Haber mantenido una relación larga con un alcohólico me había hecho tener una idea bastante clara del tipo de persona en la que me podía convertir si no lo dejaba a tiempo, pero dos fuerzas contrarias me animaban, como esa tortura antigua en la que dos caballos tiraban de un condenado en direcciones opuestas para despedazarlo. Por un lado, quería dejar de beber. Por otro, me abatía una tristeza hecha de cansancios y renuncias, una amargura que me desbordaba, que se agarraba a la piel como una capa de mercurio, que parecía no caber en mí, como si necesitara extenderse hacia todo lo que tocara para envenenarlo. Pensaba que no tenía sentido esforzarse ni luchar por nada si cualquiera te podía hundir la vida en un momento, fuese un novio o un periodista; si conceptos como la justicia, la honestidad o el amor ya no tenían ningún sentido; si yo ya no me veía como otra cosa que como una débil y una inútil, tremendamente vulnerable y muy molesta para los demás.
Lo que empezaba a tener claro era que, de existir alguna posibilidad de que me centrara, ésta pasaba por cambiar de aires una temporada. Poner tierra de por medio. Ir a un sitio donde nadie me conociera y en el que, en soledad, pudiera enfrentarme conmigo misma y quizá decidir hacia dónde tirar. No pensaba en un cambio definitivo, fantaseaba más bien con unas vacaciones, una escapada.
Decidí aceptar la invitación de Sonia, la fotógrafa, la Sonia primigenia que en su día paseaba orgullosa por el barrio sus túnicas negras y sus muñequeras de pinchos, que llevaba años insistiéndome para que la visitara en Nueva York, ciudad a la que se había mudado poco después de acabar la carrera, dejándome sin más apoyo que una pulsera de plata azteca que sustituyó a los pinchos y alumbró mi muñeca desde entonces.
25 de octubre.
Volvía llorando en el metro desde el hospital, y la chica que estaba sentada enfrente de mí no hacía otra cosa que mirarme con cara de pena. Yo intentaba desviar la vista y fijarla en el cristal de la ventanilla. Cuando llegamos a Sol se levantó para apearse, pero antes de irse se dirigió a mí. Pensé que iba a preguntarme qué me pasaba, pero sólo me dijo: «Perdona, no quiero molestarte, pero he pensado que si yo hubiese escrito un libro y no me encontrase muy bien me gustaría que alguien me dijera que le había encantado leerlo.» Le di las gracias de corazón.
Otra que le quita la razón a Savater.
26 de octubre.
Tiempo sombrío todo el fin de semana. Unas nubes negruzcas de contornos rotos que oprimen el aire. Poco a poco las nubes se juntaron lentamente en una sola, implacable, que acabó deshaciéndose en tormenta, y al ruido de la calle vino a sustituirlo el de la lluvia como una voz de menos peso. El cielo negro, las calles grises, el clima a tono con mi estado de ánimo.
No hago más que recibir notas de gente que me dice algo así como: «Yo he pasado por lo mismo, y sé que la situación es dolorosa y estresante.» Es algo por lo que todos tenemos que pasar, por la enfermedad o la muerte de la madre. La ciencia médica ha conseguido que llegue más tarde, pero como contrapartida ha alargado el proceso. ¿Qué hubiera preferido yo, una muerte rápida o una espera angustiosa como ésta por mucho que en ella exista la posibilidad de sobrevivir? Además, ¿qué posibilidad existe? ¿Que tu abuela tenga que ir en silla de ruedas?
Mal de muchos no es consuelo de tontos, porque en realidad no sirve de consuelo.
Los médicos nos dejaban decidir. ¿Preferíamos, en caso extremo, que le retiraran las drogas a mi madre para que tuviera cinco minutos de lucidez antes del final y pudiera despedirse, o que no se enterara de nada? Yo prefería la primera opción, pero era la única de la familia que opinaba así. Puesto que a tu abuela, antes de entrar en quirófano, le ocultaron la gravedad de su condición, decía mi padre que para qué la iban a despertar en el último momento y hacerle saber que se moría, ¿por qué hacerla sufrir innecesariamente? Pero yo sí preferiría tener conciencia de la inminencia del fin, y preferiría disponer de la oportunidad de pronunciar todas las palabras no dichas, de marcharme en paz con los míos.
De todas formas, la opinión de mi padre es la que prevalece.
Horas de visita en la UVI: mañanas de doce y media a una, tardes de siete y media a ocho. Por la mañana hay que llegar a las doce porque es cuando se nos da la información médica, que siempre es más o menos la misma: situación crítica, muy grave, estable dentro de la gravedad. De nuevo la pescadilla que se muerde la cola: hay que recurrir a los antibióticos para intentar atajar la infección, pero los antibióticos son tóxicos y están dañando los órganos vitales. Sin antibióticos se muere, con ellos también.
En los turnos de visita de la mañana sólo pueden acompañar al enfermo dos personas, por la tarde pueden acudir más, siempre que los familiares se vayan distribuyendo de a dos. Así las cosas, cada mañana acude mi padre con su inseparable Vicente (y éste acude a su vez con su inseparable pitillo negro prendido en la comisura de los labios), mientras que nosotras, por la tarde, debemos esperar entre treinta minutos y una hora a que nos dejen ver a nuestra madre (la cita es a las siete y media pero, por las razones que sea, nunca se puede entrar en punto) en una sala sin decoración, con las paredes desnudas y a todas luces necesitadas de una mano de pintura, bajo unas luces de neón fantasmales y amarillas que subrayan las ojeras y nos dan un tono cetrino, rodeados de otros familiares desconocidos entre sí pero hermanados por la misma expresión angustiada en los ojos. Durante la media hora de visita que se nos permite, mis hermanas y yo tenemos que ir turnándonos para entrar, de modo que apenas podemos verla más de cinco minutos. A veces me pregunto si merece la pena visitarla si, según nos dicen, ella no puede oírnos ni enterarse de nada. Pero mi padre acude religiosamente mañana y tarde. Permanece a su lado, la acaricia, le coge la mano y le habla en un tono cauteloso y solícito, ligeramente afectado, incluso infantil. No puedo evitar pensar que yo nunca los había visto cogerse la mano, casi nunca intercambiar gestos ni palabras cariñosos.
Yo también le hablo y la acaricio, pese a que el médico nos asegure que no siente nada. La enfermera dijo: «Nunca se sabe.» Nunca se sabe.
Mi madre está conectada a seis máquinas, seis, que crepitan en infinidad de lucecitas de colores. Un respirador, dos ordenadores en cuyas pantallas pueden leerse las constantes vitales, tres máquinas que no sé ni qué son… e infinidad de tubos prendidos a otros tantos goteros: glucosa, creatinina, dopamina, morfina… Lo que más impresiona es el tubo que sale de la nariz por el que circula un líquido de color pardo.
A ratos el ánimo y la fe me fallan, creo antes al médico que a la enfermera y no puedo evitar pensar: ¿qué sentido tiene todo el viaje y la espera para poder contemplar a un cyborg inerte durante cinco minutos?
Yo voy a la UVI por mi padre, no por ella. Porque si de verdad cree que ella puede escucharle, mejor que parezca que los demás también nos lo creemos.
Caridad señaló uno de los goteros y me dijo: «¿Ves?, esto son los antibióticos. El problema es que tienen efectos secundarios… eso ya os lo habrán explicado los médicos, ¿no? una cuestión de iatrogenia como tantas otras.» «¿De qué?», pregunté yo. «Ay, perdona. Es que trabajando aquí acaba una por usar tecnicismos a todas horas. Iatrogenia es… cómo te lo explico… cuando para salvar un mal mayor se produce un mal menor. O sea, que le tenemos que dar antibióticos para atajar la infección a pesar de que sepamos que los antibióticos pueden dañarle.»
En cuanto llegué a casa me lancé a buscar la palabra en el diccionario. Como no la encontré accedí desde Internet a una enciclopedia médica. Y allí estaba. Iatrogenia: el ámbito de aquellos casos en que se produce un daño como consecuencia de la gestión inculpable debida a un error excusable del médico. Por ejemplo, cuando se realiza una intervención quirúrgica que sea como fuere tiene secuelas menores. Así descubrí que el estrés entra en la condición de iatrogenia.