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1 de noviembre.

Los médicos nos dicen lo de siempre: estable dentro de la gravedad. Mi madre sigue conectada a sus máquinas y tengo la impresión de que a más frascos que antes. Me he entretenido en contarlas: son nueve, nueve botellas colocadas boca abajo, enchufadas a tubos rematados en una aguja pinchada en su cuerpo inerte a través de la cual se le inyectan los líquidos que quién sabe si la mantienen viva o dormida o ambas cosas. Quizá sea por tanto líquido por lo que mi madre esté edematizada, hinchada como un globo de feria a pesar de que haya otro tubo que va a parar a una cuña y a través del cual se le sonda. El color del líquido que sale por ese tubo es verde parduzco: un extraño brebaje de detritus y desechos, la alcantarilla del cuerpo de mi madre. Las manos, de puro hinchadas, están perdiendo la forma, parecen manos de muñeco de trapo, manos inútiles, incapaces de asir, mucho menos de escribir o acariciar, que se diría que fueran a reventar en cualquier momento. De todas formas, tampoco podríamos cogerle la mano, porque hay un tubo conectado a cada una. Además de la hinchazón, el edema le ha creado una doble papada que le da el aspecto de un enorme sapo dormido, un cruce entre batracio y humano recién salido de un cuento de Lovecraft, semejanza que se intensifica porque mi madre, como las criaturas de Lovecraft, está húmeda. Supura: la aguja del gotero que tenía conectada a la mano le ha hecho una herida que segrega un líquido transparente.

Mi padre ha adelgazado visiblemente en estos ¿once? días. Como es un hombre tan alto empieza a parecerse a un personaje de un cuadro de El Greco, con ese aire no se sabe si entre espiritual o tétrico. Ya estoy perdiendo la cuenta del tiempo, las tardes son todas iguales aquí, una monótona letanía de horas sucesivas. De todas formas, advierto que se ha puesto corbata para venir, y eso me parece buena señal. Una enfermera viene y no podemos evitar preguntarle lo de siempre aun a sabiendas de que no nos puede dar más información que la que los médicos nos han proporcionado. Pero nos la da. No exactamente información, un nuevo punto de vista, una actitud diferente a la hora de evaluar la cuestión, su particular interpretación del carpe diem: «Ustedes aférrense al día. Piensen que hoy sigue aquí, y eso es bueno. No intenten pensar en cómo va a ser mañana, sólo en que hoy sigue aquí, que resiste.» Lo dice con una sonrisa que no parece ensayada a pesar de que yo no pueda evitar preguntarme si no habrá aprendido a esbozarla como herramienta terapéutica para familiares durante el tiempo que lleva aquí. Únicamente nos ha dedicado tres minutos, pero nos ha regalado un mundo: su sonrisa, ensayada o no, ha brotado como por contagio en el rostro demacrado de mi padre.

Más tarde, Caridad, la enfermera lectora, ya fuera de la UVI, en el pasillo, tras los saludos de rigor y el cómo te encuentras de ánimo hoy (como nos ve venir todos los días ya nos trata con familiaridad) me comenta, mientras espero a que salga mi padre (mi hermana ha ido a ocupar mi puesto), que los médicos son mucho más fríos, que no conocen ni al paciente ni sus circunstancias, que se limitan a pasar cinco minutos diarios, verificar el historial, contrastarlo con las gráficas de las máquinas y emitir un diagnóstico. «Pero no están aquí a pie de cama como nosotras, que no tendremos la carrera hecha, pero que vamos viendo la evolución minuto a minuto, que llegamos incluso a cogerle cariño a enfermos con los que no hemos hablado nunca, porque no pueden hacerlo.» Me habla del día en que se dio cuenta de que a un paciente le habían estado administrando durante ocho días un medicamento que sólo podía administrarse, como máximo, durante siete, y eso en casos extremos. Cuando fue a indagar se enteró de que los hematólogos que debían verificar al enfermo (el medicamento tenía algo que ver con los leucocitos) llevaban nueve días sin aparecer por la UVI. Caridad no acabó la carrera de Medicina, la dejó a la mitad, me dice, pero no se arrepiente, asegura. Piensa que ser enfermera puede ser mucho más satisfactorio. Pero también es cierto que puede que los hematólogos llevaran nueve días sin aparecer porque sencillamente no dieran abasto en un hospital colapsado. Y yo me pregunto una vez más cómo teniendo la carga impositiva más alta de Europa, nuestro dinero se gasta en enviar tropas a un país que no nos lo ha pedido pero no en arreglar la sanidad pública o en conseguir que tú puedas ir a una guardería.

Ayer tu padre llegó a casa diciendo: «Tú, que te quejas siempre de que la vida no tiene sentido, de que el hombre es un lobo para el hombre, deberías haber subido al metro conmigo hoy. En cuanto me he montado con el bebé se han levantado varias personas para cederme su asiento, y cuando he dicho que no nos hacía falta, una señora ha insistido y prácticamente me ha incrustado en el suyo. Y medio vagón hacía comentarios sobre la niña, que qué buena era y que qué suerte tenía yo.» Incluso una señora le ha regalado una medallita de la Virgen de Lourdes, para que te protegiera. Supersticiosa como soy -tendrás tiempo de descubrirlo-, te la he cosido al carrito.

Pero no, lo que cuenta no me hace creer en la bondad intrínseca del género humano. Cuando iba camino del hospital ha subido al metro un negro famélico pidiendo dinero. Era un esqueleto andante de ojos amarillos y le costaba mucho caminar. Creo que tenía sida. Según el negro iba avanzando por el pasillo con la mano extendida, como un zombi suplicante, los pasajeros apartaban la mirada. La única que le ha dado algo he sido yo: todo lo que tenía en el monedero, impulsada por el sentimiento de culpa y por la vergüenza ajena.

A la gente le hace ilusión ver una nueva vida, pero no aguantan ver la muerte cerca: les recuerda demasiado la inevitabilidad de la suya.

Ésa es la razón por la que tu tío, mi cuñado Julián, marido de tu tía Asun, se ha negado a entrar en la UVI a ver a tu abuela. Dice que no soporta los hospitales. A mí, al contrario, no me deprimen, quizá porque los asocio con algo bueno. He pasado media vida en hospitales a partir de la adolescencia a cuenta de la traqueítis crónica y siempre recuerdo que el dolor terminaba, no empezaba, cuando llegaba al centro. En cuanto te enganchaban un gotero con morfina o un inhalador sabías que había empezado el fin del sufrimiento, que el dolor o el ahogo acabarían en breve. Y esa asociación hospital-alivio se confirmó cuando tú naciste. La situación ahora es muy distinta, pero a pesar de todo me esfuerzo en intentar no asociar UVI con dolor, más bien al contrario. Prefiero pensar que si tu abuela sobrevive es gracias al hospital, que si se hubiera quedado en casa estaría utilizando el pasado como tiempo verbal para escribir sobre ella, que si no le inyectaran drogas a través de los goteros estaría aullando de dolor.

Dijo Fernando Pessoa que «ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad».

2 de noviembre.

Mi hermana Laureta, la madre de Laurita, hace tiempo que quiere separarse. O al menos lleva años diciéndolo. Laureta se casó por primera vez a los veintitrés años con un francés de buenísima familia y larguísimo apellido que vivía y vive de las rentas familiares y al que conoció en Ibiza. Hasta los veinte había estado estudiando Psicología y trabajando de camarera en el Pachá de la playa de San Juan, el club más fashion de la provincia de Alicante que sólo contrata a bellezones para servir detrás de la barra (obvia decir que mi hermana lo era y todavía lo es), pero se ve que ese ambiente se le quedaba pequeño, así que un día le dio una de sus ventoleras y se cogió un ferry directo a la isla sin más equipaje que una mochila y varios pareos. Hablamos de hace más de dos décadas, cuando la isla aún no era un nido de hooligans y pastilleros y sí un puerto franco para poetas, pintores, escritores, hippies de toda condición y aventureros y desarraigados en general. A mi hermana le había dado por Ibiza porque siempre había sido muy excéntrica, y entonces esta isla era lo más de lo más -supongo que ahora se hubiera ido a Goa-, porque Laureta se tenía y se tiene por una persona de ideas originales y brillantes y se pasa el día en actividad constante pero poco fructífera: en general se interesa por todo lo que le parece novedoso, original, arriesgado y progresista, y se mueve y habla mucho -es muy elocuente y un tanto dramática a la hora de expresarse- pero acaba haciendo poco. Es plenamente sabedora de su apariencia personal, su atractivo y su carisma, y por eso a veces -bastantes- resulta un tanto narcisista. Siempre ha actuado según sus propias reglas, y si se le contradice se puede poner bastante agresiva e intolerante: ya desde muy pequeña sus explosiones de mal genio eran sonadas e impredecibles. Una vez, por ejemplo, me tiró un plato de sopa caliente a la cara cuando le hice notar que estaba sorbiéndola, y gracias a Dios que me aparté a tiempo, u hoy no podría presumir de este cutis de porcelana que tu padre tanto alaba. Pero, por otra parte, Laureta se preocupa por buscar la compañía de los demás y, cuando está de buenas, tiene unas maneras agradables y complacientes, de modo que siempre ha utilizado su encanto para conseguir lo que quiere sin tener que esforzarse demasiado.