu abuela-, y a cuenta de ello me invitaban a la mayoría de los estrenos de Madrid, así que dos o tres veces por semana Consuelo y yo nos pintábamos la raya de los ojos, nos enfundábamos como revólveres los botines altos y salíamos a matar a fiestas donde el alcohol corría en barra libre. Para colmo, a Consuelo le encanta el vino, así que lo de beber en casa con las comidas -sana, o quizá no tan sana tradición española a la que hasta entonces yo me había resistido para poder excusarme ante mí misma diciéndome que nunca bebía en casa y que, por tanto, no era ninguna alcohólica- se convirtió en una costumbre. Conclusión: bebía a diario, y me había habituado de tal manera a despertarme con resaca que el dolor de cabeza ya era una constante en mi vida y no un malestar ocasional. De alguna forma milagrosa me las arreglaba para levantarme más o menos pronto y mantener una cierta aunque inestable rutina de trabajo, pero tenía que echarme la siesta todas las tardes, no sólo porque trasnochaba, sino porque muchas veces acababa emborrachándome a plena luz del día tras haberme bebido tres vasos de vino en la comida. Nunca me había visto tan gorda ni tan fea, y esa convicción, que debería haberme animado a dejar el alcohol que tanto me había hecho engordar, sólo provocaba que bebiera más para intentar olvidar en vano lo poco a gusto que me sentía conmigo misma.

No me extiendo aquí en relatar las sucesivas catástrofes sentimentales (no podría llamarlas «relaciones») que mantuve durante esa temporada, porque darían para escribir varios libros no demasiado originales, a qué negarlo, porque en el fondo cada mala relación viene a ser una copia de la anterior y todas acaban pareciéndose: el mismo agónico beso, semejante y distinto en mil bocas. Baste con decir dos verdades como templos. La primera: un bebedor suele relacionarse con otros bebedores; y la segunda: cuando una no se quiere sólo puede atraer a gente que la querrá menos aún.

Pero a los que me rodeaban les encantaba verme borracha, porque el alcohol desinhibe, transformando a la persona tímida que soy en un prodigio de sociabilidad. Sacaba a flote, además, mi parte más divertida y gamberra, y así me atrevía a contar los chistes más verdes y a hacer las bromas más sarcásticas, cuando no me subía en las barras de los bares y animaba a todo el personal a corear los estribillos de las canciones con nuevas letras que me inventaba para la ocasión. De forma que en cuanto entraba en un local no pasaban dos minutos sin que alguien viniera trotando desde bar adentro a ofrecerme una copa. Y yo nunca la rechazaba, porque el alcohol lograba que mi miedo a la gente se disolviera milagrosamente en un vasito con hielos. Ya no me sentía vulnerable ni acosada. Casi sería mejor decir que cuando bebía ya no me sentía, sin más.

No, no me costaba encadenar catástrofes y sustituir a un acompañante por otro como lo hubiera hecho con un electrodoméstico defectuoso, puesto que mantenía una trepidante y aparentemente muy divertida vida social. Todos parecían encontrarme graciosísima, pero cuando me despertaba por las mañanas con un estropajo en la garganta, un berbiquí en la sien, un agujero en la memoria y una clara sensación de haber hecho el ridículo la noche anterior, aunque incapaz de precisar cómo lo hice exactamente, ya no le encontraba tanta gracia al asunto. Como decía el tango y canturreaba mi tía Reme, habitaba en ese país que está de olvido, siempre gris tras el alcohol. La verdad es que muchos días me quería morir. Eso sí, había elegido una forma lenta, disimulada y socialmente aceptable de conseguirlo.

En el estreno de la película Intacto, y después de meterme entre pecho y espalda cinco o seis vodkatonics, me empeñé en organizar una orgía en los sofás de «El Cielo» de Pachá, una especie de reservado tranquilo que hay en la primera planta de la discoteca. Pese a que había reunido a un nutrido grupo de entusiastas que estaban más que dispuestos a seguirme, al encargado del local no le debió de parecer tan buena la propuesta, porque me sugirió, por utilizar un cortés eufemismo, que me marchara de allí, para gran consternación de mis fervientes acólitos, algunos de los cuales me siguieron en mi forzado exilio y abandonaron el local, y yo propuse continuar la juerga en mi piso. Como la calle Fuencarral estaba colapsada e iba encaramada a unos tacones altísimos, no cabía posibilidad alguna de llegar andando allí -porque mis pies no lo hubieran soportado-, ni en taxi-porque hubiéramos tardado la intemerata y nos hubiera salido por un ojo de la cara-. Así que cuando vimos llegar un autobús nocturno por la calle nos pareció que el cielo mismo nos lo había enviado (el cielo de los dioses, no el de Pachá) y allí nos subimos los cuatro (Consuelo, servidora y dos incondicionales decididos a seguirnos al fin del mundo en general y a mi casa en particular). Mientras avanzaba por el pasillo hacia los asientos traseros, el vehículo pegó un frenazo que me hizo perder el precario equilibrio que mantenía sobre los tacones. Aterricé cuan larga soy en el pasillo y no hubo forma de levantarme, porque del ataque de risa tonta que me entró me quedé inmovilizada como un escarabajo patas arriba.

A la mañana siguiente me desperté con el cuerpo constelado de cardenales y descubrí que el par de botines carísimos que llevé al estreno habían quedado inservibles. A uno le faltaba un tacón y no hubo manera de saber dónde habría ido a parar, y el otro tenía un arañazo que no hubiera podido disimular el mejor betún ni el más hábil zapatero remendón.

Me metí dos paracetamoles en el cuerpo y le pedí a Consuelo que por favor me hiciera una taza de café, súplica rara en mí porque detesto el café y siempre tomo té, pero en aquel momento una especie de telaraña en las meninges me entorpecía la razón y me hacía difícil hasta traducir en palabras lo que quería. Me di cuenta de que había pedido una cosa por la otra pero no rectifiqué, porque pensé que el café me ayudaría a despejarme. Cuando Consuelo me acercó la taza, reparamos ambas en que las manos me temblaban, y no ciertamente de frío. Entonces Consuelo se sentó frente a mí en el sofá del salón y me miró con una expresión seria y preocupada que no había tenido ocasión de utilizar en las últimas semanas de fiesta y jolgorio. Me dijo que debía dejar de beber, y yo sabía que tenía razón. Ya me había rebozado en el hondo y bajo fondo donde el barro se subleva, que cantaba Gardel y tararearía mi tía Reme.

No podía caer más bajo.

Te enganchas a las drogas porque tienes un montón de problemas. Y después sólo tienes uno: las drogas. Sea coca, éxtasis, tranquilizantes o alcohol. Por supuesto, el problema real no era que bebiera. El problema real se llamaba inseguridad, depresión, endémica falta de autoestima… Pero el alcohol, que era en principio consecuencia de lo anterior, había dejado de ser síntoma para pasar a ser causa. La pescadilla que se muerde la cola: bebo porque no me aguanto, no me aguanto porque bebo. El paraíso artificial convertido en un infierno. El Síndrome Enganchada.