Y ya ves, a lo tonto te he resumido en apenas una docena de líneas más de diez años de trayectoria laboral. En esos diez años escribí tres novelas: la primera la envié a veinte editoriales y todas me respondieron con la misma carta tipo: «Le agradecemos que nos haya enviado su manuscrito, pero lamentamos informarle de que no está previsto en nuestros planes editoriales, bla, bla, bla.» La segunda, aconsejada por los mismos editores de las casas para las que trabajaba, se la envié a una agente que me dijo que la novela era impublicable pero que «apuntaba maneras» (como si yo fuera un torero) y aceptó firmarme un contrato de representación para el caso de que escribiera una tercera novela menos densa, obra que escribí, claro, y que la agente encontró mucho más interesante, opinión que no compartió editor ninguno, puesto que el pobre libro, tras haber recorrido los despachos de todas las editoriales del país (incluidas aquellas que contrataban mis servicios de correctora) acabó compartiendo cajón con los otros dos pero habiendo conocido mucho más mundo, eso sí, que sus hermanos mayores. Y entretanto yo vivía amargada porque me tocaba hacer editings, esto es, corregir y rehacer auténticos bodrios de calidad ínfima e interés nulo que ni tenían enjundia literaria ni historia interesante, ni sinceridad, ni fuerza ni nada, que por no tener no tenían ni ortografía, pero que habían sido escritos por periodistas conocidos, esposas o amantes de editores o escritores, primos hermanos de directores de periódicos o, cómo no, incluso por los propios directores de periódicos o por sus jefes de sección, que redactaban el manuscrito pero nunca lo firmaban.
Lo curioso es que acabé publicando, pero a mi pesar, y no precisamente una novela. Me explico: como te he dicho antes, a los trabajos de correctora y negra añadí en mi currículo la redacción de reportajes para una revista mensual y mi aparición semanal en un programa de radio nocturno en el que me encargaba de la sección de Cultura. No es que mi firma tuviese ningún valor o mi nombre fuera demasiado conocido pero, de alguna manera, se me podía llamar periodista. Así que mi agente, inasequible al desaliento, y que aún seguía confiando en mí pese a no haber podido colocar mi novela en ninguna parte, me puso en contacto con la editora responsable de una colección de libros-testimonio destinados al público femenino que ya había sacado al mercado tres títulos: Prostitutas: el mercado de la carne, Maltratadas: el drama oculto y Anoréxicas: el precio de la belleza. Cada uno recogía testimonios de mujeres y les daba forma en diferentes capítulos con nombre e historia propios (desde el bellezón despampanante que entretiene a altos ejecutivos en D'Angelo hasta la puta arrastrada que se vende en la calle Montera por nueve euros; desde la marquesa consorte que lleva años disimulando moratones bajo la base de maquillaje reflectante de Chanel hasta la analfabeta virtual que limpia escaleras y vive en una casa de acogida; desde la ex top model que se niega a dar su nombre y que vivió a base de anfetaminas durante todos los años en los que estuvo desfilando hasta la estudiante ejemplar que subsistió sólo con tres manzanas diarias y a la que acabaron por ingresar de urgencia, gravemente desnutrida, en el hospital del Niño Jesús, etc., etc., etc.). Luego se le añadía al libro un prólogo, a poder ser de alguna famosa que hubiera vivido en sus propias carnes el drama en cuestión, y un epílogo que recogiera estadísticas sobre el tema. Y a vender.
Tras las putas, las maltratadas y las anoréxicas, les tocaba el turno, en buena lid, a las drogadictas, y para darles voz hacía falta una periodista que a poder ser hubiese colaborado en revistas femeninas. La verdad es que yo en realidad soy filóloga, pero teniendo en cuenta mi pluriempleo se me podía considerar cualquier cosa. Y así fue como tu madre se encontró escribiendo su segundo libro por encargo (el primero fue el que firmó la presentadora pija) y entrevistando a yonquis chandalistas, ejecutivas cocainómanas, niñas in-diepastilleras, universitarias porreras y amas de casa enganchadas a los tranquilizantes o a la botella, no tanto porque le hiciera particular ilusión tratar con unas y con otras como porque se había encontrado un mes con que estaba más pelada que el chocho de la Nancy y con que el banco amenazaba con embargarle la casa a cuenta del impago de los últimos plazos de la hipoteca. Finalmente resultó que escribir un libro semejante resultaba más apetecible que ponerse a trabajar ella misma en el D'Angelo, y así fue como nació Enganchadas: ellas nunca dicen no, que acabó agotando ¡catorce ediciones!, que se dice pronto (hazaña sólo comparable, en lo que a obras de no ficción destinadas al mismo tipo de público se refiere, al pelotazo de la Alborch con Solas), y haciendo famosa a tu madre de la noche a la mañana y muy a su pesar, porque a tu madre -que había aspirado a darse a conocer como escritora seria y que siempre pensó que aquel libro, al igual que los otros integrantes de la Colección Femenino Plural, pasaría más bien desapercibido- no le hizo ninguna gracia saltar a la palestra como escritora de best sellers sensacionalistas. Y te cuento esto porque a ti te llevé en el vientre, necesariamente, cuando hacía la gira de promoción, que se organizó aprovechando la salida de la decimoquinta edición. Pero ésa es otra historia, como diría de nuevo Moustache en Irma la dulce, que te contaré más adelante.
Ayer se pasó a verte Elena, la vecina, y me estuvo contando que había visto a nuestra común amiga Nenuca en Marbella, donde se dedica al cultivo exhaustivo de la nada más absoluta, y es que Nenuca no trabaja porque no lo necesita: su familia es lo suficientemente rica como para que ella no tenga ni que pensar en ganarse los garbanzos. Y quien dice los garbanzos dice el todoterreno, el chalet ideal, la ropa de marca y los caprichitos varios. Y Elena comentó al respecto: «Yo no entiendo cómo puede vivir así, ¿no se aburre? Estoy segura de que con el tiempo va a acabar frustrada, nadie puede vivir sin hacer nada de provecho.» A lo que yo respondí: «Pues yo podría divinamente, es más, sería mi sueño: saber que no tengo que trabajar el resto de mi vida.» Elena: «No me lo creo, tú escribirías, seguro.»
Sí, claro. Escribiría, leería, pintaría incluso… Pero no publicaría lo que escribiera, no me sometería al escrutinio constante de críticos, admiradores, detractores, amigos, enemigos, ex amantes, ex amantes de ex amantes, conocidos de conocidos y desconocidos varios. Podría quizá hacer ediciones especiales y limitadas para mis amigos o, como el Sebastián Venable de De repente, el último verano, dejar constancia expresa de que mis escritos sólo podrían publicarse tras mi muerte (por cierto, que lo mismo hizo Katherine Hepburn -Violet Venable en la película- con sus memorias), cuando a mí ya no pudieran herirme los aguijones y las flechas de la maledicencia ajena. Porque si ya sufrí bastante con todo el revuelo que se organizó a cuenta de Enganchadas (unas críticas feroces que me acusaban poco menos que de incitación a la politoxicomanía y un escándalo sonado cuando unas fotos mías aparecieron en la portada de la revista Cita, pero de esto ya hablaré más adelante), que al fin y al cabo era un libro que me daba bastante igual, no quiero ni imaginar lo que sufriría si me atacaran por una obra que tratase de algo más personal, un libro en el que hubiera volcado mis experiencias, mis sentimientos, mi vida. Me he pasado la mitad de ella anhelando publicar y, cuando finalmente lo hice, descubrí tantas paradojas al respecto de la misma que tuve que agradecer al Todo Cósmico, o a la Divina Providencia, o a quienquiera que rija este universo de locos, que mis tres novelas anteriores no se hubieran publicado, pues me di cuenta de pronto de que, de haberlo conocido, probablemente no hubiera sobrevivido al éxito: no hubiera soportado verlas escrutadas, despedazadas, arrastradas. De esta forma me consuelo por no haber alcanzado a culminar mi sueño, sueño que, en teoría, aún podría cumplirse aunque empiezo a sospechar que nunca se materializará. Lo malo de haber albergado un sueño que tuvo visos de ser posible es que aparejó la verdadera desilusión. Porque si hubiera soñado desde pequeña con algo más grande, con ser reina o astronauta, por ejemplo, no me hubiera costado tanto resignarme a no serlo al crecer. El sueño que promete lo imposible ya nos priva con su propia promesa de su consecución, pero un sueño accesible delega en nosotros su solución: nos parece que si no se ha cumplido es nuestra la culpa y no del azar o del destino. Y, así, me temo que yo moriré como he vivido, en el baratillo de los fracasados.